domingo, 24 de septiembre de 2006

El almuerzo desnudo


Nota sobre el hábito, continuación: Al coger la aguja la mano izquierda busca automáticamente el cordón para hacer el lazo. Lo tomo como una señal de que puedo pinchar la única vena utilizable en el brazo izquierdo. (Los movimientos de atar son tales que normalmente te atas el brazo con el que alcanzas el cordón.) La aguja penetra fácilmente al borde de una callosidad. Palpo alrededor. De pronto, un delgado chorro de sangre entra en la jeringa, firme y preciso como un cordón rojo durante unos segundos.

El cuerpo sabe en qué venas te puedes pinchar y transmite su sabiduría con los movimientos espontáneos que hace al prepararse para recibir el pinchazo… Hay veces que la aguja señala como una varita de zahorí. Otras veces hay que esperar el mensaje. Pero cuando llega, siempre pincho en sangre.

Una orquídea roja floreció en la base del cuentagotas. Dudó un segundo cumplido, luego apretó la goma y observó el líquido que se precipitaba hacia la vena como aspirado por la silenciosa sangre sedienta. En el cuentagotas quedó una fina capa de sangre iridiscente, y el collar de papel blanco empapado en sangre, como un vendaje. Llenó el cuentagotas de agua. Al vaciarlo otra vez, el chute le pegó en el estómago, un golpe blando, dulce.

Me miro los pantalones, asquerosos, no me los he cambiado desde hace meses… Los días se deslizaban, amarrados a una jeringuilla con un largo hilo de sangre… Estoy olvidando el sexo y todos los placeres corporales precisos, soy un fantasma drogado, gris. Los chicos hispanos me llaman El hombre Invisible*… el hombre invisible.

William S. Burroughs,
De El almuerzo desnudo, 1959.


*en español, el original.

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