sábado, 30 de septiembre de 2006

Más sobre escaleras


En un lugar de la bibliografía del que no quiero acordarme se explicó alguna vez que hay escaleras para subir y escaleras para bajar; lo que no se dijo entonces es que también puede haber escaleras para ir hacia atrás.

Los usuarios de estos útiles artefactos comprenderán sin excesivo esfuerzo que cualquier escalera va hacia atrás si uno la sube de espaldas, pero lo que en esos casos está por verse es el resultado de tan insólito proceso. Hágase la prueba con cualquier escalera exterior; vencido el primer sentimiento de incomodidad e incluso de vértigo, se descubrirá a cada peldaño un nuevo ámbito que si bien forma parte del ámbito del peldaño precedente, al mismo tiempo lo corrige, lo critica y lo ensancha. Piénsese que muy poco antes, la última vez que se había trepado en la forma usual por esta escalera, el mundo de atrás quedaba abolido por la escalera misma, su hipnótica sucesión de peldaños; en cambio bastará subirla de espaldas para que un horizonte limitado al comienzo por la tapia del jardín salte ahora hasta el campito de los Peñaloza, abarque luego el molino de la turca, estalle en los álamos del cementerio, y con un poco de suerte llegue hasta el horizonte de verdad, el de la definición que nos enseñaba la señorita de tercer grado. ¿Y el cielo, y las nubes? Cuéntelas cuando esté en lo más alto, bébase el cielo que le cae en plena cara desde su inmenso embudo.

A lo mejor después, cuando gire en redondo y entre en el piso alto de su casa, en su vida doméstica y diaria, comprenderá que también allí había que mirar muchas cosas en esa forma, que también en una boca, un amor, una novela, había que subir hacia atrás. Pero tenga cuidado, es fácil tropezar y caerse; hay cosas que sólo se dejan ver mientras se sube hacia atrás y otras que no quieren, que tienen miedo de ese ascenso que las obliga a desnudarse tanto; obstinadas en su nivel y en su máscara se vengan cruelmente del que sube de espaldas para ver lo otro, el campito de los Peñaloza o los álamos del cementerio. Cuidado con esa silla; cuidado con esa mujer.

Julio Cortázar,
De Último round, tomo II. 1969.

Instrucciones para subir una escalera


Nadie habrá dejado de observar que con frecuencia el suelo se pliega de manera tal que una parte sube en ángulo recto con el plano del suelo, y luego la parte siguiente se coloca paralela a este plano, para dar paso a una nueva perpendicular, conducta que se repite en espiral o en línea quebrada hasta alturas sumamente variables. Agachándose y poniendo la mano izquierda en una de las partes verticales, y la derecha en la horizontal correspondiente, se está en posesión momentánea de un peldaño o escalón. Cada uno de estos peldaños, formados como se ve por dos elementos, se situó un tanto más arriba y adelante que el anterior, principio que da sentido a la escalera, ya que cualquiera otra combinación producirá formas quizá más bellas o pintorescas, pero incapaces de trasladar de una planta baja a un primer piso.

Las escaleras se suben de frente, pues hacia atrás o de costado resultan particularmente incómodas. La actitud natural consiste en mantenerse de pie, los brazos colgando sin esfuerzo, la cabeza erguida aunque no tanto que los ojos dejen de ver los peldaños inmediatamente superiores al que se pisa, y respirando lenta y regularmente. Para subir una escalera se comienza por levantar esa parte del cuerpo situada a la derecha abajo, envuelta casi siempre en cuero o gamuza, y que salvo excepciones cabe exactamente en el escalón. Puesta en el primer peldaño dicha parte, que para abreviar llamaremos pie, se recoge la parte equivalente de la izquierda (también llamada pie, pero que no ha de confundirse con el pie antes citado), y llevándola a la altura del pie, se le hace seguir hasta colocarla en el segundo peldaño, con lo cual en éste descansará el pie, y en el primero descansará el pie. (Los primeros peldaños son siempre los más difíciles, hasta adquirir la coordinación necesaria. La coincidencia de nombre entre el pie y el pie hace difícil la explicación. Cuídese especialmente de no levantar al mismo tiempo el pie y el pie).

Llegando en esta forma al segundo peldaño, basta repetir alternadamente los movimientos hasta encontrarse con el final de la escalera. Se sale de ella fácilmente, con un ligero golpe de talón que la fija en su sitio, del que no se moverá hasta el momento del descenso.

Julio Cortázar,
De Historias de cronopios y de famas, 1962.

Aplastamiento de las gotas

Yo no sé, mira, es terrible cómo llueve. Llueve todo el tiempo, afuera tupido y gris, aquí contra el balcón con goterones cuajados y duros, que hacen plaf y se aplastan como bofetadas uno detrás de otro, qué hastío. Ahora aparece una gotita en lo alto del marco de la ventana; se queda temblequeando contra el cielo que la triza en mil brillos apagados, va creciendo y se tambalea, ya va a caer y no se cae, todavía no se cae. Está prendida con todas la uñas, no quiere caerse y se la ve que se agarra con los dientes mientras le crece la barriga; ya es una gotaza que cuelga majestuosa, y de pronto zup, ahí va, plaf, deshecha, nada, una viscosidad en el mármol.

Pero las hay que se suicidan y se entregan enseguida, brotan en el marco y ahí mismo se tiran; me parece ver la vibración del salto, sus piernitas desprendiéndose y el grito que las emborracha en esa nada del caer y aniquilarse. Tristes gotas, redondas inocentes gotas. Adiós gotas. Adiós.

Julio Cortázar,
De Historias de cronopios y de famas, 1962.

lunes, 25 de septiembre de 2006

Un pequeño mundo en el Interior


He oído tantas veces esa teoría de la Comunidad Terapéutica que soy capaz de repetirla del derecho y del revés: que un tipo primero tiene que aprender a desenvolverse en un grupo y sólo después será capaz de funcionar en una sociedad normal; que el grupo puede ayudar al tipo dándole a entender cuáles son sus fallos; que la sociedad es la que decide quién está cuerdo y quién no y, por tanto, es preciso pasar la prueba. Cuánta verborrea. Cada vez que llega un nuevo paciente a la galería, el doctor se lanza de lleno a exponer la teoría; de hecho ésas son las únicas ocasiones en que toma por las riendas y se pone al frente de la reunión. Explica que la Comunidad Terapéutica tiene por objeto conseguir una galería democrática, completamente gobernada por los pacientes y por sus votos, y que se esfuerza por formar unos ciudadanos dignos, capaces de volver a salir a la calle, al Exterior. Cualquier pequeño problema, cualquier queja, cualquier cosa que uno quiera modificar, dice, debe ser expuesta al grupo y discutida en vez de dejar que nos corroa por dentro. Uno también debería sentirse lo suficientemente seguro como para discutir con franqueza sus problemas emocionales en presencia de los pacientes y el equipo médico. Hablar, dice, discutir, confesar. Y si durante las conversaciones cotidianas uno oye a un amigo decir algo interesante, debe anotarlo en el cuaderno de bitácora para conocimiento del equipo. No es “chivarse”, como dicen en las películas, es ayudar a un semejante. Sacar a relucir esos viejos pecados para poder lavarlos a la vista de todos. Y participar en la Discusión de Grupo. Ayudarse y ayudar a los amigos a hurgar en los secretos del subconsciente. No debería haber secretos entre amigos.

Nuestro propósito, suele decir a guisa de conclusión, es que este sitio se parezca lo más posible a sus propios barrios, libres y democráticos, que sea un pequeño mundo en el Interior, prototipo a escala reducida del gran mundo Exterior en el que algún día volverá a ocupar su lugar.

Es posible que desee añadir algo, pero la Gran Enfermera suele hacerle callar cuando llega más o menos a este punto y el bueno de Pete que se había sosegado se levanta y menea esa cabeza que parece un abollado cacharro de cobre y comienza a explicar a todo el mundo cuán cansado está, y la enfermera indica a alguien que también le haga callar para que pueda proseguir la reunión, y en general Pete cierra la boca y continúa la reunión.

Que yo recuerde, sólo una vez, hará cuatro o cinco años, las cosas ocurrieron de otro modo.

Ken Kesey,
De Alguien voló sobre el nido del cuco, 1976.

domingo, 24 de septiembre de 2006

El almuerzo desnudo


Nota sobre el hábito, continuación: Al coger la aguja la mano izquierda busca automáticamente el cordón para hacer el lazo. Lo tomo como una señal de que puedo pinchar la única vena utilizable en el brazo izquierdo. (Los movimientos de atar son tales que normalmente te atas el brazo con el que alcanzas el cordón.) La aguja penetra fácilmente al borde de una callosidad. Palpo alrededor. De pronto, un delgado chorro de sangre entra en la jeringa, firme y preciso como un cordón rojo durante unos segundos.

El cuerpo sabe en qué venas te puedes pinchar y transmite su sabiduría con los movimientos espontáneos que hace al prepararse para recibir el pinchazo… Hay veces que la aguja señala como una varita de zahorí. Otras veces hay que esperar el mensaje. Pero cuando llega, siempre pincho en sangre.

Una orquídea roja floreció en la base del cuentagotas. Dudó un segundo cumplido, luego apretó la goma y observó el líquido que se precipitaba hacia la vena como aspirado por la silenciosa sangre sedienta. En el cuentagotas quedó una fina capa de sangre iridiscente, y el collar de papel blanco empapado en sangre, como un vendaje. Llenó el cuentagotas de agua. Al vaciarlo otra vez, el chute le pegó en el estómago, un golpe blando, dulce.

Me miro los pantalones, asquerosos, no me los he cambiado desde hace meses… Los días se deslizaban, amarrados a una jeringuilla con un largo hilo de sangre… Estoy olvidando el sexo y todos los placeres corporales precisos, soy un fantasma drogado, gris. Los chicos hispanos me llaman El hombre Invisible*… el hombre invisible.

William S. Burroughs,
De El almuerzo desnudo, 1959.


