martes, 12 de septiembre de 2006

Sobre los amigos


Me acuerdo: estaba de espaldas, sudando, deshecho. Gemía despacio, con sacudidas bruscas que me exasperaban por un exceso de piedad, una piedad que acababa en cólera al verlo tan vencido, tan sordamente entregado.

Le lavé la cara con algodón y alcohol, lo enderecé, refrescándole las muñecas y los dedos, dándole masaje en los brazos. Ahora gemía menos, me miraba con cariño, un poco avergonzado, el pelo cayéndole por la frente. Lo peiné, lo hice instalarse cómodamente entre las almohadas. Olía a sudor y a ácido, a un comienzo de suciedad, como cera rancia. Cuando le traía café con leche y empezaba a dárselo a cucharaditas, la sangre le saltó por la nariz, un chorro incontenible. Tuve que echarle la cabeza hacia atrás, taponarlo con algodón; y los dolores volvían, y estaba como exasperado y espantado.

Después, aprovechando que tuve que irme dos días de Buenos Aires, entró en lo peor de su enfermedad y tuve el tiempo justo de verlo morirse una noche de salvaje luna blanca sobre el patio.

Me recuento esto porque cada día tengo más asco de nuestras amistades condicionadas. No creo que muchas resistieran una semana de convivencia física, de llevar trapos mojados, de enjugar vómitos.

Alguien me dice: “Me resultan inaceptables las amistades intelectuales”. Sé muy bien lo que busca expresar. Quiere amigos, no colegas. Pero aún así, qué distancia a la amistad. En Buenos Aires yo no podría (porque sé que no debo) llegar de sopetón a la casa de mi mejor amigo; hay que telefonear primero, ceremoniosamente. Además no se debe buscar dos días seguidos al mismo amigo –por eso tenemos tres o cuatro y los turnamos, y nos turnamos-; probablemente la segunda visita sería aburrida. Cambiando apenas un dicho italiano: L’amico e come il pesce: dopo tre giorni, puzza.

La segunda visita es aburrida porque la primera sirvió y sobró para la ejecución de la función amistosa: viz, para intercambiar todas las informaciones y pareceres canjeables, agotar juntos un espectáculo o una música, y gozar del cariño viéndose. Como baterías descargadas, hay que esperar cuatro o cinco días a que la tensión retorne. “¡Pero qué ganas de verte!” Aquí llamamos discreción al montaje habilidoso de la indiferencia. Me asombra advertir que mi mejor amigo me quiere en el fondo sin saber por qué; por lo irracional del cariño, y por los fragmentos personales que le confío. Lo peor es que evitamos con elegancia, deportivamente y con una gran belleza, esas postraciones de piel viva que cabe englobar en la atroz palabra confidencias. Pensar que ciertas cosas capitales en la vida de mi mejor amigo, las sé por terceros. Y aquí se roza el terreno de la especialización: no es raro que a otro (nada íntimo, por lo regular) le contemos sin temor lo que al amigo se calla. Hay un estante para sombreros y otro para calzoncillos.

No creo en los que tutean a los diez minutos y se tupac-amarutean una mujer a las dos horas. No creo en las confidencias, en la sexualidad verbal entre copas. Tuve pruebas de que vale menos que nuestra hidalga técnica del compartimento estanco.

Sólo duele verificar, en plena compañía, tanta isla insalvable.

Julio Cortázar,
De Diario de Andrés Fava, 1950/1995.

No hay comentarios.: