lunes, 15 de julio de 2013

Un Resplandor en la Mejilla


Y Utopía fue el veterinario,
el hombre feroz, la vieja en silla de ruedas cercada por sueños,
y los personajes de los sueños incompatibles se fueron masacrando
uno tras otro, hasta dejar un stock de pesadillas vacía.
Y Utopía fue un reflejo opaco en el interior de un vegetal.
Vitrinas, maniquís desnudos, ebrios tirándoles besos a las nubes.
Un laberinto de escaleras eléctricas por donde vagaban
unos niños extraviados que tenían e corazón maravilloso
hasta la náusea.

¿De todo eso que vi realmente? ¿Con qué ojos tremendos
contemplé el olor puro de aquella muchacha sencillamente
parada en la entrada de un circo? Sólo recuerdo
haber estado demasiado tiempo en un cuarto blanco leyendo novelas
policiales; casi toda mi vida mientras tú me mirabas desde
una ventana redonda, como de baño público, y
los adolescentes se reían como si acabaran de salir del desierto
con los bolsillos llenos de dinero gratis.

Dinero gratis, dinero gratis, amor gratis, un resplandor
inconcebible en la mejilla. Soñadores transformándose a sí mismos
pero incapaces de convencer a una muchacha de que la aman.
Nubes gratis y vacías, restaurantes gratis y vacíos,
automóviles fríos rumbo a las playas doradas del Pacífico,
visiones de Michelangelo para todos, ojos que se cierran
con la velocidad de la luz, y su armonía, estrépito de cisnes,
estrépito de humedad.

Comida gratis, bebida gratis, lluvias divertidas
e interminables como las novelas de Victor Hugo.
Hospitales gratis, desiertos gratis, animales gratis, deseos
de caminar sobre las manos, de ponerse una corona de espinas
eléctrica y luminosa.

Blue-jeans rayoneados de ternura, escenas de teatro
en la orilla del mar prolongadas hasta el infinito, tres años
de asco y amor, tres años de enfermedades infantiles
enmierdadas con precisión, y los duros arbolitos, pero
los duros arbolitos, mientras los duros arbolitos
como lanzas florecían.

Y gemí, y dije ya no sé qué decir, la oficina está vacía,
los submarinos explotan como fetos en las fosas del Atlántico,
alguien me acaricia el pelo y dice que ya está igual de largo
que el suyo, y yo tuerzo el cuello como un solitario cigarrillo
aplastado en la noche enorme y la miro, esperando volver a sentir
en los párpados la tibia obsidiana de los sueños, cuando en
las mañanas nos abrazábamos sin querer despertar, perdidos
en las llanuras de escamas, mientras cae nieve y el frío sonríe
desde un cenicero absolutamente limpio, y no queremos despertar,
y no sabemos qué decir: los labios partidos,
la cara blanca del invierno manchada de lipstick.

La velocidad se detiene, mira hacia todas partes, enloquece
a las fechas. Un anarquistoide muerto bajo las ramas
plateadas de un sauce. Encima de él la primavera violeta. Fuera
de ese cuadro una muchacha sueña renacimientos atroces.

Y está bien, está bien, ya púdose prender la chimenea y cerrar
puertas y ventanas. Ningún brillo va reemplazar nada.
No habrán formas de arder que completen esta nube cargada de lluvia
No habrá viento contra este resplandor acuático. Ni callejones violetas
ni suaves caderas antiguas. Ese jaleo al subir las mil escaleras
del ojo abierto: automóviles llenos de Sol estacionados
en todas las esquinas de tus venas. Una sonrisa sin
contexto, una mano crispada fuera de la foto.
 
Roberto Bolaño

viernes, 21 de junio de 2013

Carta del Suicida




Juro que esta mujer me ha partido los sesos.
Porque ella sale y entra como una bala loca,
y abre mis parietales, y nunca cicatriza,
así sople el verano o el invierno,
así viva feliz sentado sobre el triunfo
y el estómago lleno, como un cóndor saciado,
así padezca el látigo del hambre, así me acueste
o me levante, y me hunda de cabeza en el día
como una piedra bajo la corriente cambiante,
así toque mi cítara para engañarme, así
se abra una puerta y entren diez mujeres desnudas,
marcadas sus espaldas con mi letra, y se arrojen
unas sobre otras hasta consumirse,
juro que ella perdura, porque ella sale y entra
como una bala loca
me sigue adonde voy y me sirve de hada,
me besa con lujuria
tratando de escaparse de la muerte,
y cuando caigo al sueño, se hospeda en mi columna
vertebral, y me grita pidiéndome socorro,
me arrebata a los cielos, como un cóndor sin madre
empollado en la muerte.

