miércoles, 25 de octubre de 2006

Azul casi transparente


Una neblina de olor dulzón flotaba ante mis ojos, me sentía la cabeza pesada y entumecida. Al mover lentamente los brazos y las piernas, sentí como si hubieran lubrificado mis articulaciones y un aceite resbaladizo fluyera por todo mi cuerpo. Mientras iba respirando me olvidaba de quién era. Pensé que muchas cosas fluían gradualmente de mi cuerpo, me convertí en una marioneta. La habitación estaba llena de aire dulzón, el humo me arañaba la garganta. La sensación de ser una marioneta era cada vez más fuerte. Todo lo que tenía que hacer era moverme como ellos querían, era la esclava más feliz del mundo. Bob murmuró: “Sexy”; Jackson dijo: “Cállate”. Oscar apagó todas la luces y me enfocó con una lámpara naranja. En ese momento noté como mi cara se torcía y sentí pánico. Abrí al máximo los ojos, mi cuerpo se estremecía. Grité, musité canciones, chupé mermelada de mi dedo, bebí vino, me peiné el pelo para arriba, sonreí, hice girar mis ojos, lancé maleficios.

Recité a gritos algunos versos de Jim Morrison que me vinieron a la memoria: “Cuando acabe la música, cuando acabe la música, apaga todas las luces, mis hermanos viven en el fondo del mar, mi hermana fue asesinada, la sacaron a tierra como un pez, destripada, mi hermana fue asesinada, cuando acabe la música, apaga todas las luces, apaga todas las luces.”

Como los espléndidos jóvenes de las novelas de Genet, formé saliva en mi boca hasta que fuera una bola de blanca espuma; después la hice rodar como un caramelo sobre mi lengua. Me froté las piernas y me arañé el pecho, mis caderas y los dedos de mis pies estaban pegajosos. La carne de gallina cubrió mi cuerpo como en una súbita corriente y toda mi fuerza se desvaneció.

Ryu Murakami,
Azul casi transparente (novela, fragmento), 1976.



***
Esto combina con:

lunes, 23 de octubre de 2006

Mi primera experiencia con el "humito"


Martes, 31 de diciembre, 1963

El jueves 26 de diciembre tuve mi primera experiencia con el aliado de don Juan, el humito. Durante todo el día llevé a don Juan en coche de un lado a otro e hice encargos suyos. Regresamos a su casa al atardecer. Observé que no habíamos comido nada en todo el día. Eso no le preocu­paba en absoluto; en cambio, empezó a decir que me era imperativo entrar en confianza con el humito. Dijo que debía experimentarlo yo mismo para ver cuán importante era como aliado.

Sin darme oportunidad de responder nada, don Juan anunció, que en ese preciso momento iba a encenderme su pipa. Intenté disuadirlo, argumentando que no me consideraba listo. Le dije que no sentía haber manejado la pipa el tiempo suficiente. Pero él dijo que no me quedaba mucho tiempo para aprender, y que yo debía usar la pipa muy pronto. La sacó de su funda y la acarició. Sentado en el piso, junto a él, yo trataba frenéticamente de ponerme mal y desmayarme: de hacer cualquier cosa por aplazar este paso inevitable.

La habitación estaba casi oscura. Don Juan había encen­dido, y puesto en un rincón, la lámpara de kerosén. Por lo general, ésta mantenía el cuarto en una semioscuridad relajante, su luz amarillenta siempre apacible. Pero esta vez la luz parecía inusitadamente roja; sacaba de quicio. Don Juan desató su pequeña bolsa de mezcla sin quitarla del cordón amarrado en torno a su cuello. Acercó la pipa a sí, la puso dentro de su camisa y virtió parte de la mezcla en el cuenco. Me hizo observar el procedimiento, señalando que si la mezcla se derramaba caería dentro de su camisa.

