miércoles, 21 de septiembre de 2011

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Me impide hablar el peso de la lengua.
Sin mi consentimiento lima los colmillos,
dándole a la saliva la misión precisa
de existir como trampa transparente.
Y la lengua, ya pez embravecido
por todos los azules del silencio,
busca la insurrección de las papilas
o la trama bullente de sus venas,
para poder narrar su cautiverio
con pequeñas punzadas en el aire
de un paladar nacido para nada
que no sea el gusto de cubrir el hueso.
¿Nombran a Dios al bostezar los peces?
¿Abren la boca con la sed debida?


Francisco Hernández


Imán para fantasmas
Biblioteca Era y el Consejo Nacional para la Cultura y las Artes
2004, México DF

viernes, 9 de septiembre de 2011

Fauna de los Estados Unidos




La jocosa mitología de los campamentos de hacheros de Wisconsin y de Minnesota incluye singulares criaturas, en las que, seguramente, nadie ha creído.

El Hidebehind siempre está detrás de algo. Por más vueltas que diera un hombre, siempre lo tenía detrás y por eso nadie lo ha visto, aunque ha matado y devorado a varios leñadores.

El Roperite, animal del tamaño de un petiso, tiene un pico semejante a una cuerda, que le sirve para enlazar a los conejos más rápidos.

El Teakettler debe su nombre al ruido que hace, semejante al del agua hirviendo de la caldera del té; echa humo por la boca, camina para atrás y ha sido visto muy pocas veces.

El Axehandle Hound tiene la cabeza en forma de hacha, el cuerpo en forma de mango de hacha, patas retaconas, y se alimenta exclusivamente de mangos de hacha.

Entre los peces de esta región están los Upland Trouts que anidan en los árboles, vuelan muy bien y tienen miedo al agua.

Existe además el Goofang, que nada para atrás para que no se le meta el agua en los ojos y es del tamaño exacto del pez rueda, pero mucho más grande.

No olvidemos el Goofus Bird, pájaro que construye el nido al revés y vuela para atrás, porque no le importa adónde va, sino dónde estuvo.

El Gillygaloo anidaba en las escarpadas laderas de la famosa Pyramid Forty. Ponía huevos cuadrados para que no rodaran y se perdieran. Los leñadores cocían estos huevos y los usaban como dados.

El Pinnacle Grouse sólo tenía un ala que le permitía volar en una sola dirección, dando infinitamente la vuelta a un cerro cónico. El color del plumaje variaba según las estaciones y según la condición del observador.


Jorge Luis Borges
Manual de Zoología Fantástica
Breviarios del Fondo de Cultura Económica
México, 2010

sábado, 3 de septiembre de 2011

El sino del escorpión


Ninguna fatalidad pesa sobre los escorpiones aparte de la fatalidad de que todo mundo los considere como tales, de modo que se ven en la necesidad de vivir bajo las piedras húmedas y entre las hendiduras de los edificios, en los rincones sin luz, una vida enormemente secreta y nostálgica después de haber devorado dulce y lentamente a su madre. Ahí están los escorpiones, sin saber nada de sí mismos, mientras otros animales cuando menos tienen una vaga referencia de su propio ser; pero los escorpiones no. En su tremendo mundo de sombras únicamente les está permitido mirar a sus semejantes, a nadie más. Y aun la enternecedora circunstancia de haber devorado a su madre les impide obtener la información que hubiese podido proporcionarles, respecto al mundo, alguien de mayor experiencia que ellos.


Al escorpión sus semejantes lo trastornan y lo hacen sufrir de un modo indecible porque, sobre todo, no sabe si sus semejantes son diferentes a él o en absoluto, no se le asemejan en nada, como suele ocurrir. Trata entonces de verse de algún modo y comprende que ninguna mejor forma de verse que la de ser nombrado. Pues él ignora cómo se llama y también que no puede ser visto por nadie.


Anhela al mundo. Trata de conocer a los otros seres de la naturaleza, en particular –ignorándolo– a los que menos lo quieren y menos lo comprenden. Se imagina que sería bello estar a su lado, servirles, adornarles la piel con su hermoso cuerpo de oro. Pero es imposible.


Así, sufre un sobresalto espantoso cuando, sobre la pared blanca –esa superficie lunar y ambicionada que tan enfermizamente le fascina–, se abate sobre él la persecución injusta y sin sentido, ya que no trataba de hacer mal a nadie. Su estupor no tiene límites: más bien muere de estupor antes de que lo aplasten, porque en cierta forma aquello le parece de una alevosía indigna de aquel ser a quien tanto deseaba observar, contemplar y tal vez amar, ¿por qué no?, si ese ser, que lo hace con otros, se dignara darle un nombre a él, al pobre ecorpión.


Nadie ha podido explicarle –por supuesto– que esa secreción suya es veneno. ¿Quién podría decírselo? Ningún animal, ningún otro ser viviente podría decírselo, ya que, al sólo verlo, sin averiguar sus intenciones, lo matan enseguida y aun él mismo muere, si nadie lo mata, después de hundir sus amorosas tenazas en aquel cuerpo. (El piensa que aquello es un simple acto amoroso, unas nupcias en que se comunica con el mundo y se entrega desinteresadamente, sin que cuente siquiera con la parte de suicidio inesperado que tal acto contiene). De aquí que entre los escorpiones no pueda existir la tradición; ninguno puede decir a sus descendientes: no hagas esto o aquello, no salgas bajo la luz, no aparezcas en las paredes blancas, no te deslices, no trates de acariciar a nadie, pues ninguno de ellos ha vivido para contarlo. Sufren de tal suerte la más increíble soledad, sin saber cuando menos que son bellos. Aparecen, cuando lo hacen, tan sólo por curiosidad de sí mismos: es el único ser de la naturaleza al que le está prohibido ser Narciso y sin embargo se empeña en verse, porque nadie se ve si no lo han visto, ni cuando, si lo ven, muere.


Como no pueden otra cosa y se pasan la vida escuchando lo que ocurre en el mundo exterior, los escorpiones se dan entre sí los más diversos nombres: amor mío, maldito seas, te quiero con toda el alma, por qué llegaste tan tarde, estoy muy sola, cuándo terminará esta vida, déjame, no sabría decirte si te quiero. Palabras que oyen desde el fondo de los ladrillos, desde la podredumbre seca y violenta, entre las vigas de algún hotelucho, o desde los fríos tubos de hierro de un excusado oloroso a creolina. Porque ellos, repetimos, no saben que se llaman escorpiones o alacranes. No lo saben. Y así, sin saberlo, se sienten requeridos por alguien en las tinieblas, entre besos húmedos o pobres centavos que suenan sobre una mesa desnuda, y salen entonces para ser muertos y para que se hable de ellos en los lavaderos donde las mujeres reprenden a los niños, y los niños de pecho devoran a sus madres apenas sin sentirlo. Aquello resulta un espantoso fraude –piensan los escorpiones–. ¿Para qué nos dijeron aquellas palabras que nosotros creíamos nuestro nombre? ¿Para qué llamarnos malditos, ni eso de ya no trajiste el gasto otra vez, ni aquello de andas con otro, ni lo absurdamente final de te quiero como anadie en el mundo, si todo era para matarnos, si todo era para no dejarnos se testigos de lo que amamos con toda el alma y que a lo mejor es el hombre?


José Revueltas
Material de los Sueños

EDICIONES ERA

2007