Gonzalo Rojas

miércoles, 19 de junio de 2013

Elegía como grito para una tarde de Diciembre




                                                                                                     A María Elena

Desbaratado el grito, el silencio que cruje en la escalera,
el sonido que llega de repente para decir no hay nadie,
nadie grita tu nombre, nadie te espera, nadie camina
por la calle recogiendo tu sombra partida en pedacitos,
tu esqueleto partido en pedacitos, nadie te extraña,
puedes echarte a caminar mascando tu tristeza,
puedes perderte para siempre en tu tristeza,
nadie grita tu nombre, nadie te espera,
sólo el silencio que baja y te destroza,
sólo el silencio que baja y te aniquila,
el sonido que llega de repente para decir no hay nadie,
nadie camina desde la oscura zona del derrumbe,
nadie te espera, di buenas noches, estoy triste, busco a Elena,
la he buscado en todas las grietas de la tarde, no la encuentro,
estoy palpándome ceniza y no la encuentro,
busco a Elena, no vendrá nunca, dile que venga, no vendrá nunca,
llámala hasta que el musgo te nazca en la garganta,
llámala hasta que tu garganta sea de musgo, no vendrá nunca,
di su nombre, repítelo hasta que la lengua se te caiga,
repítelo hasta que los dientes se te caigan, no vendrá nunca,
sólo el silencio que cruje en la escalera te acompaña,
el sonido que llega de repente para decir no hay nadie,
nadie te espera, di buenas noches, tengo miedo, busco a Elena,
puedes echarte a caminar buscando tu tristeza,
puedes perderte para siempre en tu tristeza, no vendrá Elena nunca,
di su nombre, graba en la noche su perfil de sombra,
su rostro de neblina, su cuerpo sepultado en caracoles,
di su nombre, repítelo hasta que los dientes se te crujan,
clávalo en tu memoria como una enredadera de moluscos,
di su nombre, guarda lo casi nada que te queda, el último sollozo,
el recuerdo como una abandonada calavera, el llanto en pedacitos,
pregunta por Elena, desbaratado el grito,
desbaratados tú y tu sombra que se hunden bajo el grito
                                                /crujiendo en la escalera,
el sonido que llega de repente para decir no hay nadie,
sólo tu soledad que llega crujiendo en la escalera,
no está Elena, besa la oscura zona de sus labios,
no está Elena, muerde su sombra fría, no vendrá nunca Elena,
seguirás esperando, seguirás caminando su oquedad con los dedos,
seguirás consumiéndote en tu furia, no vendrá Elena nunca,
recoge su tristeza, envuélvela en su grito,
dile que busque a Elena por las calles,
dile que llame a Elena en las esquinas,
no vendrá nunca, seguirás esperando,
seguirás caminando los muros de la noche,
seguirás destrozando las paredes del sueño,
di su nombre, repítelo hasta que el miedo te derrumbe,
no hay remedio, bajarás con tu sombra al fondo de la tarde,
beberás en la tarde del grito que te ahoga, desbaratado el grito,
el sonido que llega de repente para decir no hay nadie,
no vendrá nunca Elena, desbaratado tú y tu cuerpo, no vendrá
                                                      /Elena nunca,
sal a la calle y grita, búscala en donde sea,
rompe las puertas, destroza las ventanas, derriba las paredes,
no ha venido, pregunta a los que pasan, no ha venido,
asómate al espejo, Elena, ven, gritando al borde del espejo,
no ha venido, seméjate a su sombra, parécete a su ausencia,
no vendrá nunca, todo duele, nada importa,
desbaratado el grito, el sonido que llega de repente para decir
                                                     /no hay nadie
nadie camina subiendo la escalera, no vendrá nadie,
sólo tu soledad que sube crujiendo a tu esqueleto,
sólo tu soledad crujiendo en tu esqueleto, desbaratado el grito,
desbaratados tú y tu cuerpo, y el grito con que gritan,
mira tu cuerpo que se hunde en el espejo,
mira tu cuerpo que se hunde tras tu grito en el espejo,
entrarás al espejo, seguirás a tu cuerpo que se hunde
                                                /tras su grito en el espejo,
te hundirás tras tu cuerpo y tras tu grito en el cuerpo de Elena,
                                                    /oculto en el espejo,
volverás del espejo con el cuerpo de Elena metido entre tu cuerpo,
ámala y sálvate, ámala y quiebra tu alarido, no vendrá Elena nunca,
seguirás esperando, seguirás escarbando entre la noche
                                                               /en busca de su cuerpo,
no vendrá Elena nunca, quedarás para siempre roída la conciencia,
amargo el llanto, fúnebre el recuerdo, no vendrá Elena nunca,
sólo la sombra de su sombra habita en el espejo,
sólo la sombra de tu sombra baja crujiendo la escalera,
el sonido que llega de repente para decir no hay nadie,
no vendrá nadie nunca,
puedes echarte a caminar mascando tu tristeza,
puedes perderte para siempre en tu tristeza,
nadie jamás te llamará en la noche,
nadie jamás recogerá tu cuerpo partido en pedacitos,
tu esqueleto partido en pedacitos,
desbaratados tú y tu calavera abandonada,
un sonido de luna se derrumba, un sonido de espanto se desploma,
vete por el espejo, Elena, ven, gritando en el espejo,
ámala y sálvate, ámala y quiebra tu alarido, no vendrá nunca,
ámala y húndete en la furia, no vendrá nunca,
desbaratados para siempre tú y tu cuerpo,
desbaratado el grito, el silencio que cruje en la escalera,
el sonido que llega de repente para decir no hay nadie,
no vendrá nunca nadie,
y cerrar esta puerta. 