Don Juan llenó tres cuartas partes del cuenco; luego ató la bolsa con una mano sosteniendo la pipa en la otra. Recogió un pequeño plato de barro, me lo entregó y me pidió ir afuera a traer brasitas del fuego. Fui atrás de la casa y saqué un montón de carbones de la estufa de adobe. Regresé apresurado al cuarto de don Juan. Sentía una angus­tia profunda. Era como una premonición.

Me senté junto a don Juan y le di el plato. Lo miró y dijo calmadamente que las brasas eran demasiado grandes. Las quería más chicas, que encajaran en el cuenco de la pipa. Volví a la estufa y traje algunas. Tomó el nuevo plato de brasas y lo puso frente a sí. Estaba sentado con las piernas cruzadas y metidas bajo el cuerpo. Me miró con el rabillo del ojo y se inclinó hasta casi tocar los carbones con la barbilla. Sostuvo la pipa en la mano izquierda, y con un movimiento extremadamente veloz de la derecha recogió una brasa ardiente y la puso en el cuenco de la pipa; luego irguió la espalda y, tomando la pipa con ambas manos, se la puso en la boca y dio tres fumadas. Extendió los brazos hacia mí y me dijo, en susurro enérgico, que tomase la pipa en las dos manos y fumara.

La idea de rechazar la pipa y salir corriendo cruzó por un segundo mi mente, pero don Juan exigió de nuevo ‑todavía susurrando‑ que tomara la pipa y fumase. Lo miré. Sus ojos estaban fijos en mi. Pero su mirada era amistosa, preocupada. Resultaba claro que yo había hecho la elección largo tiempo atrás; no había más alternativa que hacer lo que él decía.

Tomé la pipa y casi la dejé caer. ¡Estaba caliente! Me la llevé a la boca con gran cuidado porque imaginé que su calor sería insoportable. Pero no sentí calor alguno.

Don Juan me indicó inhalar. El humo fluyó entrando en mi boca y pareció circular allí. Sentí como si tuviera la boca llena de masa. El símil se me ocurrió aunque nunca había tenido la boca llena de masa. El humo era también como mentol, y el interior de mi boca se enfrió de repente. La sensación fue refrescante.

‑¡Otra vez! ¡Otra vez! ‑oí susurrar a don Juan. Yo sentía que el humo se filtraba libremente dentro de mi cuerpo, casi sin mi control. No necesité más apremio de don Juan. Mecánicamente seguí inhalando.

De pronto, don Juan se inclinó y me quitó la pipa de las manos. Con golpes suaves vació la ceniza en el plato de las brasas, luego se mojó el dedo con saliva y le dio vueltas dentro del cuenco para limpiar las paredes de éste. Sopló repetidas veces a través del tallo. Lo vi devolver la pipa a su funda. Sus acciones retenían mi interés.

Cuando hubo limpiado y guardado la pipa, me miró, y por vez primera advertí que todo mi cuerpo se hallaba insensible, mentolado. Me pesaba el rostro y me dolían las quijadas. No podía tener cerrada la boca, pero no había flujo de saliva. Mi boca ardía de tan seca, y sin embargo yo no tenía sed. Empecé a percibir un calor insólito enci­ma de toda mi cabeza. ¡Un calor frío! Cada vez que exhalaba, el aliento parecía cortarme los orificios nasales y el labio superior. Pero no quemaba; dolía como un trozo de hielo.

Don Juan estaba sentado junto a mí, a mi derecha, y sin moverse sostenía contra el suelo la funda de la pipa, como impidiéndole elevarse. Mis manos pesaban. Los brazos se me vencían, tirando de los hombros hacia abajo. Mi nariz cho­rreaba. La limpié con el dorso de la mano ¡y se borró mi labio superior! Enjuagué mi cara y toda la carne desapa­reció. ¡Estaba derritiéndome! Sentí que mi carne en verdad se fundía. Levantándome de un salto, traté de agarrar algo ‑cualquier cosa‑ para sostenerme. Experimentaba un te­rror nunca antes sentido. Aferré una enorme estaca que don Juan tiene clavada en el piso, en el centro de su cuarto. Permanecí allí en pie un momento; luego me volvía mirar­lo. Seguía sentado, inmóvil, deteniendo la pipa, mirándome con fijeza.