*en español, el original.

sábado, 23 de septiembre de 2006

Ella


En la tumba que es mi memoria la veo ahora enterrada a ella, a la que amé más que a nadie, más que al mundo, más que a Dios, más que mis propias carne y sangre. La veo pudrirse en ella, en esa sanguinolenta herida de amor, tan próxima a mí que no la podría distinguir de la propia tumba. La veo luchar para liberarse, para limpiarse del dolor del amor, y sumergirse más con cada forcejeo en la herida, atascada, ahogada, retorciéndose en la sangre. Veo la horrible expresión de sus ojos, la lastimosa agonía muda, la mirada del animal atrapado. La veo abrir las piernas para liberarse y cada orgasmo es un gemido de angustia. Oigo las paredes caer, derrumbarse sobre nosotros y la casa deshacerse en llamas. Oigo que nos llaman desde la calle, las órdenes de trabajar, las llamadas alas armas, pero estamos clavados al suelo y las ratas nos están devorando. La tumba y la matriz del amor nos sepultan, la noche nos llena las entrañas y las estrellas brillan sobre el negro lago sin fondo. Pierdo el recuerdo de las palabras, incluso de su nombre que pronuncié como un monomaniaco. Olvidé qué aspecto tenía, qué sensación producía, cómo olía, mientras penetraba cada vez más profundamente en la noche de la caverna insondable. La seguía hasta el agujero más profundo de su ser, hasta el osario de su alma, hasta el aliento que todavía no había expirado de sus labios. Busqué incansablemente aquella cuyo nombre no estaba escrito en ninguna parte; penetré hasta el altar mismo y no encontré… nada. Me enrosqué en torno a esa concha de nada como una serpiente de anillos flameantes, mientras los acontecimientos del mundo se colaban y formaban en el fondo un viscoso lecho de moco. Vi el Dragón agitarse y liberarse del dharma y del karma, vi a la nueva raza del hombre cociéndose en la yema del porvenir. Vi hasta el último signo y el último símbolo, pero no pude interpretar las expresiones de su rostro. Sólo pude ver sus ojos brillando, enormes, luminosos, como senos carnosos, como si yo estuviera nadando por detrás de ellos con los efluvios eléctricos de su visión incandescente.

Henry Miller,
De Trópico de Capricornio (novela), 1961.

Trabajos

Mi mente estaba llena de tesoros maravillosos, mi gusto era fino y exigente, mis músculos estaban en condiciones excelentes, mi apetito era vigoroso, mi aliento sano. No tenía nada que hacer salvo perfeccionarme, y me estaba volviendo loco con los progresos que hacía cada día. Aun cuando hubiera un empleo que pudiese desempeñar, no podía aceptarlo, porque lo que necesitaba no era un trabajo, sino una vida más rica. No podía desperdiciar el tiempo haciendo de maestro, abogado, médico, político o cualquier otra cosa que la sociedad pudiera ofrecer. Era más fácil aceptar trabajos humildes porque me dejaban la mente en libertad.

Henry Miller,
De Trópico de Capricornio (novela), 1961.

De la noche a la mañana me casé...


La guerra te reanima. La guerra hace que te bulla la sangre. Fue en plena guerra mundial, de la que me había olvidado, cuando experimenté ese cambio de ánimo. De la noche a la mañana me casé, para demostrar a todos y cada uno que me importaba tres cojones una cosa o la otra. Casarse está bien para la mentalidad de ellos. Recuerdo que, gracias al anuncio de la boda, junté cinco dólares inmediatamente. Mi amigo MacGregor me pagó la licencia e incluso pagó el afeitado y el corte de pelo que insistió en que me diera para casarme. Decían que no podías casarte sin afeitarte; yo no veía razón alguna por la que no pudieses casarte sin afeitarte ni cortarte el pelo, pero, como no me costaba nada, cedí. Fue interesante ver que todo el mundo estaba deseoso de contribuir con algo a nuestro sustento. De repente, sólo porque había mostrado un poco de juicio, acudieron como moscas a nuestro alrededor: ¿y no podrían hacer esto, y no podrían hacer aquello por nosotros? Naturalmente, suponían que ahora con toda seguridad iba a ir a trabajar, ahora iba a ver que la vida es una cosa seria. En ningún momento se les ocurrió que podría dejar que mi esposa trabajase por mí. Realmente, al principio me portaba muy bien con ella. No era un negrero. Lo único que pedía era dinero para el autobús para ir a buscar el mítico empleo y un poquito de dinero para mis gastos, para cigarrillos, cine, etc. Las cosas importantes, como libros, discos, gramófonos, filetes y demás, me pareció que podíamos comprarlas a crédito, ahora que estábamos casados. El pago a plazos se había inventado expresamente para tipos como yo. La entrada era fácil… el resto lo dejaba para la Providencia. Tiene uno que vivir, estaban diciendo siempre. Pero, Dios mío, si era lo que yo me decía: ¡Tiene uno que vivir! ¡Vive primero y paga después! Si veía un abrigo que me gustaba, entraba y lo compraba. Además, lo compraba un poco antes de temporada, para mostrar que era un individuo serio. Hostias, era un hombre casado y probablemente fuera a ser padre pronto… tenía derecho a un abrigo para el invierno por lo menos, ¿no? Y cuando tenía un abrigo, pensaba en unos zapatos fuertes para acompañarlo: un par de zapatos gruesos de cordobán como los que había deseado toda mi vida pero nunca había podido pagar. Y cuando venía el frío intenso y estaba en la calle buscando trabajo, a veces me entraba un hambre terrible –es muy sano salir así, día tras día, a andar de un lado para otro por la ciudad con lluvia y nieve y viento y granizo-, así que de vez en cuando me metía en una taberna acogedora y pedía un filete jugoso con cebollas y patatas fritas. Me hice un seguro de vida y también un seguro de accidentes… Cuando estás casado, es importante hacer cosas así, según me decían.

Henry Miller,
De Trópico de Capricornio (novela), 1961.

Si yo estuviera al timón...

Sentía lástima de la raza humana, de la estupidez del hombre y de su falta de imaginación. Perderse una comida no era tan terrible…, el espantoso vacío de la calle era lo que me perturbaba profundamente. Todas aquellas malditas casas, una tras otra, y todas tan vacías y tan tristes. Magníficos adoquines bajo los pies y asfalto en la calzada y escaleras de una elegancia bella y horrenda para subir a las casas, y, sin embargo, un tipo podía caminar de un lado para otro todo el día y toda la noche sobre esos costosos materiales y estar buscando un mendrugo de pan. Eso era lo que me mataba. Su incongruencia. Si por lo menos pudiera uno salir con una campanilla y gritar: “Escuchen, escuchen, señores, soy un tipo hambriento. ¿Quién quiere que le lustren los zapatos? ¿Quién quiere que le saquen la basura? ¿Quién quiere que le limpien las tuberías?” Si por lo menos pudieses salir a la calle y expresárselo así de claro. Pero no, no te atreves a abrir el pico. Si dices a un tipo que estás hambriento, le das un susto de muerte y corre como alma que lleva el diablo. Eso es algo que nunca he entendido. Y sigo sin entenderlo. Todo es tan sencillo: basta con que digas Sí, cuando alguien se te acerque. Y si no puedes decir Sí, cógelo del brazo y pide a algún otro andoba que te ayude. La razón por la que tienes que ponerte un uniforme y matar a hombres que no conoces, simplemente para conseguir un mendrugo de pan, es un misterio para mí. En eso es en lo que pienso, más que en la boca que se lo traba o en lo que cuesta. ¿Por qué cojones ha de importarme lo que cuesta una cosa? Estoy aquí para vivir, no para calcular. Y eso es precisamente lo que los cabrones no quieren que hagas: ¡vivir! Quieren que te pases la vida sumando cifras. Eso tiene sentido para ellos. Eso es razonable. Eso es inteligente. Si yo estuviera al timón, tal vez las cosas no estuviesen tan ordenadas, pero todo sería más alegre, ¡qué hostia! No habría que cagarse en los pantalones por nimiedades. Quizá no hubiera calles pavimentadas ni cachivaches de miles de millones de variedades, tal vez no hubiese siquiera cristales en las ventanas, puede que hubiera que dormir en el suelo, quizá no hubiese cocina francesa ni cocina italiana ni cocina china, tal vez las personas se mataran unas a otras, cuando se les acabase la paciencia, y puede que nadie se lo impidiera porque no habría ni cárceles ni polis ni jueces, y, por supuesto no habría ministros ni legislaturas porque no habría leyes de los cojones que obedecer o desobedecer, y quizá se tardara meses y años en ir de un lugar a otro, pero no se necesitaría un visado ni un pasaporte ni un carnet de identidad porque no estaría uno registrado en ninguna parte ni llevaría un número y, si quisieses cambiar de nombre cada semana, podrías hacerlo, porque daría lo mismo, dado que no poseerías nada que no pudieras llevar contigo y, ¿para qué ibas a querer poseer nada, si todo sería gratuito?

Henry Miller,
De Trópico de Capricornio (novela), 1961.

viernes, 22 de septiembre de 2006

La broma


"Niños, vosotros sois el futuro", dijo y yo sé ahora que aquello tenía un sentido distinto de lo que pudiera parecer a primera vista. Los niños no son el futuro porque algún día vayan a ser mayores, sino porque la humanidad se va a aproximar cada vez más al niño, porque la infancia es la imagen del futuro. Niños, no miréis nunca hacía atrás, decía y quería decir que no debemos permitir nunca que el futuro se hunda bajo el peso de la memoria. Tampoco los niños tienen pasado y ese es el secreto de la encantadora inocencia de su sonrisa.
(…)
A pesar de mi escepticismo me ha quedado algo de superstición. Por ejemplo esta extraña convicción de que todas las historias que en la vida ocurren tienen además un sentido, significan algo. Que la vida, con su propia historia dice algo sobre sí misma, que nos devela gradualmente alguno de sus secretos, que está ante nosotros como un acertijo que es necesario resolver. Que las historias que en nuestra vida vivimos son la mitología de esa vida, y que en esa mitología está la clave de la verdad y del secreto. Que es una ficción? Es posible, es incluso probable, pero no soy capaz de librarme de esta necesidad de descifrar permanentemente mi propia vida.

Milán Kundera,
La Broma (novela, fragmento), 1967.

martes, 19 de septiembre de 2006

En la madre, está temblando


El viejo se detuvo en la esquina, junto a un puesto de periódicos. Su visión se había ablandado y le costaba trabajo respirar, es la bola de años, se dijo. De vez en cuando le ocurrían pérdidas casi totales de energía, claro que en esta ocasión también están los tragos, pensó.

Frente a él se hallaba la avenida Álvaro Obregón, con sus réplicas de viejas estatuas. Había bancas en el camellón y franjas de prado con jardineras y altos árboles, el sitio perfecto para aterrizar un momento y recargar la pila, pensó al ver una banca desocupada bajo la sombra. Dejó pasar un grupo de autos pero después se lanzó al arroyo conteniendo a los coches con una mano quietos ahí cabroncitos, dejen pasar a La Bola. Lo insultaron con la bocina pero él no se inmutó. Jadeando, se acomodó en la banca.