Max Rojas

(Ciudad de México, 1940)

Milorad Pavic


"Los pensamientos humanos son como cuartos. Entre ellos hay salas lujosas y cuartuchos saturados. Los hay soleados y sombríos. Algunos dan al río y al cielo, otros al traspatio o al sótano. Las palabras en ellos semejan cosas y pueden ser cambiadas de un cuarto a otro. Los pensamientos dentro de nosotros en realidad, esas habitaciones en nuestro interior, agrupadas en palacios o cuarteles, pueden ser moradas de otros donde uno resulta ser sólo un inquilino. A veces, sobre todo de noche, encontramos que las salidas de esos aposentos están cerradas con llave y no podemos abandonarlos. Estamos encerrados como en un calabozo hasta que nuestros sueños nos liberan y nos dejan salir. Pero los sueños son como los invitados de una boda, hay que esperarlos. Mientras tanto, reina el insomnio. Dicen que existen dos insomnios, como dos hermanas. El de antes de dormirse y el otro, después de despertar en plena noche. El primero es madre de la mentira, el otro es madre de la verdad."

Milorad Pavic
Siete Pecados Capitales
Traducción de Dubravka Sunzjevic
Editorial Sexto Piso, 2011,
México, DF

martes, 11 de junio de 2013

Una ocupación mortal


William Arnold, el gran buscador de orquídeas de la época victoriana, murió ahogado durante una expedición por el Orinoco. Schoeder, contemporáneo de Arnold, halló la muerte al despeñarse durante una expedició a Sierra Leona. Y Falkenberg también perdió la vida en una expedición por Panamá. David Bowman murió de disentería en Bogotá. Klabock fue asesinado en México. Brown, en Madagascar. Endres murió de un disparo en Río Hacha. Gustave Wallis murió de unas fiebres en Ecuador. A Digans le dispararon los indígenas brasileños. Osmers desapareció sin dejar rastro en Asia. El lingüista y coleccionista Augustus Margary sobrevivió a las infecciones de muelas, al reumatismo, a la pleuresía y a la disentería sufridos mientras navegaba por el Yang-tzê en solitario, pero encontró la muerte cuando ya había completado su misión y había pasado Bhamo (Birmania).

Coleccionar orquídeas es una ocupación mortal, lo cual siempre ha formado parte de su atractivo. Laroche amaba las orquídeas, pero llegué al convencimiento de que amaba la dificultad de obtenerlas casi tanto como las propias flores. Cuanto peor la pasaba en el pantano, más entusiasmado estaba con las plantas que había logrado conseguir.

