lunes, 4 de septiembre de 2006

Sobre el teatro terapéutico


Si alguien deseaba expresar los residuos psíquicos, serpientes de sombra, que lo roían por dentro, le comunicaba la siguiente teoría: “El teatro es una fuerza mágica, una experiencia personal e intransmisible. Pertenece a todo el mundo. Basta con que te decidas a actuar en otra forma que la cotidiana para que esa fuerza transforme tu vida. Ya es hora de que rompas con los reflejos condicionados, los círculos hipnóticos, las autoconcepciones erróneas. La literatura le concede un gran lugar al tema del “doble”, alguien idéntico a ti que poco a poco te expulsa de tu propia vida, se apropia de tu territorio, de tus amistades, de tu familia, de tu trabajo, hasta transformarte en un paria e incluso tratar de asesinarte… Te debo decir que en realidad eres el “doble” y no el original. La identidad que crees la tuya, tu ego, no es más que una copia pálida, una aproximación de tu ser esencial. Te identificas con ese doble tan irrisorio como ilusorio y de pronto aparece el auténtico. El amo del lugar vuelve a tomar el sitio que le corresponde. En ese momento tu Yo limitado se siente perseguido, en peligro de muerte, lo que es cierto. Porque el ser auténtico terminará por disolver al doble. Nada te pertenece. Tu única posibilidad de ser es que aparezca el otro, tu naturaleza profunda, y te elimine. Se trata de un sacrificio sagrado en el cual deberás entregarte por entero al amo, sin angustia… Puesto que vives preso en tus ideas locas, sentimientos confusos, deseos artificiales, necesidades inútiles, ¿por qué no adoptas puntos de vista totalmente distintos? Por ejemplo, mañana serás un inmortal. Como un inmortal te levantarás y te cepillarás los dientes, como inmortal te vestirás y pensarás, como un inmortal recorrerás la ciudad… Durante una semana, veinticuatro horas al día, y para ningún cómplice espectador salvo tú mismo, serás el hombre que nunca morirá, actuando cual otra persona con tus amigos y conocidos, sin darles ninguna explicación. Lograrás ser un autor-actor-espectador, presentándote no en un teatro sino en la vida”.

Aunque dedicara la mayor parte de mi tiempo al cine, creando filmes como Fando y Lis, El Topo, La montaña sagrada o Santa sangre, actividad que me otorgó experiencias que necesitarían un libro entero para narrarlas, seguí desarrollando el arte del teatro-consejo. Establecía una serie de actos para realizar en un tiempo dado: cinco horas, doce horas, veinticuatro… Un programa elaborado en función del problema que acarreaba el consultante, destinado a romper el personaje con el que se había identificado para ayudarlo a restablecer los lazos con su naturaleza profunda. “Aquel que se deprime o alucina o fracasa, no eres tú.” A un ateo le hice adoptar durante una semana la personalidad de un santo. A una mujer, que sufría por odiar a sus hijos, le asigné el deber por contrato escrito y firmado con una gota de su sangre, de imitar durante cien años el amor materno. A un juez, preocupado del poder que tenía de castigar en nombre de una ley y una moral que le ofrecían dudas, le di la tarea de disfrazarse de vagabundo para ir a mendigar frente a la terraza de un restaurante, y de sus bolsillos debía extraer puñados de ojos de muñeca. A un hombre enfermizamente celoso, de dudosa virilidad, le hice llegar a una reunión familiar vestido de señora.

De este modo creaba sobre el personaje una persona destinada a visitar la vida cotidiana y mejorarla. En esa etapa mi búsqueda teatral fue adquiriendo una dimensión terapéutica. De autor y director, me transformé en consejero, dando instrucciones a las personas para que se liberaran del personaje y se comportaran como seres auténticos en la comedia de la existencia. La vía que les ofrecía era la de la imitación. El joven inexperto, que creyendo imitar a un santo civil se había aprovechado sexualmente de una pobre muchacha, ya estaba superado. Ahora el proceso se fundaba en un deseo real de cambiar. Si un buen católico practicaba la imitación de Cristo, ¿por qué un ateo harto de su incredulidad no comenzaría a imitar a un sacerdote? ¿Acaso un débil, sintiéndose impotente, con los testículos pintados de rojo, no podía imitar la fuerza viril? ¿Acaso una mujer, a quien la familia educó como un hombrecillo, para vencer su esterilidad no podía meterse una almohadilla bajo el vestido imitando que estaba encinta? Yo mismo, imitando aquello que más me faltaba, la fe, me di cuanta de lo lejos que estaba de creer en Dios, en el ser humano, en lo que fuera. Dudé del arte. ¿Para qué sirve? Si es para entretener a gente que teme despertarse, no me interesa. Si es un medio de triunfar económicamente, no me interesa. Si es una actividad adoptada por mi ego para ensalzarse, no me interesa. Si debo ser el bufón de aquellos que tienen el poder, que envenenan al planeta y que hambrean a millones, no me interesa. ¿Cuál es entonces la finalidad del arte? Después de una crisis tan profunda que me hizo pensar en el suicidio, llegué a la conclusión de que la finalidad del arte era sanar. “Si el arte no sana, no es arte”, me dije y decidí unir en mis actividades el arte y la terapia. No quiero que se me entienda mal. La terapia que yo conocía era realizada por espíritus científicos, que se enfrentaban al caótico inconsciente y trataban de darle un orden; extraían de los sueños un mensaje racional… Yo no llegaba de la ciencia a la terapia, sino del arte. Mi meta, por el contrario, era enseñarle a la razón a hablar el lenguaje de los sueños. No me interesaba el arte que se hacía terapia sino la terapia convertida en arte.

Alejandro Jodorowsky,
De La danza de la realidad, 2001.

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