Ese mediodía era pesado, el aire se había enrarecido por la contaminación y se respiraba una atmósfera reseca, como de aserrín asoleado, calificó el viejo que tomaba aire en la banca. Respiró profundamente varias veces, qué pedo me traigo, pensó y cuando se serenaba un poco lo conmocionó un estruendo de chillidos de llantas, láminas que chocan, cristales estallados. Justo frente a él un auto se detuvo tan abruptamente que el de atrás se le incrustó.

El viejo apenas contenía la temblorina que le dejó el sobresalto, necesito un trago, exactamente. Del bolsillo sacó una botellita de brandy barato y bebió de ella un largo trago; después extrajo lo que parecía una polvera de plástico y que era un vaso plegable; el viejo lo abrió como periscopio. Se sirvió un poco de brandy, lo bebió, plegó el vaso de golpe y observó el lío que el choque había causado.

La circulación se había detenido, muchos vehículos bocineaban neuróticamente y los dueños de los coches discutían rodeados por una multitud de curiosos, arréglense antes de que llegue la policía, dijo alguien, pero lo ignoraron. Los dos conductores se echaban la culpa mutuamente y no cedían. Más gente llegaba a presenciar el pleito que tenía como fondo musical una verdadera muralla de bocinazos.

Ya cállense, masculló el viejo lárguense de aquí con su ruidero, ¿qué no hay un sitio en esta ciudad donde uno pueda cultivar sus achaques en paz?, mascullaba, mira nada más qué descontón… Uno de los conductores había propinado un golpe repentino y terrible a su contrincante, y lo derribó; en el acto procedió a patearlo con vigor. Joder, murmuró el viejo cuando la gente le bloqueó la visibilidad, y se puso en pie para seguir el pleito. Pero, ya de pie, tampoco pudo ver nada, salvo el movimiento excitado de la gente. Sólo advirtió el tumulto que se había formado, el embotellamiento interminable de autos, y se fue llenando de ira desolada, porque a su edad, pensaba, le era difícil reconciliarse con todo eso. Qué cambio tan devastador había tenido la ciudad. Hasta su propia memoria le rehusaba imágenes de esa avenida en la normalidad de muchso años antes, por qué te hicieron eso, mhija, dijo, tan hermosa como eras, cómo pudiste permitir que toda la manada de estúpidos te violara y mancillara, que todos esos zánganos te devastaran, te acabaron los que se sienten los dueños del mundo, que quieren todo rápido y sin problemas, que se creen dueños del futuro y sólo son pobres topos que tragan tierra negra y creen estar en las alturas, igual que los jodidos, infeliz pueblo que te has envilecido, que has pisoteado a los pocos hombres buenos que pariste, siempre sojuzgado por alguien: españoles, franceses, gringos, mexicanos con alma de buitre, somos una verdadera mierda, decía, con más fuerza ya, y algunos se volvían para verlo; hubo un momento en que creí que íbamos a cambiar, que nos dirigíamos al verdadero encuentro con nosotros mismos, y no sé por qué lo pensé entonces pues ahora es lo mismo, sólo que antes la miseria no estaba tan a flote y la gente no era tan cínica, no se había descarado tanto; entonces creíamos que las cosas ahí iban, más o menos, y no pedíamos más; creíamos vivir ciclos, uno acaba, otro empieza, la energía se renueva y en realidad siempre era el mismo presente ruin, repugnante, el mismo embrollo, la misma confusión, la gritería, ahora todos gritan, se desgarran la ropa y no ven que sigue la misma pasividad de siempre que a todos nos tiene hundidos en la mierda desde hace años. Y que no me digan que nada ocurre, que todo está perfecto, si yo he vivido tantos años viendo cómo el aire asesinaba y todo se descomponía, a mí no me puedes andar con historias, yo vi lo que ocurrió, todos los días me he desayunado con la horrible verdad de que otro poco de vida buena se extinguía. Nos dejamos deslizar por una pendiente que íbamos edificando losa a losa, y ya que somos piojos aplastados, llantas ponchadas y reparchadas, ya que somos mierda, ni siquiera hemos podido ver verdaderos cabrones, no le damos grandeza a la maldad, ni siquiera sabemos lo que es eso, puro pobrediablismo, pinches diablitos ojetes con sus vasos de brandy barato en la mano, envueltos en polvos y humo, vestidos de cochambre, cagados y guacareados, o en autos lujosos, con ropa cara, guardaespaldas atrás, es igual ahora el viejo vociferaba con los músculos del cuello tensos y las venas hinchadas, y a mí de qué me sirvió leer megatoneladas de libros, saber tantos idiomas, almacenar tantos conocimientos, para acabar como esta puta ciudad: agonía perenne sin la bendición de la muerte, ¡húndete de una vez, hija de tu chingada madre! ¡Tu gran hazaña es ser la máxima ruina del mundo, ciudad jodida, ciudad jodida!

n la madre, se dijo. Qué pasa aquí, se preguntó el viejo al sentir un levísimo meneo que de pronto agarró fuerza y una sacudida espeluznante le bajó toda la sangre a los pies, la banca se removió entre chirridos de metal, los postes y los cables se agitaban, la gente abría los ojos con el máximo espanto, se daba cuenta perfecta de que estaba temblando y con un poder devastador. El viejo saltó de la banca pero en el suelo era lo mismo: trepidaba con fuerza, le provocaba un mareo invencible, la visión se le barría, las manos no hallaban dónde sujetarse, la agitación era pareja y, sobre todo, fuerte, alcanzaba a pensar el viejo, aún en el estupor y el terror, veía que los edificios se removían pesadamente, crujían, despedían nubes de polvo, los cables de electricidad finalmente se rompieron, chisporrotearon al caer, una explosión, un auto ardió y la gente, quemándose, salió corriendo, entre el estrépito ensordecedor de choques, golpes, gritos aterrados de gente atrapada, o que corría o trataba de permanecer en pie, más gente salía de casas y edificios, ¡ahora sí, hijos de la chingada!, ¡ahí tienen lo que buscaban!, bramaba el viejo, ebrio de terror, ¡no le saquen a las sacudidas de esta vieja madre! ¡Se está viniendo!, ¡gócenla, culeros!, caían grandes ramas, los árboles se bambolean, algunos se desplomaban pesadamente, y el viejo casi perdió el sentido cuando frente a él los rieles del tranvía no resistieron la tensión, estallaron en un chasquido sobrecogedor y el grueso lingote reblandecido se retorció como paréntesis invertidos que se alzaron en el aire, ay cabrón, ay canijo, esto sí está durísimo, está fuerte, gritaba el viejo, tambaleándose, entre la gente que huía de los autos que habían hecho explosión, de los potentísimos chorros de agua que brotaron por entre el concreto resquebrajado, la calle se agrietaba con crujidos secos, guturales, y chorros ahora turbios del drenaje volaban las tapas de las coladeras y se disparaban hacia arriba, ¡esto era lo único que nos faltaba!, ¡nos vamos a morir montados en esta montaña rusa! ¡Agárrense si pueden hijos de la chingada!, volvió a gritar el viejo con menos fuerza, las trepidaciones y las sacudidas no cesaban, eran eternas, al terror se sumaba la atroz premonición de que nunca iba a acabar, todo caería como se desplomaban los techos, un edificio de veinte pisos de pronto se ladeó y se resquebrajó, se vino abajo con una oleada de piedras, metales retorcidos, cristales, muebles, el primer piso de una casa cayó pesadamente, con nubes de polvo, explosiones, llamaradas, gritos desgarrados, no para, no para, un dolor de cabeza fulminaba al viejo, todo se está cayendo, alcanzó a musitar, esto es imposible, tiene que parar, ¡tiene que parar! La gente mostraba el máximo horror, estupor, mientras caían balcones, otros edificios se desmoronaban sobre la calle, los vehículos y la gente; los ruidos, golpes, gritos, ensordecían y el viejo no pudo sostenerse más en pie y se desplomó sentado, con las piernas extendidas, con las manos plantadas en la tierra del camellón, como niño. Entonces descubrió que el terremoto había cesado.

José Agustín.

De La palabra en juego (selección de Lauro Zavala).

