sábado, 23 de septiembre de 2006

De la noche a la mañana me casé...


La guerra te reanima. La guerra hace que te bulla la sangre. Fue en plena guerra mundial, de la que me había olvidado, cuando experimenté ese cambio de ánimo. De la noche a la mañana me casé, para demostrar a todos y cada uno que me importaba tres cojones una cosa o la otra. Casarse está bien para la mentalidad de ellos. Recuerdo que, gracias al anuncio de la boda, junté cinco dólares inmediatamente. Mi amigo MacGregor me pagó la licencia e incluso pagó el afeitado y el corte de pelo que insistió en que me diera para casarme. Decían que no podías casarte sin afeitarte; yo no veía razón alguna por la que no pudieses casarte sin afeitarte ni cortarte el pelo, pero, como no me costaba nada, cedí. Fue interesante ver que todo el mundo estaba deseoso de contribuir con algo a nuestro sustento. De repente, sólo porque había mostrado un poco de juicio, acudieron como moscas a nuestro alrededor: ¿y no podrían hacer esto, y no podrían hacer aquello por nosotros? Naturalmente, suponían que ahora con toda seguridad iba a ir a trabajar, ahora iba a ver que la vida es una cosa seria. En ningún momento se les ocurrió que podría dejar que mi esposa trabajase por mí. Realmente, al principio me portaba muy bien con ella. No era un negrero. Lo único que pedía era dinero para el autobús para ir a buscar el mítico empleo y un poquito de dinero para mis gastos, para cigarrillos, cine, etc. Las cosas importantes, como libros, discos, gramófonos, filetes y demás, me pareció que podíamos comprarlas a crédito, ahora que estábamos casados. El pago a plazos se había inventado expresamente para tipos como yo. La entrada era fácil… el resto lo dejaba para la Providencia. Tiene uno que vivir, estaban diciendo siempre. Pero, Dios mío, si era lo que yo me decía: ¡Tiene uno que vivir! ¡Vive primero y paga después! Si veía un abrigo que me gustaba, entraba y lo compraba. Además, lo compraba un poco antes de temporada, para mostrar que era un individuo serio. Hostias, era un hombre casado y probablemente fuera a ser padre pronto… tenía derecho a un abrigo para el invierno por lo menos, ¿no? Y cuando tenía un abrigo, pensaba en unos zapatos fuertes para acompañarlo: un par de zapatos gruesos de cordobán como los que había deseado toda mi vida pero nunca había podido pagar. Y cuando venía el frío intenso y estaba en la calle buscando trabajo, a veces me entraba un hambre terrible –es muy sano salir así, día tras día, a andar de un lado para otro por la ciudad con lluvia y nieve y viento y granizo-, así que de vez en cuando me metía en una taberna acogedora y pedía un filete jugoso con cebollas y patatas fritas. Me hice un seguro de vida y también un seguro de accidentes… Cuando estás casado, es importante hacer cosas así, según me decían.

Henry Miller,
De Trópico de Capricornio (novela), 1961.

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