Mi aliento era dolorosamente cálido (¿o frío?). Me asfi­xiaba. Incliné la cabeza hacia adelante para apoyarla en la estaca, pero al parecer no di en ella: mi cabeza siguió des­cendiendo más allá del punto donde se encontraba la estaca. Me detuve casi llegando al suelo. Me enderecé. ¡La estaca estaba allí frente a mis ojos! Intenté nuevamente apoyar en ella la cabeza. Traté de controlarme y de estar consciente, y mantuve los ojos abiertos al inclinarme para tocar la es­taca con la frente. Se hallaba a unos centímetros de mis ojos, pero al poner la cabeza contra ella tuve la extraña sensación de estar atravesándola.

Buscando desesperadamente una explicación racional, con­cluí que mis ojos estaban alterando la distancia, y que la estaca debía hallarse a tres metros, aunque yo la viera frente a mi cara. Entonces concebí una forma lógica y racional de corroborar la posición de la estaca. Empecé a caminar de lado en torno a ella, paso a pasito. Mi idea era que, rodeando así la estaca, no me sería posible en forma alguna describir un circulo mayor de metro y medio en diámetro; si la estaca se encontraba en realidad a tres metros de mí, o fuera de mi alcance, llegaría el momento en que yo le diera la espalda. Confiaba en que, en ese instante, la estaca se desvanecería, porque de hecho estaría detrás de mi.

Procedí entonces a rodear la estaca, pero durante toda la vuelta siguió frente a mis ojos. En un arranque de ira la agarré con ambas manos, pero mis manos la atravesaron. Estaba agarrando el aire. Calculé cuidadosamente la distan­cia hasta la estaca. Concluí que seria menos de un metro. Es decir, mis ojos la percibían como un metro. Jugué un momento con mi percepción de profundidad moviendo la cabeza de un lado a otro, enfocando por turno cada ojo, primero sobre la estaca y luego sobre lo de atrás. Según mi manera de juzgar la profundidad, la estaca se hallaba sin duda frente a mi, posiblemente a un metro. Estirando los brazos para proteger mi cabeza, embestí con todas mis fuerzas.

La sensación fue la misma: atravesé la estaca. Esta oca­sión fui a dar contra el piso. Me levanté. Y ésa fue tal vez la más insólita de todas las acciones que ejecuté aquella noche. ¡Me levanté con el pensamiento! No usé, al levan­tarme, mis músculos ni mi esqueleto en la forma que acos­tumbro, porque ya no tenía control sobre ellos. Lo supe en el instante de chocar contra el piso. Pero mi curiosidad con respecto a la estaca era tan fuerte que me "levanté con el pensamiento" en una especie de acción refleja. Y antes de haber tomado plena conciencia de que no podía mo­verme, estaba ya de pie.

Pedí ayuda a don Juan. En determinado momento grité frenéticamente, a voz en cuello, pero don Juan no se movió. Seguía mirándome, de soslayo, como no queriendo volver la cabeza para encararme de lleno. Di un paso hacia él, pero en vez de avanzar trastabillé hacia atrás y caí contra la pared. Supe que mi‑ espalda la había arremetido, pero no sentí dureza alguna; me hallaba suspendido por entero en una sustancia blanda, esponjosa: era la pared. Tenía los brazos extendidos lateralmente, y poco a poco mi cuerpo parecía hundirse en el muro. Sólo podía ver al frente, ha­cia el cuarto. Don Juan seguía observándome, pero sin hacer el menor movimiento para ayudarme. Realicé un es­fuerzo supremo por sacar mi cuerpo de la pared, pero sólo se hundía más y más. Con un terror indescriptible, sentí que la pared esponjosa me cubría la cara. Traté de cerrar los ojos, pero estaban fijos y abiertos.