domingo, 17 de septiembre de 2006

No oyes ladrar los perros


Tú que vas allá arriba, Ignacio, dime si no oyes alguna señal de algo o si ves alguna luz en alguna parte.
-No se ve nada.
-Ya debemos estar cerca
-Sí, pero no se oye nada.
-Mira bien.
-No se ve nada.
-Pobre de ti, Ignacio.
La sombra larga y negra de los hombres siguió moviéndose de arriba abajo, trepándose a las piedras, disminuyendo y creciendo según avanzaba por la orilla del arroyo. Era una sola sombra, tambaleante.
La luna venía saliendo de la tierra, como una llamarada redonda.
-Ya debemos estar llegando a ese pueblo, Ignacio. Tú que llevas las orejas de fuera, fíjate a ver si no oyes ladrar los perros. Acuérdate que nos dijeron que Tonaya estaba detrasito del monte. Y desde qué horas que hemos dejado el monte. Acuérdate, Ignacio.
-Sí, pero no veo rastro de nada.
-Me estoy cansando.
-Bájame.
El viejo se fue reculando hasta encontrarse con el paredón y se recargó allí, sin soltar la carga de sus hombros. Aunque se le doblaban las piernas, no quería sentarse, porque después no hubiera podido levantar el cuerpo de su hijo, al que allá atrás horas antes, le habían ayudado a echárselo a la espalda. Y así lo había traído desde entonces.
-¿Cómo te sientes?
-Mal.
Hablaba poco. Cada vez menos. En ratos parecía dormir. En ratos parecía tener frío. Temblaba. Sabía cuándo le agarraba a su hijo el temblor por las sacudidas que le daba, y porque los pies se le encajaban en los ijares como espuelas. Luego las manos del hijo, que traía trabadas en su pescuezo, le zarandeaban la cabeza como si fuera una sonaja.
Él apretaba los dientes para no morderse la lengua y cuando acababa aquello le preguntaba:
-¿Te duele mucho?
-Algo –contestaba él.
Primero le había dicho: “Apéame aquí… Déjame aquí… Vete tú solo. Yo te alcanzaré mañana o en cuanto me reponga un poco.” Se lo había dicho como cincuenta veces. Ahora ni siquiera eso decía.
Allí estaba la luna. Enfrente de ellos. Una luna grande y colorada que les llenaba de luz los ojos y que estiraba y oscurecía más su sombra sobre la tierra.
-No veo ya por dónde voy –decía él.
Pero nadie le contestaba.
El otro iba allá arriba, todo iluminado por la luna, con su cara descolorida, sin sangre, reflejando una luz opaca. Y él acá abajo.
-¿Me oíste, Ignacio? Te digo que no veo bien.
Y el otro se quedaba callado.
Siguió caminando, a tropezones. Encogía el cuerpo y luego se enderezaba para volver a tropezar de nuevo.
-Este no es ningún camino. Nos dijeron que detrás del cerro estaba Tonaya. Ya hemos pasado el cerro. Y Tonaya no se ve, ni se oye ningún ruido que nos diga que está cerca. ¿Por qué no quieres decirme qué ves, tú que vas allá arriba, Ignacio?
-Bájame, padre.
-¿Te sientes mal?
-Sí.
-Te llevaré a Tonaya a como dé lugar. Allí encontraré quién te cuide. Dicen que allí hay un doctor. Yo te llevaré con él. Te he traído cargando desde hace horas y no te dejaré tirado aquí para que acaben contigo quienes sean.
Se tambaleó un poco. Dio dos o tres pasos de lado y volvió a enderezarse.
-Te llevaré a Tonaya.
-Bájame.
Su voz se hizo quedita, apenas murmurada:
-Quiero acostarme un rato.
-Duérmete allí arriba. Al cabo te llevo bien agarrado.
La luna iba subiendo, casi azul, sobre un cielo claro. la cara del viejo, mojada en sudor, se llenó de luz. Escondió los ojos para no mirar de frente, ya que no podía agachar la cabeza agarrotada entre las manos de su hijo.
-Todo esto que hago, no lo habo por usted. Lo hago por su difunta madre. Porque usted fue su hijo. Por eso lo hago. Ella me reconvendría si yo lo hubiera dejado tirado allí, donde lo encontré, y no lo hubiera recogido para llevarlo a que lo curen, como estoy haciéndolo. Es ella la que me da ánimos, no usted. Comenzando porque a usted no le debo más que puras dificultades, puras mortificaciones, puras vergüenzas.
Sudaba al hablar. Pero el viento de la noche le secaba el sudor. Y sobre el sudor seco, volvió a sudar.
-Me derrengaré, pero llegaré con usted a Tonaya, para que le alivien esas heridas que le han hecho. Y estoy seguro de que, en cuanto se sienta usted bien, volverá a sus malos pasos. Eso ya no me importa. Con tal que se vaya lejos, donde yo no vuelva a saber de usted. Con tal de eso… Porque para mi usted ya no es mi hijo. He maldecido la sangre que usted tiene de mí. La parte que a mí me tocaba la he maldecido. He dicho: “¡Que se pudra en los riñones la sangre que yo le di!” Lo dije desde que supe que usted andaba trajinando por los caminos, viviendo del robo y matando gente… Y gente buena. Y si no, allí está mi compadre Tranquilino. El que lo bautizó a usted. El que le dio su nombre. A él también le tocó la mala suerte de encontrarse con usted. Desde entonces dije: “Ese no puede ser mi hijo.”
-Mira a ver si ya ves algo. O si oyes algo. Tú que puedes hacerlo desde allá arriba, porque yo me siento sordo.
-No veo nada.
-Peor para ti, Ignacio.
-Tengo sed.
-¡Aguántate! Ya debemos estar cerca. Lo que pasa es que ya es muy noche y han de haber apagado la luz en el pueblo. Pero al menos debías de oír si ladran los perros. Haz por oír.
-Dame agua.
-Aquí no hay agua. No hay más que piedras. Aguántate. Y aunque la hubiera, no te bajaría a tomar agua. Nadie me ayudaría a subirte otra vez y yo solo no puedo.
-Tengo mucha sed y mucho sueño.
-Me acuerdo cuando naciste. Así eras entonces. Despertabas con hambre y comías para volver a dormirte. Y tu madre te daba agua, porque ya te habías acabado la leche de ella. No tenías llevadero. Y eras muy rabioso. Nunca pensé que con el tiempo se te fuera a subir aquella rabia a la cabeza… Pero así fue. Tu madre, que descanse en paz, quería que te criaras fuerte. Creía que cuando tú crecieras irías a ser su sostén. No te tuvo más que a ti. El otro hijo que iba a tener la mató. Y tú la hubieras matado otra vez si ella estuviera viva a estas alturas.
Sintió que el hombre aquel que llevaba sobre sus hombros dejó de apretar las rodillas y comenzó a soltar los pies, balanceándolos de un lado para otro. Y le pareció que la cabeza, allá arriba, se sacudía como si sollozara.
Sobre su cabello sintió que caían gruesas gotas, como de lágrimas.
-¿Lloras, Ignacio? Lo hace llorar a usted el recuerdo de su madre, ¿verdad? Pero nunca hizo usted nada por ella. Nos pagó siempre mal. Parece que, en lugar de cariño, le hubiéramos retacado el cuerpo con maldad. ¿Y ya ve? Ahora lo han herido. ¿Qué pasó con sus amigos? Los mataron a todos. Pero ellos no tenían a nadie. Ellos bien hubieran podido decir: “No tenemos a quién darle nuestra lástima.” ¿Pero usted, Ignacio?

Allí estaba ya el pueblo. Vio brillar los tejados bajo la luz de la luna. Tuvo la impresión de que lo aplastaba el peso de su hijo al sentir que las corvas se le doblaban en el último esfuerzo. Al llegar al primer tejabán, se recostó sobre el pretil de la acera y soltó el cuerpo, flojo, como si lo hubieran descoyuntado.
Destrabó difícilmente los dedos con que su hijo había venido sosteniéndose de su cuello y, al quedar libre, oyó como por todas partes ladraban los perros.
-¿Y tú no los oías, Ignacio? –dijo-. No me ayudaste ni siquiera con esta esperanza.

Juan Rulfo,
De El llano en llamas, 1953.

viernes, 15 de septiembre de 2006

Pasa el lunes...


Pasa el lunes y pasa el martes
y pasa el miércoles y el jueves y el viernes
y el sábado y el domingo,
y otra vez el lunes y el martes
y la gotera de los días sobre la cama donde se quiere dormir,
la estúpida gota del tiempo cayendo sobre el corazón aturdido,
la vida pasando como estas palabras:
lunes, martes, miércoles,
enero, febrero, diciembre, otro año, otro año, otra vida.
La vida yéndose sin sentido, entre la borrachera y la conciencia,
entre la lujuria y el remordimiento y el cansancio.

Encontrarse, de pronto, con las manos vacías,
con el corazón vacío,
con la memoria como una ventana hacia la obscuridad,
y preguntarse: ¿qué hice?, ¿qué fui?, ¿en dónde estuve?
Sombra perdida entre las sombras,
¿cómo recuperarte, rehacerte, vida?

Nadie puede vivir de cara a la verdad
sin caer enfermo o dolerse hasta los huesos.
Porque la verdad es que somos débiles y miserables
y necesitamos amar, ampararnos, esperar, creer y afirmar.
No podemos vivir a la intemperie
en el solo minuto que nos es dado.

¡Qué hermosa palabra “Dios”, larga
y útil al miedo, salvadora!
Aprendamos a cerrar los labios del corazón
cuando quiera decirla,
y enseñémosle a vivir en su sangre,
a revolcarse en su sangre limitada.

No hay más que esta ternura que siento hacia ti, engañado,
porque algún día vas a abrir los ojos
y mirarás tus ojos cerrados para siempre.
No hay más que esta ternura de mí mismo
que estoy abierto como un árbol,
plantado como un árbol, recorriéndolo todo.

He aquí la verdad: hacer las máscaras,
recitar las voces, elaborar los sueños.
Ponerse el rostro del enamorado,
la cara del que sufre,
la faz del que sonríe,
el día lunes, y el martes, y el mes de marzo
y el año de la solidaridad humana,
y comer a las horas lo mejor que se pueda,
y dormir y ayuntar,
y seguirse entrenando ocultamente para el evento final
del que no habrá testigos.

Jaime Sabines,
De Poemas sueltos, (1951-1961)
En Nuevo recuento de poemas.

jueves, 14 de septiembre de 2006

No te salves

No te quedes inmóvil
al borde del camino
no congeles el júbilo
no quieras con desgana
no te salves ahora
ni nunca
no te salves
no te llenes de calma
no reserves del mundo
sólo un rincón tranquilo
no dejes caer los párpados
pesados como juicios
no te quedes sin labios
no te duermas sin sueño
no te pienses sin sangre
no te juzgues sin tiempo
pero si

pese a todo
no puedes evitarlo
y congelas el júbilo
y quieres con desgana
y te salvas ahora
y te llenas de calma
y reservas del mundo
sólo un rincón tranquilo
y dejas caer los párpados
pesados como juicios
y te secas sin labios
y te duermes sin sueño
y te piensas sin sangre
y te juzgas sin tiempo
y te quedas inmóvil
al borde del camino
y te salvas
entonces
no te quedes conmigo.

Mario Benedetti.

Estados de ánimo

A veces me siento
como un águila en el aire.
-Pablo Milanés


Unas veces me siento
como pobre colina
y otras como montaña
de cumbres repetidas.

Unas veces me siento
como un acantilado
y en otras como un cielo
azul pero lejano.

A veces uno es
manantial entre rocas
y otras veces un árbol
con las últimas hojas.
Pero hoy me siento apenas
como laguna insomne
con un embarcadero
ya sin embarcaciones
una laguna verde
inmóvil y paciente
conforme con sus algas
sus musgos y sus peces,
sereno en mi confianza
confiando en que una tarde
te acerques y te mires,
te mires al mirarme.

Mario Benedetti.

martes, 12 de septiembre de 2006

Sobre los amigos


Me acuerdo: estaba de espaldas, sudando, deshecho. Gemía despacio, con sacudidas bruscas que me exasperaban por un exceso de piedad, una piedad que acababa en cólera al verlo tan vencido, tan sordamente entregado.

Le lavé la cara con algodón y alcohol, lo enderecé, refrescándole las muñecas y los dedos, dándole masaje en los brazos. Ahora gemía menos, me miraba con cariño, un poco avergonzado, el pelo cayéndole por la frente. Lo peiné, lo hice instalarse cómodamente entre las almohadas. Olía a sudor y a ácido, a un comienzo de suciedad, como cera rancia. Cuando le traía café con leche y empezaba a dárselo a cucharaditas, la sangre le saltó por la nariz, un chorro incontenible. Tuve que echarle la cabeza hacia atrás, taponarlo con algodón; y los dolores volvían, y estaba como exasperado y espantado.

