martes, 29 de enero de 2013

Explicación del médico

 

Yo habría querido incubar una verdadera pasión. Digamos, por el ajedrez o la baraja; o, más solitariamente, por ilustrar a los grandes maestros griegos con la sabiduría de los refranes populares. Una gran pasión inútil, como las de verdad. En cambio me aficioné por la medicina.

 

Esto sucedió hace mucho tiempo y de manera casi imperceptible. Entonces vislumbraba yo apenas que la mediocridad de una profesión cualquiera podía suplir, con la lentísima, espesa lava de su seguridad, cualquier vicio, y especialmente los del entusiasmo. Abandoné, pues, la pasión y me dediqué a cultivar el oficio. Nunca fui perezoso en materia de clasificaciones y análisis, y mucho menos en la difícil higiene, así que aprendí con facilidad el arte meticuloso de la vacunación, el cual ejercí durante una época con cierta agilidad y algún desapego. Ahora, sin embargo, apenas puedo disimular el impulso que me mueve a hacer la señal de la cruz cada vez que presencio -ay, con terror- una vacuna.

 

Cualquiera que sea el motivo que me lleva a reaccionar de esta manera tan extraña, es seguro que tiene, en el fondo, una razón ultra moderna: la sustitución, en la preparación de las vacunas, de los viejos nobles basilos por los virus modernísimos. Me explicaré.

 

Como cualquier actividad de la que se puede sacar provecho convirtiéndola en oficio, la vacunación tiene algunas reglas simples y esenciales que se siguen del siguiente modo: el médico debe comprobar la esterilidad y el funcionamiento de sus pocos utensilios y disponerlos todos de una sola vez, de manera que los tenga a mano en todo momento y pueda recurrir a ellos sin tardanza en caso de urgencia. Luego procede así: limpia con un algodón empapado en alcohol la zona de la incisión y pellizca un poco la piel allí donde habrá de incidir la aguja. Entonces todo está listo para la inoculación del bacilo, o del virus.

 

Esto en lo que se refiere a la vacunación propiamente dicha, porque la obtención de la vacuna, modernamente, es algo muchísimo más complicado. Primero hay que “cazar” al virus y mantenerlo en su estado o medio natural mientras no se le inocule. Es preciso acondicionar una parte del laboratorio como zoológico donde se pueda alimentar a tal espécimen y donde quede asegurada su conservación y aun su reproducción (ya que ésta debe ser contemplada como una más de sus condiciones naturales). Pues bien, estos es lo más complicado de todo, y lo que más desacuerdos y polémicas suscita, ya que lso médicos no han logrado ponerse de acuerdo sobre qué cosa sea ese “estado natural” del virus ni sobre cuál sea su verdadera condición; es decir: no han logrado coincidir respecto del lugar que este extraño personaje ocupa en la escala evolutiva.

 

Una cosa es segura: un virus puede “producir” otro virus, aunque no sabemos si a este fenómeno se le puede llamar con propiedad “reproducción”. Parece claro, sin embargo, que las funciones del virus son harto elementales y hasta parece probable que se reduzcan a una sola: morder a una célula y levantar de sus ruinas un nuevo virus.

 

El resto de la biología de este ser (si es cierto que es un ser y que tiene, por lo tanto, una biología) raya con las especulaciones metafísicas. No sabemos qué cosas le son imprescindibles para vivir; ni siquiera si existe alguna que le sea verdaderamente necesaria. Tampoco sabemos cómo se ha producido ni si será posible verlo desaparecer algún día.

 

Todo esto, como llevo dicho, es un misterio. A tal grado que los médicos y los biólogos no sabemos ya a qué atenernos. Algunos investigadores lo colocan en la cima de la escala evolutiva; otros, en el primer escalón. Pero que entre estas dos opiniones media la escala evolutiva entera no es tan grave como el hecho de que ambas clasificaciones esgriman exactamente el mismo argumento para razonar cosas tan dispares. De esta manera, el virus es la coronación o la ruina de la evolución exactamente por la misma causa. Como el amor de Dios, el virus es gratuito por el mismo motivo que lo hace necesario.

 

En resumidas cuentas, no sabemos si sus necesidades y sus funciones se han ido reduciendo progresivamente hasta lograr ese prodigio de economía o si, de plano, no tiene ni unas ni otras y ni siquiera ha dado el primer paso en el largo camino evolutivo. Todo este misterio puede resumirse en la siguiente afirmación, tan clara como tremenda: no sabemos si los virus están vivos o muertos. Y aunque podemos afirmar con seguirdad que su mordedura produce un nuevo ser a su imagen y semejanza, el método experimental no nos permite descifrar los misterios inicial y final de este monstruo microscópico.

 

Si bien es cierto que toda esta ignorancia científica me desarma y me vuelve incapaz de inocular en el interior de una persona una incógnita de tanta fuerza, ello no basta para justificar mi terror ni el temblor de automático que lleva a mis dedos a cruzarse en santa señal como si estuvieran delante del Mal mismo. La razón que doy a mi terror es ésta: en un ser tan estrechamente reducido a una sola y única cualidad (no estar vivo ni muerto) y a una sola y única actividad (morder y producir otro ser idéntico a él), cualquier semejanza resuelve, necesariamente, en una identidad. Así, si somos capaces de encontrar otro ser elemental con estas cualidades, podremos estar seguros de que tal nuevo ser no es sino el mismo idéntico virus. Y todos sabemos que ese ser elemental es el vampiro.



Tomado del libro
CONFERENCIA DE VAMPIROS, Las sombras dan su fe.
Francisco Segovia, ilustrado por Othón Téllez
Ediciones Casa Juan Pablos y Ediciones Sin Nombre
México DF, Febrero 2000