Ese perverso placer por el sufrimiento que sentía Laroche es característico de los buscadores de orquídeas. Un artículo publicado en 1906 en una revista decía: “La mayor parte del encanto relacionado con el culto a las orquídeas se halla en ir a buscarlas al lugar en el que crecen, que bien puede tratarse de un pantano en el que se contraen todo tipo de fiebres o bien puede tratarse de un país lleno de indígenas hostiles dispuestos a matar y, muy probablemente, a comerse al intrépido aventurero.” En 1901 ocho buscadores de orquídeas organizaron una expedicion a Filipinas. En el espacio de un mes a uno de ellos se lo comió un tigre; otro, empapado de aceite, se quemó vivo; cinco desaparecieron y sólo uno logro sobrevivir y salió de la selva llevando consigo cuarenta y siete mil ejemplares de Phalaenopsis. Un joven al que en 1889 el coleccionista inglés Sir Trevor Lawrence encargó que buscara Cattleyas, caminó entre el fango de la selva durante catorce días y después no se supo nada más de él. Docenas de exploradores fueron aniquilados por la fiebre, los accidentes y la malaria o murieron asesinados. Otros se convirtieron en trofeos de cazadores de cabezas o en presas de horribles criaturas como las lagartijas amarillas voladoras, las serpientes de cascabel, los jaguares, las garrapatas y la marabunta de hormigas mordedoras. Algunos fueron asesinados por otros buscadores. Todos ellos viajaban mentalizados de que tendrían que hacer frente a la violencia. Albert Millican, que participó en una expedición al norte de los Andes en 1891, escribió en su diario que lo más importante que llevaba consigo eran los cuchillos, machetes, revólveres, dagas, rifles, pistoles y el tabaco para un año. Ser buscador de orquídeas siempre ha sido sinónimo de ir a lugares horribles en busca de cosas hermosas. Cuando la búsqueda de orquídeas estaba en su apogeo, entre mediados del siglo XIX y principios del siglo XX, los lugares horribles eran realmente horribles. Cualquier hombre que se presentase como buscador había de ser duro y listo y tenía que estar dispuesto a morir lejos de casa.

El ladrón de orquídeas
Una historia verdadera de belleza y obsesión
Susan Orlean
Editorial Anagrama, Barcelona

miércoles, 29 de mayo de 2013

Plástico Cruel


Que la mujer que ames esté en su habitación con otro hombre. Que la ames. Y que ella esté haciendo el amor con otro hombre mientras vos estás en la habitación de al lado. Que llenes el espacio de música para tapar voces y sonidos que luego no podrías nunca olvidar.

Que alguien golpee a tu puerta. Que al abrir la veas a ella envuelta en una toalla. Que te sonría. Que te diga si podés ir a comprar cigarrillos, para ella y para su amante. Que la mujer que ames haya ido hasta tu cuarto a pedirte que, ya que estás vestido, compres cigarrillos para ellos.

Y que vayas, que la quieras tanto.

Que llueva. Que corras por la calle hasta el quiosco a comprarles cigarrillos. Y que llueva mucho.
Que regreses empapado con los cigarrillos. Que la llames. Que golpees a la puerta de su habitación. Que tengas que repetir su nombre. Que escuches los sonidos de algo imprevistamente recomenzado. Que escuches jadeos de placer. Que vuelvas a tu cuarto. Que pasen los minutos como siglos. Que ella, la mujer que ames envuelta en su toalla, llame nuevamente a tu puerta. Que abras y te encuentres otra vez con su sonrisa. Que tengas que sonreír. Que debas imponerle otra sonrisa a tu confusión. Que le des los cigarrillos y que ella te agradezca por haber ido con esa lluvia. Que te pregunte cómo estás. Y que le respondas que estás bien. Y que no sea cierto.

Que la ames tanto. Que te suceda algo así... para que me entiendas.