Después, aprovechando que tuve que irme dos días de Buenos Aires, entró en lo peor de su enfermedad y tuve el tiempo justo de verlo morirse una noche de salvaje luna blanca sobre el patio.

Me recuento esto porque cada día tengo más asco de nuestras amistades condicionadas. No creo que muchas resistieran una semana de convivencia física, de llevar trapos mojados, de enjugar vómitos.

Alguien me dice: “Me resultan inaceptables las amistades intelectuales”. Sé muy bien lo que busca expresar. Quiere amigos, no colegas. Pero aún así, qué distancia a la amistad. En Buenos Aires yo no podría (porque sé que no debo) llegar de sopetón a la casa de mi mejor amigo; hay que telefonear primero, ceremoniosamente. Además no se debe buscar dos días seguidos al mismo amigo –por eso tenemos tres o cuatro y los turnamos, y nos turnamos-; probablemente la segunda visita sería aburrida. Cambiando apenas un dicho italiano: L’amico e come il pesce: dopo tre giorni, puzza.

La segunda visita es aburrida porque la primera sirvió y sobró para la ejecución de la función amistosa: viz, para intercambiar todas las informaciones y pareceres canjeables, agotar juntos un espectáculo o una música, y gozar del cariño viéndose. Como baterías descargadas, hay que esperar cuatro o cinco días a que la tensión retorne. “¡Pero qué ganas de verte!” Aquí llamamos discreción al montaje habilidoso de la indiferencia. Me asombra advertir que mi mejor amigo me quiere en el fondo sin saber por qué; por lo irracional del cariño, y por los fragmentos personales que le confío. Lo peor es que evitamos con elegancia, deportivamente y con una gran belleza, esas postraciones de piel viva que cabe englobar en la atroz palabra confidencias. Pensar que ciertas cosas capitales en la vida de mi mejor amigo, las sé por terceros. Y aquí se roza el terreno de la especialización: no es raro que a otro (nada íntimo, por lo regular) le contemos sin temor lo que al amigo se calla. Hay un estante para sombreros y otro para calzoncillos.

No creo en los que tutean a los diez minutos y se tupac-amarutean una mujer a las dos horas. No creo en las confidencias, en la sexualidad verbal entre copas. Tuve pruebas de que vale menos que nuestra hidalga técnica del compartimento estanco.

Sólo duele verificar, en plena compañía, tanta isla insalvable.

Julio Cortázar,
De Diario de Andrés Fava, 1950/1995.

lunes, 11 de septiembre de 2006

La droga


No sabía si ya me había hecho efecto, nunca calculaba el tiempo que me tardaba en pegar. Así que me recosté y cerré los ojos, esperando. Entonces me vi a mi mismo convertido en otra persona, matando a mi hermano y huyendo despavorido, convirtiéndome entonces en muchas personas, miles , golpeado por gentes con látigos en grandes carrozas.
Me vi siendo un pueblo escapando por el desierto, siguiendo una nube, siguiendo una llama de fuego. Me vi en un palacio rodeado por doncellas e inmediatamente me vi en una choza rodeado sólo de animales.
Sentí entre mis piernas un camello, luego un burro, después un caballo cabalgando. Manejando una carroza por un sendero, luego un automóvil y al final, en un avión, disparando al enemigo. Vi a lo lejos un hongo inmenso que me cegó y cuando pude ver de nuevo, tenía el vientre inmenso y los brazos flacos y débiles, giré mi cabeza con dificultad y vi que alguien me alimentaba con una cuchara llena de moscas.
La escena cambió y me vi en un yate, tostándome al sol y a mi lado una rubia con lentes oscuros como único vestido me sonreía. Me vi entonces en un púlpito dando un sermón enfrente de miles de personas que me gritaban: ¡sáname! ¡sáname!
Y después estaba gordo, enfundado en un traje detrás de de un escritorio inmenso, viéndole las piernas a mi secret… ahí sentí que alguien me tocaba el brazo y salté. Era Eva, que se reía mientras me hablaba.
-Regresa, regresa, ya llevas mucho tiempo… -me dijo.
Entonces vi el verde de los árboles, el sol y las frutas que entre sus brazos se confundían con sus hermosos pechos.
-Ya van varias veces que la pruebas y siempre pienso que no vas a regresar. ¿Tanto te gusta, Adán?
-Me encanta –le dije, mientras la abrazaba, caminando tranquilos y felices por los verdes senderos del Edén.

Joselo Rangel,
De Sub 2 subgéneros de subliteratura subterránea (revista), 1997.

sábado, 9 de septiembre de 2006

Un hemisferio en una cabellera


Déjame respirar largo rato, largo rato, el olor de tus cabellos, y sumergir mi rostro, como un sediento en el agua del manantial, y agitarlos con mi mano como pañuelo fragante, para sacudir recuerdos en el aire.
¡Si pudieras saber todo lo que veo, todo lo que siento, todo lo que oigo en tus cabellos! Mi alma viaja en el perfume como el alma de los otros en la música.
Tus cabellos contienen un sueño lleno de arboladuras y velámenes; contienen vastos mares, cuyos monzones me llevan hacia encantadores climas, donde el espacio es más azul y profundo, donde la atmósfera está aromada por frutos, por hojas y por la piel humana.
En el océano de tu cabellera entreveo un puesto donde hormiguean cantos melancólicos, hombres vigorosos de todas las naciones y navíos de todas formas que recortan sus arquitecturas finas y complejas en un cielo inmenso donde se pavonea el calor eterno.
En las caricias de tu cabellera reconozco las languideces de largas horas pasadas sobre un diván en el camarote de un bello navío, mecidas por el balanceo imperceptible del puerto, entre floreros y botijos refrescantes.
En el hogar ardiente de tu cabellera respiro el olor del tabaco mezclado con opio y azúcar; en la noche de tu cabellera veo esplender el infinito del azul tropical; sobre las orillas vellosas de tu cabellera me embriago con los olores mezclados del alquitrán, del musgo y del aceite de coco.
Déjame morder largo rato tus trenzas negras y pesadas. Cuando mordisqueo tus cabellos, rebeldes y elásticos, me parece que devoro recuerdos.

Charles Baudelaire,
De Pequeños poemas en prosa (El spleen de París), 1857.

viernes, 8 de septiembre de 2006

aire y luz y tiempo y espacio


ya sabes, la familia, el trabajo,
siempre ha habido algo
en mi camino
pero ahora
he vendido mi casa, he encontrado este
sitio, un estudio grande, tienes que ver qué espacio y
qué luz.
por primera vez en mi vida voy a tener un sitio y tiempo para
crear.

no, hijo, si vas a crear
crearás aunque trabajes
16 horas diarias en una mina de carbón
o
crearás en un cuarto pequeño con 3 niños
mientras no cobras más que
el paro.
crearás como parte de tu mente y de tu
cuerpo
destrozados.
crearás ciego
mutilado
demente,
crearás con un gato subiéndote por la
espalda mientras
la ciudad entera se estremece ante un terremoto, un bombardeo,
una inundación, un incendio.

hijo, aire y luz y tiempo y espacio
no tienen nada que ver con la creación
y no crean nada
más que, quizá, una vida más larga para
encontrar nuevas
excusas para no hacerlo.

Charles Bukowski,
De Peleando a la contra.