No recuerdo qué más sucedió. De pronto vi a don Juan enfrente, a poca distancia. Nos hallábamos en el otro cuarto. Vi la mesa de don Juan y la estufa de tierra, encendida, y con el rabo del ojo distinguí la cerca fuera de la casa. Veía todo muy claro. Don Juan había traído la linterna de kerosén, ahora colgada de la viga en mitad de la habi­tación, Traté de mirar en dirección distinta, pero mis ojos estaban colocados exclusivamente para ver en línea recta ha­cia adelante. No podía distinguir, ni sentir, parte alguna de mi cuerpo. Mi respiración tampoco se notaba. Pero mis ideas eran lúcidas en extremo. Tenía clara conciencia de todo cuanto ocurría frente a mí. Don Juan se acercó, y mi claridad mental cesó. Algo pareció detenerse en mi interior. No había más ideas. Vi venir a don Juan y lo odié. Quería hacerlo pedazos. Lo habría matado entonces, pero no podía moverme. Al principio percibí vagamente una presión sobre mi cabeza, pero también desapareció. Sólo una cosa quedaba: una ira incontenible contra don Juan. Lo vi a unos centímetros de mí. Quise destrozarlo con las manos. Sentí estar gruñendo. Algo en mi empezó a retorcer­se. Oí que don Juan me hablaba. Su voz era suave y tranqui­lizadora y, sentía yo, infinitamente agradable. Se acercó más aún y comenzó a recitar una canción de cuna.

Señora Santa Ana, ¿Por qué llora el niño?
Por una manzana que se le ha Perdido.
Yo le daré una. Yo le daré dos.
Una para el niño y otra para vos.


Una calidez me saturó. Era una tibieza de corazón y senti­mientos. Las palabras de don Juan eran un eco distante. Revivían los recuerdos olvidados de la niñez.

La violencia antes sentida desapareció. El resentimiento se hizo añoranza: afecto gozoso que ya no tenía cuerpo y me hallaba en libertad de convertirme en lo que quisiera. Retrocedió. Mis ojos ocupaban un nivel normal, como si me encontrara de pie frente a él. Extendió ambos brazos hacia mí y me dijo que entrara en ellos.

O avancé, o él se me acercó. Sus manos estaban casi sobre mi rostro: sobre mis ojos, aunque yo no las sentía.

‑Métete en mi pecho -le oí decir. Sentí que me envol­vía. Era la misma sensación esponjosa de la pared.

Luego sólo pude oír su voz ordenándome mirar y ver. Ya no me era posible distinguirlo. Al parecer mis ojos estaban abiertos, pues veían relámpagos en un campo rojo; era como mirar una luz a través de párpados cerrados. Entonces mis pensamientos volaron de nuevo.

Regresaron en un bombar­deo de imágenes: rostros, paisajes. Escenas sin la menor coherencia brotaban y desaparecían. Era como uno de esos sueños rápidos en que las imágenes se enciman y cambian.

Luego los pensamientos empezaron a disminuir en número e intensidad, y pronto se fueron otra vez. Había sólo una conciencia de afecto, de ser feliz. No discernía yo formas ni luz. De pronto tiraron de mí hacia arriba. Claramente sentí que me alzaban. Y me hallaba libre, moviéndome en agua o en aire con tremenda ligereza y velocidad. Nadaba como una anguila; me contorsionaba y viraba y me elevaba y des­cendía a voluntad. Sentí soplar un viento frío en todo mi derredor y empecé a flotar como una pluma de un lado a otro, bajando, y bajando, y bajando.


Carlos Castaneda
De Las enseñanzas de Don Juan, 1968.

lunes, 16 de octubre de 2006

Cultiva flores


Hace años, después de que empezara a ganar un poco de dinero, todos los otoños solía ir al vivero de plantas cercano y compraba cincuenta y dos bulbos de narciso. Inmediatamente después, salía al jardín de mis padres con un mazo de cincuenta y dos naipes encerados y lo lanzaba al aire por la pradera. Allí donde caía un naipe, plantaba uno de los bulbos. Claro que podría haber lanzado directamente los bulbos, pero la cuestión es que nunca lo hice.

Plantando bulbos de este modo se consigue un gran efecto de dispersión muy natural: los mismos algoritmos silenciosos que dictan la dirección de una bandada de gorriones o los nudos de un tronco de árbol también pueden dictar el éxito de esta operación.

Y llegaba la primavera, después de que los narcisos hubieran dicho sus delicados haikus al mundo y difundido su fresco y suave aroma, y sólo quedan de ellos sus pétalos secos para informarnos que pronto llegará el verano y que es hora de cortar el césped.

Nada muy bueno ni nada muy malo dura nunca demasiado.

Me despierto hacia las cinco y media de la mañana. Los tres estamos tumbados encima de la cama donde nos quedamos dormidos. Los perros dormitan en el suelo cerca de las ascuas casi muertas. Fuera sólo se ve un indicio de luz, las adelfas no respiran y las palomas no zurean. Huelo el cálido dióxido de carbono del sueño y a sitio cerrado.

Estas criaturas de aquí, que están en esta habitación conmigo, son las criaturas que quiero y que me quieren. Juntos nos sentimos como si fuéramos un jardín extraño y prohibido. Me siento tan feliz que podría morir. Si pudiera, haría que este momento durase toda la vida.

Me vuelvo a dormir.

Douglas Coupland,
De Generación X, 1993.

sábado, 7 de octubre de 2006

Ella se llamaba Sara


Estamos jodidos, estamos jodidos, canturreaba Sara mientras corríamos por calles oscuras que no conocíamos. Atrás de nosotros: los malos de la película. Y bueno, ni tan malos; al fin y al cabo Sara había aventado un ladrillo al parabrisas del carro de uno de los tipos (seis, diez, veinte, treinta, cientos, lo juro, eran un ejército), aunque claro, el muy imbécil se lo había buscado. Uno no anda por esta vida diciendo qué desperdicio de mujer, pinche marimacha a gente como Sara. Ella sonrió y me dijo: vámonos de esta fiesta. Cuando salimos corrió a buscar un ladrillo y lo aventó contra el parabrisas de un carro que estaba estacionado frente a la casa de la fiesta. Obviamente salieron a ver qué había pasado, aunque nosotros ya habíamos empezado a correr porque, para variar, no teníamos carro. Corrimos hasta que sentimos que nuestros corazones iban a estallar. No era un deporte nuevo. Todavía tengo dos cicatrices en la frente porque a un tipo, al que Sara había insultado, decidió que mi cabeza debía besar apasionadamente el pavimento cinco veces. De las primeras dos les puedo platicar con todo detalle, de las otras tres sólo sé porque Sara me contó después. Ese era el inconveniente de ser el amigo masculino de Sara. Hay tipos tan pendejos que si una mujer los insulta, piensan que tienen el derecho de partirle la madre a su amigo, como sucedía comúnmente.

Bueno, corríamos por calles con camellón sin saber a dónde iban y tratábamos de cambiar de ruta rápidamente porque nuestros perseguidores tenían que dar vuelta en sus coches, y así sería más difícil que nos alcanzaran. Llevábamos las de perder. Faltaban muchas calles para llegar a alguna avenida donde se pudiera tomar algún transporte y nuestros perseguidores tenían por lo menos cuatro carros. Además, estaban realmente emputados.

-A ver si la próxima vez mejor ponchas sus pinches llantas –le dije, y ella trató de sonreír. Pero no podía, estaba cansada. Parecía que esta vez sí íbamos a perder. No se oían ni veían carros por ningún lado. Sabíamos que era cuestión de suerte. O llegábamos a un camión y dormíamos en una cama, o nos encontraban y quién sabe qué pasaría.

-Carajo contigo, ni siquiera me dijiste lo que ibas a hacer.

-No mames, siempre te da miedo; además, si te hubiera dicho, no me hubieras dejado. Mejor cállate, no te acuerdes y camina más rápido.

Cuando oíamos un carro tratábamos de parar y escondernos atrás de un árbol o de otro carro y esperar a que pasaran. La noche estaba tranquila aunque hacía frío.