jueves, 7 de septiembre de 2006

II. Borrar la historia personal


Jueves, diciembre 22, 1960

Don Juan estaba sentado en el suelo, junto a la puer­ta de su casa, con la espalda contra la pared. Volteó un cajón de madera para leche y me pidió tomar asiento y ponerme cómodo. Le ofrecí unos cigarrillos. Había llevado un paquete. Dijo que no fumaba, pero aceptó el regalo. Hablamos sobre el frío de las no­ches del desierto y otros temas ordinarios de conver­sación.
Le pregunté si no interfería yo con su rutina nor­mal. Me miró como frunciendo el entrecejo y re­puso que no tenía rutinas, y que yo podía estarme con él toda la tarde si así lo deseaba.
Yo había preparado algunas cartas de genealogía y parentesco que deseaba llenar con ayuda suya. Tam­bién había compilado, a través de la literatura etno­gráfica, una larga serie de rasgos culturales pertene­cientes, se decía, a los indígenas de la zona. Quería revisar con él la lista y marcar todos los elementos que le fuesen familiares.
Empecé con las cartas de parentesco.
-¿Cómo llamaba usted a su padre? -pregunté.
-Lo llamaba papá -dijo él con rostro muy serio.
Me sentí algo molesto, pero procedí sobre la supo­sición de que no había comprendido.
Le mostré la carta y expliqué: un espacio era para el padre y otro para la madre. Di como ejemplo las distintas palabras usadas para padre y madre en in­glés y en español.
Pensé que tal vez habría debido empezar por la madre.
-¿Cómo llamaba usted a su madre? -pregunté.
-La llamaba mamá -repuso con tono ingenuo.
-Quiero decir, ¿qué otras palabras usaba usted para llamar a su padre y a su madre? ¿Cómo los lla­maba usted? -dije, tratando de ser paciente y cortés.
Se rascó la cabeza y me miró con una expresión estúpida.
-¡Caray! -dijo-. Me la pusiste difícil. Déjame pensar.
Tras un momento de titubeo, pareció recordar algo, y yo me dispuse a escribir.
-Bueno -dijo, como inmerso en serios pensa­mientos-, ¿de qué otra forma los llamaba? ¡oye, oye, papá! ¡Oye, oye, mamá!
Reí contra mi voluntad. Su expresión era verdade­ramente cómica y en ese momento no supe si era un viejo absurdo que me jugaba bromas, o si en verdad era un simplón. Usando cuanta paciencia había en mi, le expliqué que éstas eran preguntas muy serias, y que para mi trabajo tenía gran importancia llenar los formularios. Traté de hacerle comprender la idea de una genealogía e historia personal.
-¿Cuáles eran los nombres de su padre y su ma­dre? -pregunté.
Él me miró con ojos claros y amables.
-No pierdas tu tiempo con esa mierda -dijo sua­vemente, pero con fuerza insospechada.
No supe qué decir; parecía que alguien más hu­biese pronunciado esas palabras. Un momento antes, don Juan había sido un indio estúpido y destanteado rascándose la cabeza, y de buenas a primeras había cambiado los papeles. Yo era el estúpido, y él me contemplaba con una mirada indescriptible que no era de arrogancia, ni de desafío, ni de odio, ni de desprecio. Sus ojos eran claros y bondadosos y pe­netrantes.
-No tengo ninguna historia personal -dijo tras una larga pausa-. Un día descubrí que la historia personal ya no me era necesaria y la dejé, igual que la bebida.
Yo no acababa de entender el sentido de sus pala­bras. Le recordé que él mismo me había asegurado que estaba bien hacerle preguntas. Reiteró que eso no lo molestaba en absoluto.
-Ya no tengo historia personal -dijo, y me miró con agudeza-. La dejé un día, cuando sentí que ya no era necesaria.
Me le quedé viendo, tratando de detectar los sig­nificados ocultos de sus palabras.
-¿Cómo puede uno dejar su historia personal? -pregunté en tono de discusión.
-Primero hay que tener el deseo de dejarla -di­jo-. Y luego tiene uno que cortársela armoniosa­mente, poco a poco.
-¿Por qué iba uno a tener tal deseo? -exclamé.
Yo tenía un apego terriblemente fuerte a mi his­toria personal. Mis raíces familiares eran hondas. Sentía, con toda honradez, que sin ellas mi vida no tendría continuidad ni propósito.
-Quizá debería usted decirme a qué se refiere con lo de dejar la historia personal -dije.
-A acabar con ella, a eso me refiero -respondió cortante.
Insistí en que sin duda yo no entendía el plan­teamiento.
-Usted, por ejemplo -dije-. Usted es un yaqui. No puede cambiar eso.
-¿Lo soy? -preguntó sonriendo-. ¿Cómo lo sabes?
-¡Cierto! -dije-. No puedo saberlo con certeza, en este punto, pero usted lo sabe y eso es lo que cuenta. Eso es lo que hace que sea historia personal.
Sentí haber remachado un clavo bien puesto.
-El hecho de que yo sepa si soy yaqui o no, no hace que eso sea historia personal -replicó él-. Sólo se vuelve historia personal cuando alguien más lo sabe. Y te aseguro que nadie lo sabrá nunca de cierto.
Yo había anotado torpemente sus palabras. Dejé de escribir y lo miré. No podía hallarle el modo. Repasé mentalmente las impresiones que de él tenía: la for­ma misteriosa e insólita en que me miró durante nuestro primer encuentro, el encanto con que había afirmado recibir corroboraciones de todo cuanto lo rodeaba, su molesto humorismo y su viveza, su ex­presión de auténtica estupidez cuando le pregunté por su padre y su madre, y luego la insospechada fuerza de sus aseveraciones, que me había partido en dos.
-No sabes quién soy, ¿verdad? -dijo como si le­yera mis pensamientos-. jamás sabrás quién soy ni qué soy, porque no tengo historia personal.
Me preguntó si tenía padre. Le dije que sí. Afirmó que mi padre era un ejemplo de lo que él tenía en mente. Me instó a recordar lo que mi padre pensaba de mí.
-Tu padre conoce todo lo tuyo -dijo-. Así pues, te tiene resuelto por completo. Sabe quién eres y qué haces, y no hay poder sobre la tierra que lo haga cambiar de parecer acerca de ti.
Don Juan dijo que todos cuantos me conocían te­nían una idea sobre mí, y que yo alimentaba esa idea con todo cuanto hacía.
-¿No ves? -preguntó con dramatismo-. Debes renovar tu historia personal contando a tus padres, o a tus parientes y tus amigos todo cuanto haces. En cambio, si no tienes historia personal, no se necesi­tan explicaciones; nadie se enoja ni se desilusiona con tus actos. Y sobre todo, nadie te amarra con sus pensamientos.
De pronto, la idea se aclaró en mi mente. Yo casi la había sabido, pero nunca la examiné. El carecer de historia personal era en verdad un concepto atra­yente, al menos en el nivel intelectual; sin embargo, me daba un sentimiento de soledad ominoso y des­agradable. Quise discutir con él mis sentimientos, pero me frené; algo había de tremenda incongruen­cia en la situación inmediata. Me sentí ridículo por intentar meterme en una discusión filosófica con un indio viejo que obviamente no tenía el "refinamien­to" de un estudiante universitario. De algún modo, don Juan me había apartado de mi intención origi­nal de interrogarlo sobre su genealogía.
-No sé cómo terminamos hablando de esto cuando yo nada más quería unos nombres para mis cartas -dije, tratando de reencauzar la conversación hacia el tema que yo deseaba.
-Es muy sencillo -dijo él-. Terminamos ha­blando de ello porque yo dije que hacer preguntas sobre el pasado de uno es un montón de mierda.
Su tono era firme. Sentí que no había forma de moverlo, así que cambié mis tácticas.
-Esta idea de no tener historia personal ¿es algo que hacen los yaquis? -pregunté.
-Es algo que hago yo.
-¿Dónde lo aprendió usted?
-Lo aprendí en el curso de mi vida.
-¿Se lo enseñó su padre?
-No. Digamos que lo aprendí solo, y ahora voy a darte el secreto, para que no te vayas hoy con las manos vacías.
Bajó la voz hasta un susurro dramático. Reí de su histrionismo. Había que admitir su excelencia en ese renglón. Por mi mente cruzó la idea de que me hallaba ante un actor nato.
-Escríbelo -dijo con arrogante condescenden­cia-. ¿Por qué no? Parece que así estás más a gusto.
Lo miré, y mis ojos deben haber delatado mi con­fusión. Él se dio palmadas en los muslos y rió con gran deleite.
-Vale más borrar toda historia personal -dijo despacio, como dando tiempo a mi torpeza de anotar sus palabras- porque eso nos libera de la carga de los pensamientos ajenos.
No pude creer que en verdad estuviera diciendo eso. Tuve un momento de gran confusión. Él, sin duda, leyó en mi rostro mi agitación interna, y la utilizó de inmediato.
-Aquí estás tú, por ejemplo -prosiguió-. En estos momentos no sabes si vas o vienes. Y eso es por­que yo he borrado mi historia personal. Poco a poco, he creado una niebla alrededor de mí y de mi vida. Y ahora, nadie sabe de cierto quién soy ni qué hago.
-Pero usted mismo sabe quién es, ¿no? -inter­calé.
-Por supuesto que... no -exclamó y rodó por el suelo, riendo de mi expresión sorprendida.
Había hecho una pausa lo bastante larga para ha­cerme creer que iba a decir que sí sabía, como yo anticipaba. El subterfugio me resultó muy amena­zante. En verdad me dio miedo.
-Ése es el secretito que voy a darte hoy -dijo en voz baja-. Nadie conoce mi historia personal. Nadie sabe quién soy ni qué hago. Ni siquiera yo.
Achicó los ojos. No miraba en mi dirección sino más allá, por encima de mi hombro derecho. Estaba sentado con las piernas cruzadas, tenía la espalda derecha y sin embargo parecía de lo más relajado. En aquel instante era la imagen misma de la fiereza. Lo imaginé fantasiosamente como un jefe indio, un "guerrero de piel roja" en las románticas sagas fron­terizas de mi niñez. Mi romanticismo me arrastró, y un sentimiento de ambivalencia sumamente insidio­so tejió su red en torno mío. Podía decir sincera­mente que don Juan me simpatizaba mucho, y añadir, en el mismo aliento, que le tenía un miedo mortal.
Sostuvo esa extraña mirada durante un momento largo.
-¿Cómo puedo saber quién soy, cuando soy todo esto? -dijo, barriendo el entorno con un gesto de su cabeza.
Luego posó en mí los ojos y sonrió.
-Poco a poco tienes que crear una niebla en tu alrededor; debes borrar todo cuanto te rodea hasta que nada pueda darse por hecho, hasta que nada sea ya cierto. Tu problema es que eres demasiado cierto. Tus empresas son demasiado ciertas; tus humores son demasiado ciertos. No tomes las cosas por hechas. Debes empezar a borrarte.
-¿Para qué? -pregunté, belicoso.
Se me aclaró que don Juan me estaba dando reglas de conducta. A lo largo de toda mi vida, yo había llegado al punto de ruptura cuando alguien trataba de decirme qué hacer; la sola idea de que me dijeran qué hacer me ponía de inmediato a la defensiva.
-Dijiste que querías aprender los asuntos de las plantas -dijo él calmadamente-. ¿Quieres recibir algo a cambio de nada? ¿Qué te crees que es esto? Quedamos en que tú me harías preguntas y yo te diría lo que sé. Si no te gusta, no tenemos nada más qué decirnos.
Su terrible franqueza me despertó resentimiento, y a regañadientes concedí que él tenía la razón.
-Entonces mírala por este lado -prosiguió-. Si quieres aprender los asuntos de las plantas, como en realidad no hay nada que decir de ellas, debes, entre otras cosas, borrar tu historia personal.
-¿Cómo? -pregunté.
-Empieza por lo fácil, como no revelar lo que verdaderamente haces. Luego debes dejar a todos los que te conozcan bien. Así construirás una niebla en tu alrededor.
-Pero eso es absurdo -protesté-. ¿Por qué no va a conocerme la gente? ¿Qué hay de malo en ello?
-Lo malo es que, una vez que te conocen, te dan por hecho, y desde ese momento no puedes ya romper el lazo de sus pensamientos. A mí en lo personal me gusta la libertad ilimitada de ser desconocido. Nadie me conoce con certeza constante, como te conocen a ti, por ejemplo.
-Pero eso sería mentir.
-No me importan las mentiras ni las verdades -dijo con severidad-. Las mentiras son mentiras solamente cuando tienes historia personal.
Argumenté qué no me gustaba engañar delibera­damente a la gente ni despistarla. Su respuesta fue que de cualquier manera yo despistaba a todo el mundo.
El viejo había tocado una llaga abierta en mi vida. No me detuve a preguntarle qué quería decir con eso ni cómo sabía que yo engañaba a la gente todo el tiempo. Simplemente reaccioné a su afirmación, defendiéndome a través de explicaciones. Dije tener la dolorosa conciencia de que mi familia y mis ami­gos me consideraban indigno de confianza, cuando en realidad jamás había dicho una mentira en toda mi vida.
-Siempre supiste mentir -dijo él-. Lo único que faltaba era que sabías por qué hacerlo. Ahora lo sabes.
Protesté.
-¿No ve usted que estoy harto de que la gente me considere indigno de confianza? -dije.
-Pero sí eres indigno de confianza -repuso con convicción.
-¡Que no, hombre, me llevan los demonios! -ex­clamé.
Mi actitud, en vez de forzarlo a la seriedad, lo hizo reír histéricamente. Sentí un enorme desprecio hacia el anciano por su engreimiento. Desdichada­mente, estaba en lo cierto con respecto a mí.
Tras un rato me calmé y él siguió hablando.
-Cuando uno no tiene historia personal -expli­có-, nada de lo que dice puede tomarse como una mentira. Tu problema es que tienes que explicarle todo a todos, por obligación, y al mismo tiempo quie­res conservar la frescura, la novedad de lo que haces. Bueno, pues como no puedes sentirte estimulado después de explicar todo lo que has hecho, dices men­tiras para seguir en marcha.
-Me hallaba en verdad perplejo por la gama de nuestra conversación. Escribía lo mejor posible todos los detalles del diálogo, concentrándome en lo que don Juan decía en lugar de detenerme a deliberar en mis prejuicios o en el sentido de sus palabras.
-De ahora en adelante -dijo él-, debes simple­mente enseñarle a la gente lo que quieras enseñarle, pero sin decirle nunca con exactitud cómo lo has hecho.
-¡Yo no puedo guardar secretos! -exclamé-. Lo que usted dice es inútil para mí.
- ¡Pues cambia! -dijo en tono cortante y con un brillo feroz en la mirada.
Parecía un extraño animal salvaje. Y sin embargo era tan coherente en sus ideas, y tan verbal. Mi mo­lestia cedió el paso a un estado de confusión irri­tante.
-Verás -prosiguió-: sólo tenemos una alterna­tiva: o tomamos todo por cierto, o no. Si hacemos lo primero, terminamos muertos de aburrimiento con nosotros mismos y con el mundo. Si hacemos lo se­gundo y borramos la historia personal, creamos una niebla a nuestro alrededor, un estado muy emocio­nante y misterioso en el que nadie sabe por dónde va a saltar la liebre, ni siquiera nosotros mismos.
Repuse que borrar la historia personal sólo acre­centaría nuestra sensación de inseguridad.
-Cuando nada es cierto nos mantenemos alertas, de puntillas todo el tiempo -dijo él-. Es más emo­cionante no saber detrás de cuál matorral se esconde la liebre, que portarnos como si conociéramos todo.
No dijo una palabra más durante un rato muy lar­go; acaso una hora transcurrió en completo silencio. Yo no sabía qué preguntar. Finalmente, se puso de pie y me pidió llevarlo al pueblo cercano.
Yo ignoraba el motivo, pero nuestra conversación me había agotado. Tenía ganas de dormir. Él me pi­dió parar en el camino y me dijo que, si deseaba descansar, debía trepar a la cima plana de una loma al lado de la carretera y acostarme bocabajo con la cabeza hacia el este.
Parecía tener un sentimiento de urgencia. Yo no quise discutir, o acaso me encontraba demasiado can­sado hasta para hablar. Subí al cerro e hice lo que él me había indicado.
Dormí sólo dos o tres minutos, pero fueron sufi­cientes para que mi energía se renovara.
Llegamos al centro del pueblo, donde quiso que lo dejase.
-Vuelve -dijo al bajar del coche-. Acuérdate de volver.