-Además tú eras el que querías venir a esta pinche fiesta. Te he dicho mil veces que me cagan las fiestas en los suburbios. Puros pinches fresas.

Sara seguía reclamando y verla era todo un espectáculo. Estaba sudando y sus ojos brillaban por la sobredosis de adrenalina. Era guapa, bueno, no solamente guapa. Era bonita, y esa no es una palabra que me guste usar. Lo peor es que era bonita como en los comerciales, como en esa fotografía imaginaria que tiene todo padre al pensar cómo va a ser su hija. Y no había otra cosa en el mundo que Sara odiara más. Tenía un problema con su belleza. Por eso se había rapado. Por eso usaba siempre pantalones holgados, para que nadie se asome tratando de verme el culo. Por eso tenía un arete en la lengua, otro en el ombligo, tres en cada oreja, y estaba ahorrando para hacerse uno en el pezón. Yo siempre le decía que tarde o temprano tenía que hacerse uno en la vagina. Y siempre respondía lo mismo: No mames, qué mal gusto, imagínate qué pensarían mis hijos, imagínate la chinga en el parto, y se echaba a reír. Es curioso: mientras más mutilaba su cuerpo, más guapa se veía, y más difícil era no voltear a verla.

Pepe Rojo,
Ella se llamaba Sara (cuento, fragmento)
De Yonke, 1998.

jueves, 5 de octubre de 2006

Piedra negra sobre una piedra blanca


Me moriré en París con aguacero,
un día del cual tengo ya el recuerdo.
Me moriré en París y no me corro
tal vez un jueves, como es hoy, de otoño.

Jueves será, porque hoy, jueves, que proso
estos versos, los húmeros me he puesto
a la mala y, jamás como hoy, me he vuelto,
con todo mi camino, a verme solo.

César Vallejo ha muerto, le pegaban
todos sin que él les haga nada;
le daban duro con un palo y duro

también con una soga; son testigos
los días jueves y los huesos húmeros,
la soledad, la lluvia, los caminos...

César Vallejo.

miércoles, 4 de octubre de 2006

Paraísos artificiales, s.a.


Tienes que sentir lo que era tener veinte
metros de largo y ser dueño del mundo.
STEVEN UTLEY


Deseó ser una célula.
Al instante era una membrana llena de protoplasma gelatinoso que viajaba por los conductos que irrigaban el ala cartilaginosa de un pteranodón.
Dinosaurios, qué vulgar, pensó, y se transformó en neurona.
Sintió el paso de un impulso eléctrico recorrer hasta la última ramificación de su nueva anatomía. Se abandonó al placer de la sinapsis.
Después de algunas horas –o días, o meses- se hartó de las experiencias citológicas. Contra su costumbre, se lanzó hacia delante en complejidad pero no demasiado, razonaba.
Una medusa fue la decisión lógica.
Nadaba tranquila en las tibias aguas de aquel océano de un solo ocupante. Pocas cosas gozaba tanto como fundirse en estructuras diferentes, en morfologías ajenas, y descubrir otros mecanismos de percepción, tan absolutamente distintos.
Al hartarse, se lanzó hacia la superficie, y tras atravesarla era un insecto alado semejante a una libélula. Revoloteó un poco entre galaxias y nebulosas, y decidió regresar a la Madrerred. Al instante estaba ahí, en ese caos infinito, sinfonía silenciosa de millones de voces, de presencias.
Aunque le aburría comunicarse con otros, entabló conversación con un hombre cuyo cuerpo era de brillante metal líquido. Descubrió que en realidad era mujer, así que comenzó a aletear hacia otro lado.
Encontró una ciudad de cristal poblada por insectos metálicos. Transformó su exoesqueleto de quitina en placas de cobalto y voló entre las torres transparentes. Abajo, por las calles, vio arrastrarse una cucaracha de hierro oxidado. Nunca había visto que alguien tomara un aspecto tan antipoético. Su curiosidad venció, y se lanzó hacia los suelos.
-Tienes una forma poco común, ¿No? –preguntó, volando a poca distancia del suelo.
-Toda esta frivolidad es deprimente. Me he aburrido –repuso la cucaracha, lúgubre.
-Aquí nadie se aburre –contestó, y elevó de nuevo el vuelo. Como siempre, encontraba aburridísima la Madrerred. No entendía que hubiera gente que pasara todo el tiempo ahí. Sobre todo existiendo el nuevo software que permitía al usuario generar a voluntad sus propios paraísos artificiales, sin depender de las realidades virtuales creadas por otros.
Ya nadie necesita comunicarse con nadie… alabados sean todos los dioses pensaba mientras se convertía en unicornio y alejaba de la Madrerred, retozando por un valle lleno de hongos multicolores.

Bernardo Fernández BEF,
De ¡¡BZZZZZZT, ciudad interfase. 1998.

domingo, 1 de octubre de 2006

Zona Libre


Miró alrededor del Semiconductor y deseó que el Retro Club hubiera abierto ya. Había una fuerte presencia de retros en el RC, incluso algunos rockabillies, y algunos de ellos hasta sabían cómo sonaba realmente el rockabilly. El Semiconductor era un local minimono.

La masa minimono llevaba el pelo largo, extendido sobre los hombros y estrechado hacia un punto en medio de la cabeza, y liso, completamente liso y tieso, por lo que desde atrás cada cabeza tenía la forma de un tipi negro, gris, rojo o blanco. Estos colores eran los únicos aceptables y siempre monocromos; colores planos y sin rayas. Sus ropas eran extensiones estilísticas de su corte de pelo. El minimono era una reacción contra el “brillo” y el caos de la guerra, y contra la economía y la amorfa volubilidad de la Parrilla. El estilo brillo estaba desapareciendo, muriendo.

Rickenharp siempre había sido remiso hacia los estilizados brillos, pero los prefería a los minimono. Después de todo, el brillo tenía energía.

El brillo había crecido como uno más de los provocativos estilos anti-control, populares en las últimas décadas del siglo XX. Se esperaba que un “brillo” llevara su pelo subido, tan alto como fuera posible, ya que de alguna forma esto expresaba, enfatizaba la individualidad y la originalidad de su portador. Cuantos más colores, mejor. No eras un “individuo” a menos que tuvieras un expresivo brillo. Formas de tuerca, ganchos, aureolas, arabescos multicolores. Se hicieron fortunas en las tiendas para moldear pelo estilo brillo, que desaparecieron cuando la moda brillo desapareció. Pero duró más que la mayoría de las modas. Tenían infinitas variedades y el atractivo de su energía para aguantar. Un montón de gente llegó a la conclusión de que era necesario inventar una expresión individual para un modelo político de brillo. Moldea tu pelo según el emblema del país favorito del tercer mundo que está siendo pisoteado (cuando todavía estaban pisoteados, antes del nuevo esquema de mercado). Los brillos eran tan problemáticos que mucha gente se acostumbró a tener postizos listos para ponérselos cuando salían. Y sus drogas también estaban diseñadas para encajar con esta moda. Neurotransmisores excitadores de todo tipo, antidepresivos, drogas que hacían a uno que pareciera resplandecer. Los brillos más ricos tenían cinturones nimbados, que creaban auras artificiales. Los brillos más ortodoxos consideraban que esto era de un narcisismo de mal gusto, lo cual resultaba una broma para los no-brillos, pues para éstos todos los brillos eran floridamente vanidosos.

Rickenharp nunca había teñido o moldeado su pelo excepto para animar su cresta punk.

Pero Rickenharp no era un punk. Se identificaba con el pre-punk de finales de los cincuenta, de mediados de los sesenta y de principios de los setenta. Rickenharp era un anacronismo. Simplemente era un rockero tradicional, tan fuera de lugar en el Semiconductor como lo habría estado un bebop en las discotecas de los ochenta.

John Shirley, Zona Libre (cuento, fragmento)
De Mirrorshades, una antología ciberpunk. 1986.
Edición y prólogo de Bruce Sterling.