Carlos Castaneda,
De Viaje a Ixtlán, 1972.

miércoles, 6 de septiembre de 2006

Estados de ánimo


2

Salgo a la calle. Camino. Viene hacia mí una mujer.
-He perdido un dornajo siciliano –dice.
Alzo los hombros.
-Yo he perdido cuatro noches –digo.
La mujer es ahora la que alza los hombros. Se va. Aprisa. Levanto una piedra del suelo. La arrojo contra la primera ventana que encuentro. Del edificio sale alarmado un hombre.
-He sido yo –digo.
Se acerca.
-No veo la razón –indica.
El hombre huele a cerveza.
-Se lo explico con una copa en la mano –digo.
Nos introducimos a su habitación. Hay otros tres tipos más adentro. Juegan a las cartas. La casa huele a humedad, a pizza, a abandono. El humo de los cigarros es denso. Hay un desorden absoluto. Platos tirados, veintenas de macetas con flores marchitas, polvo visible.
-Es la persona que rompió el vidrio de la ventana –dice el hombre de la cerveza.
Los tres tipos voltean a verme.
-Mucho gusto –dice el de mayor edad.
Los otros continúan jugando. Me dan una cerveza. Me siento en el sofá. Miro de soslayo un par de piernas recostadas en una cama en la habitación conjunta. Los tipos están divertidísimos jugando. Miro el par de piernas. Pregunto dónde está el baño. Me señalan con el dedo un cuarto. Me pongo de pie. Y la veo de cuerpo entero. La mujer está durmiendo desnuda. Se ve bella. La miro largo rato.
Ya no entro al baño. Me dirijo a los hombres.
-¿Cuánto es por el vidrio roto?
Hacen ademanes gentiles que significan que ese asunto ya está olvidado, que no me preocupe, que me sienta en confianza.
-Si eso le hace bien, puede usted romper cuanto vidrio encuentre en la casa –dice el más joven.
Lo reflexiono un momento.
Y con mi cerveza voy rompiendo ventanas, loza, la pantalla de la televisión, una mesita de centro. Los hombres ríen. La mujer, a la que miro de soslayo, sigue durmiendo.
-Gracias –digo, al retirarme.
Los hombres están concentrados en su juego.
-De nada, pues, fue un placer –dice, por fin, el que me invitara a subir.
Ya afuera, atino a romper un cristal más de su ventana.

Víctor Roura,
De La ira de Dios es mayor, 1996.

martes, 5 de septiembre de 2006

18 aforismos 18


Amar: odiar toda cautela.

*

Si no hay nada que nos ayude a vivir
difícilmente encontraremos el menor pretexto
que nos ayude a pegarnos un tiro.

*

O la estupidez arde y duele como dolería un brazo
arrancado de cuajo o nunca podríamos sanar de ella.

*

Quisiéramos estar siempre como nunca.

*

La única diferencia apreciable entre filosofía y literatura
es que la primera finge que sabe,
mientras que la segunda sabe que finge.

*

Nunca sabremos por qué estamos deprimidos
-pues de saberlo más bien nos ganaría la risa.

*

La mayor utilidad de la historia es
la de mantener bien afilada la escala que sirve
para medir nuestra actual putrefacción.

*

Las rutinas son útiles porque nos demuestran
que nada predecible vale la pena.

*

No escribimos ni por asombro ni por deseo
ni por angustia, sino porque todo ello nos resulta
de algún modo insuficiente.

*

El infierno es éticamente superior al cielo: llegamos
a él porque queremos, no porque lo merezcamos.

*

La madurez se define por un incontrolado
aumento de la capacidad de indecisión.

*

Hay suficiente religión en no creer.

*

La memoria: imaginación enjaulada.

*

¿El arte de la conversación? Un sustituto
tardío del despiojamiento colectivo.

*

Si pensar es equivocarse, leer es dos veces equivocarse.

*

Perder el sentido del humor es peor
que perder el sentido en general.

*

La embriaguez –tan sólo una lucidez inexperta.

*

Los aforismos son extraños porque constituyen, en bloque,
el argumento más contundente que pueda esgrimirse
contra la necesidad de argumentar.


Sergio Espinosa Proa,
De Decápites, 1995.

lunes, 4 de septiembre de 2006

Sobre el teatro terapéutico


Si alguien deseaba expresar los residuos psíquicos, serpientes de sombra, que lo roían por dentro, le comunicaba la siguiente teoría: “El teatro es una fuerza mágica, una experiencia personal e intransmisible. Pertenece a todo el mundo. Basta con que te decidas a actuar en otra forma que la cotidiana para que esa fuerza transforme tu vida. Ya es hora de que rompas con los reflejos condicionados, los círculos hipnóticos, las autoconcepciones erróneas. La literatura le concede un gran lugar al tema del “doble”, alguien idéntico a ti que poco a poco te expulsa de tu propia vida, se apropia de tu territorio, de tus amistades, de tu familia, de tu trabajo, hasta transformarte en un paria e incluso tratar de asesinarte… Te debo decir que en realidad eres el “doble” y no el original. La identidad que crees la tuya, tu ego, no es más que una copia pálida, una aproximación de tu ser esencial. Te identificas con ese doble tan irrisorio como ilusorio y de pronto aparece el auténtico. El amo del lugar vuelve a tomar el sitio que le corresponde. En ese momento tu Yo limitado se siente perseguido, en peligro de muerte, lo que es cierto. Porque el ser auténtico terminará por disolver al doble. Nada te pertenece. Tu única posibilidad de ser es que aparezca el otro, tu naturaleza profunda, y te elimine. Se trata de un sacrificio sagrado en el cual deberás entregarte por entero al amo, sin angustia… Puesto que vives preso en tus ideas locas, sentimientos confusos, deseos artificiales, necesidades inútiles, ¿por qué no adoptas puntos de vista totalmente distintos? Por ejemplo, mañana serás un inmortal. Como un inmortal te levantarás y te cepillarás los dientes, como inmortal te vestirás y pensarás, como un inmortal recorrerás la ciudad… Durante una semana, veinticuatro horas al día, y para ningún cómplice espectador salvo tú mismo, serás el hombre que nunca morirá, actuando cual otra persona con tus amigos y conocidos, sin darles ninguna explicación. Lograrás ser un autor-actor-espectador, presentándote no en un teatro sino en la vida”.

Aunque dedicara la mayor parte de mi tiempo al cine, creando filmes como Fando y Lis, El Topo, La montaña sagrada o Santa sangre, actividad que me otorgó experiencias que necesitarían un libro entero para narrarlas, seguí desarrollando el arte del teatro-consejo. Establecía una serie de actos para realizar en un tiempo dado: cinco horas, doce horas, veinticuatro… Un programa elaborado en función del problema que acarreaba el consultante, destinado a romper el personaje con el que se había identificado para ayudarlo a restablecer los lazos con su naturaleza profunda. “Aquel que se deprime o alucina o fracasa, no eres tú.” A un ateo le hice adoptar durante una semana la personalidad de un santo. A una mujer, que sufría por odiar a sus hijos, le asigné el deber por contrato escrito y firmado con una gota de su sangre, de imitar durante cien años el amor materno. A un juez, preocupado del poder que tenía de castigar en nombre de una ley y una moral que le ofrecían dudas, le di la tarea de disfrazarse de vagabundo para ir a mendigar frente a la terraza de un restaurante, y de sus bolsillos debía extraer puñados de ojos de muñeca. A un hombre enfermizamente celoso, de dudosa virilidad, le hice llegar a una reunión familiar vestido de señora.

De este modo creaba sobre el personaje una persona destinada a visitar la vida cotidiana y mejorarla. En esa etapa mi búsqueda teatral fue adquiriendo una dimensión terapéutica. De autor y director, me transformé en consejero, dando instrucciones a las personas para que se liberaran del personaje y se comportaran como seres auténticos en la comedia de la existencia. La vía que les ofrecía era la de la imitación. El joven inexperto, que creyendo imitar a un santo civil se había aprovechado sexualmente de una pobre muchacha, ya estaba superado. Ahora el proceso se fundaba en un deseo real de cambiar. Si un buen católico practicaba la imitación de Cristo, ¿por qué un ateo harto de su incredulidad no comenzaría a imitar a un sacerdote? ¿Acaso un débil, sintiéndose impotente, con los testículos pintados de rojo, no podía imitar la fuerza viril? ¿Acaso una mujer, a quien la familia educó como un hombrecillo, para vencer su esterilidad no podía meterse una almohadilla bajo el vestido imitando que estaba encinta? Yo mismo, imitando aquello que más me faltaba, la fe, me di cuanta de lo lejos que estaba de creer en Dios, en el ser humano, en lo que fuera. Dudé del arte. ¿Para qué sirve? Si es para entretener a gente que teme despertarse, no me interesa. Si es un medio de triunfar económicamente, no me interesa. Si es una actividad adoptada por mi ego para ensalzarse, no me interesa. Si debo ser el bufón de aquellos que tienen el poder, que envenenan al planeta y que hambrean a millones, no me interesa. ¿Cuál es entonces la finalidad del arte? Después de una crisis tan profunda que me hizo pensar en el suicidio, llegué a la conclusión de que la finalidad del arte era sanar. “Si el arte no sana, no es arte”, me dije y decidí unir en mis actividades el arte y la terapia. No quiero que se me entienda mal. La terapia que yo conocía era realizada por espíritus científicos, que se enfrentaban al caótico inconsciente y trataban de darle un orden; extraían de los sueños un mensaje racional… Yo no llegaba de la ciencia a la terapia, sino del arte. Mi meta, por el contrario, era enseñarle a la razón a hablar el lenguaje de los sueños. No me interesaba el arte que se hacía terapia sino la terapia convertida en arte.

Alejandro Jodorowsky,
De La danza de la realidad, 2001.

domingo, 3 de septiembre de 2006

Usted pregunta si sus versos son buenos...


Usted pregunta si sus versos son buenos. Usted me lo pregunta. Ya lo ha preguntado a otros. Usted los envía a revistas. Usted los compara con otros poemas y usted se alarma cuando algunas redacciones descartan sus ensayos poéticos. En lo sucesivo (ya que me permite aconsejarlo) le suplico renuncie a todo eso. Su mirada está dirigida hacia afuera; sobre todo, es lo que debe evitar en lo sucesivo.
Nadie le puede dar consejo o ayuda. No hay más que un solo camino. Entre en usted mismo, busque la necesidad que lo obliga a escribir: examine si sus raíces penetran hasta lo más profundo de su corazón. Confiésese a usted mismo: ¿moriría si le estuviese vedado escribir? Sobre todo esto: pregúnteselo en la hora más silenciosa de la noche: “¿verdaderamente me siento apremiado para escribir?”. Hurgue en sí mismo hacia la más profunda respuesta. Si es afirmativa, si puede enfrentar una pregunta tan grave con un fuerte y simple: “Debo”, entonces construya su vida de acuerdo con esta necesidad.
Su vida, hasta en sus momentos más indiferentes, los más vacíos, debe convertirse en signo y testimonio de tal impulso. Entonces acérquese a la naturaleza. Intente decir, como si usted fuera el primer hombre, aquello que usted ve, vive, ama, pierde. No escriba poemas de amor. Evite de inmediato los temas más comunes: son los más difíciles. Ahí donde las tradiciones se han manifestado seguras, numerosas, a veces brillantes, es donde el poeta debe aguardar la madurez de su fuerza. Huya de los grandes temas, escoja los que la cotidianeidad ofrece. Diga sus tristezas y deseos, los pensamientos que lleguen a su cabeza, su fe en una belleza. Diga todo esto con una sinceridad íntima, tranquila y humilde. Use para expresarse las cosas que lo rodeen; las imágenes de sus sueños, los objetos de sus recuerdos. Si su cotidianeidad le parece pobre, no la culpe. Cúlpese a sí mismo de no ser lo suficiente poeta para encontrar sus riquezas. Para el creador nada es pobre, no hay lugares pobres ni indiferentes. Aún si estuviera en una prisión donde los muros acallaran todos los ruidos del mundo, ¿no podría recurrir a su infancia, esa preciosa, esa imperial riqueza, ese tesoro de recuerdos? Envíe allá su espíritu. Intente sacar a flote las impresiones sumergidas en ese vasto pasado. Se fortalecerá su personalidad, su soledad se poblará y se convertirá en una morada en las horas inciertas del día, cerrada a los ruidos del mundo. Y si de ese regreso a usted mismo, de esa inmersión en su propio mundo, vienen a usted los versos, entonces usted no soñará con preguntar si son buenos esos versos. No tratará de interesar a las revistas en esos trabajos, porque usted disfrutará como de una posesión natural, que le será querida como uno de sus modos de vida y expresión.
Una obra de arte es buena cuando nace de la necesidad. Es la naturaleza de su origen quien la juzga. Así, estimado señor, no tengo para usted otro consejo que éste: intérnese en usted, sondee las profundidades donde su vida tiene su origen. Es ahí donde encontrará la respuesta a la pregunta: ¿debe usted crear? De esta respuesta recoja el sonido sin forzar el significado. Puede ser que el Arte os llame. Entonces, escoja tal destino, llévelo con su peso y grandeza sin exigir jamás recompensa alguna del exterior. Porque el creador debe ser todo un universo para sí mismo, hallar todo en sí y en el fragmento de la Naturaleza a la que él está unido.
Podría ser que después de este descenso hacia sí mismo, en su soledad individual, debiese renunciar a convertirse en poeta (bastaría, considero, sentir que se puede vivir sin escribir para que haya que prohibirse la escritura). De cualquier modo, esta inmersión que pido a usted, no habrá sido vana. Su vida le deberá a ella sus caminos. Que esos caminos le sean buenos, felices y extensos, se lo deseo más de lo que sabría expresar.

Rainer Maria Rilke,
De Cartas a un joven poeta, 1929.

Usted afirma que sus prójimos le son lejanos...

Usted afirma que sus prójimos le son lejanos, que se hace un espacio alrededor de usted. Si todo aquello que está próximo le parece lejano, es que este espacio toca las estrellas, que todavía es muy amplio. Alégrese de su camino hacia delante; nadie puede seguirle. Sea bueno con los que van quedando atrás, seguro de usted y tranquilo ante ellos. No los atormente con sus dudas. No los intimide con su fe, con su entusiasmo: ellos no podrían comprenderle. Trate de comunicarse con ellos en la sencillez y en la fidelidad; esta comunión no debe sufrir necesariamente las mismas transformaciones que usted. Ame en ellos la vida bajo una forma extraña. Tenga indulgencia con aquellos a quienes la edad hace temer esa soledad a la que usted se abandona. Evite alimentar el drama, siempre a punto, entre padres e hijos; gasta demasiado la fuerza de los hijos y agota ese amor de los viejos que no tiene necesidad de comprender para actuar y recuperar su calor. No les pida consejo. Renuncie a ser comprendido por ellos. Crea solamente en un amor, que le es guardado como una rica herencia. Esté seguro de que hay en ese amor una fuerza, una bendición, que puede acompañarle tan lejos como usted vaya.

Rainer Maria Rilke,
De Cartas a un joven poeta, 1929.

sábado, 2 de septiembre de 2006

Madrigal triste

¿Qué me importa que seas buena?
Sé hermosa y sé triste; el llanto
añade belleza al rostro
como el río a los paisajes.
La flor se lava en las tormentas.

Te amo más si alegría
huye de tu frente agobiada;
si el horror tu pecho anega;
si oscurece tu presente
la horrible nube del pasado.

Cuando vierten tus pupilas
agua ardiente como sangre;
cuando aunque mi mano te mezca,
tu angustia, agobiante, punza
cual estertor de un moribundo.

Aspiro, divino deleite,
himno delicioso, profundo,
los sollozos de tu pecho,
y creo que te iluminan
las perlas que vierten tus ojos.

Charles Baudelaire,
De Las flores del mal.

Una mujer en la tierra

Tiene color y aroma el recuerdo. Es azul, como los cielos de mayo al mediodía, y huele a cosas de la vida: huele a casa, a besos, a vestidos, a todo lo vulgar y todo lo extraordinario. De pronto, en ciertas zonas del aire –de un aire que nunca se ha movido en el corazón y queda ahí por los siglos- se mete por los sentidos y reconstruye todo: cuando se podía ver el rostro amado, cuando se podían tocar sus manos. Es una llama apagada, apagada como si se hubieran cerrado los ojos, como si alguien hubiese tapiado con cemento y con desesperanza todas las salidas. Es el pasado: lo que ha pasado, lo que nunca podrá ocurrir de nuevo. Por más esfuerzos, por más voluntad, eso ha dejado de ser. Se puede escarbar la tierra con uñas y dientes buscando el peor de los abismos; se pueden abrir surcos en nuestra carne viva buscando la sangre que fue, y es tan incompleto todo, está tan vacío, sólo con uno dentro y nadie más, que el recuerdo mismo pierde su seguridad y se duda de toda la existencia.
Estas manos, esta piel, esta voz, ¿serán las mismas que han convivido con el amor, con aquel amor que embriagó por tanto tiempo su vida? Ella no podía responder nada.

(…) Tiene color y aroma la existencia feliz, el amor. Un color de cielo en primavera; un aroma a cosas diarias, hermosamente triviales y lejanas. Cuando hablaban, sus palabras eran lentas, cálidas, y después se cansaban tanto y tan bien, que quedaban uno en otro, sin voluntad, anegados de bien, de inexistencia. (...) El hombre era un árbol con sus altas ramas en el aire y sus hondas raíces en la profundidad de la tierra. Los mismos ángeles no eran otra cosa que hombres con alas. Hombres que volaban y no podían quedar eternamente en el cielo. Caían. Y en lugar de alas tenían dos brazos dolorosos, dos brazos duros, para amar y hundirse en la tierra.

José Revueltas,
De Dios en la tierra, 1944.