José Sbarra
Fragmento de la novela Plástico Cruel

viernes, 24 de mayo de 2013

Henry Miller y Anaïs Nin, correspondencia



[Louveciennes]
23 de mayo de 1933

Henry, cuando June dijo que eras absolutamente egoísta no le creí. Hoy me produces una profunda conmoción. Siempre supe que tú únicamente me amabas por lo que yo podía darte, y estaba dispuesta a entenderlo y aceptarlo porque eres un artista. Te di toda la razón. Nunca esperé de ti que fueras humano toda la vida, ni siquiera siete días a la semana. No parecía muy difícil que fuera un día a la semana, o un día de cada diez. Desde que te fuiste aquel lunes que Hugh volvía, me di cuenta de que no te importaba un comino lo que sucediera. Inmediatamente te propusiste olvidarlo todo. Me escribiste: me siento tan despreocupado. No me importó. Aceptaste mi deseo de dejarte libre, libre para todo. Sabías a lo que me refería. Pero tan pronto como te liberé de cualquier preocupación, tú regresaste a tu absorvente vida. Y lo sabía. El viernes me dije a mí misma: no me permitiré que Henry venga. Me ama interesadamente, sólo para las cosas buenas. En realidad no se preocupa de mí. Y hoy lo demostraste. Te sentías bien, saludable, despreocupado. Mi vida no te importaba. No me veías desde hace diez días y estuviste frío. Ni siquiera me acariciaste. No viniste a casa para ser amable después de tu insensibilidad. La verdad es que eres completamente feliz en Clichy, solo. Comprendo que quieras continuar teniendo seguridad, independencia. Pero eso es todo, Henry. El resto está muerto. Tú lo mataste.

Anaïs

Dices que soy susceptible. Eso eres tú. Sólo que yo me paso la vida velando por tu susceptibilidad. Quizás fuera una muestra de susceptibilidad el querer hablarte como hoy lo hice -confío en ti- y así obtuve la respuesta que obtuve. La única vez que te preosioné, te necesitaba. ¡Te necesitaba, Henry!
  

 ***


[Clichy]

Miércoles, 24 de mayo de 1933

Escucha, Anaís, es vergonzosa esta salubridad, esta despreocupación, esta verdadera alegría, pero ¿me vas a colgar por eso? Tu carta no me abrumó. No creo que quisieras abrumarme. Me fui ayer más bien desconcertado, perplejo, preguntándome qué era todo aquello. Pero no me sentía dolido, ni insensible, ni iracundo, ni indiferente. Me sentía bien todo el tiempo, tan bien que incluso viéndote llorar no podía callarme. Eso no es ser egoísta, como tú pareces creer. ¡Demonios! ¿Soy tan egoísta como pretendes de repente? ¿Realmente crees todas esas tonterías que escribiste? “Siempre supe que tú únicamente me amabas por lo que yo podía darte (...) me ama desinteresadamente, sólo para las cosas buenas...” ¡Bah! Si creyera que tú piensas de verdad eso de mí no volvería a verte nunca... nunca. Porque eso es sólo una degradación de todo lo que existe entre nosotros. Cuando hablas de esa manera siento verdadera compasión por ti. Sé que debes estar padeciendo algún tipo de tortura, pero precisamente lo que la ha causado está fuera de mi alcance. E incluso no tengo excesiva curiosidad por ello. Soy reservado en cierto sentido humano y decoroso, no inhumanamente. Te dejé un lunes y al día siguiente tuviste una depresión nerviosa. Pero yo todavía ignoro sus causas. Y no creo que me las hayas explicado. Mientes un poquito. De acuerdo. ¿Por qué no ibas a mentirme? Quisiste reservarte algo. ¿Debería yo descubrirlo y crearte dificultades? Quizás actué un poco insensiblemente al hablar de Joachim, pero fue únicamente porque no me gusta esa devoción entre hermano y hermana, o no la entiendo. O la entiendo demasiado bien y le temo. O... Bien, quizás sean simples celos... En cuanto a tu padre, si crees que dije crueldades, es que por una vez estás completamente ciega y torpe. Soy tan partidario de tu padre que podría sacrificarme por él, aunque no lo conozca. Creo que tu padre, con razón o sin ella, experimenta una cruel pérdida. No veo nada malo en que te reclame tan ardientemente durante algún tiempo. Ni en que tú le reclames a él. Os necesitáis mutuamente. Nunca tuvisteis una verdadera relación. Y cuando dije que pronto se desilusionaría, lo dije en serio. En el sentido de que un hombre de su edad y su fina inteligencia llegaría a darse cuenta gradualmente de que nunca podría recuperar a una hija a la que había abandonado. Me había resignado a eso. Si en sueños puedo derrumbarme y sollozar tan amargamente cuando veo a mi hija es únicamente porque sé, aunque sea sólo en sueños, que realmente no puedo recuperarla. Cuando uno permite que medien tantos años sólo se consiguen fantasmas.
Ahí está, Anaïs, lo de mi insensibilidad. No quiero encarnizarme con la vida, ni con el amor y la amistad y todos los enredos emocionales de los humanos. Ya tuve mi buena ración de decepciones, pérdidas, desilusiones. Quiero amar a la gente y a la vida por encima de todo;; quiero poder decir siempre: “si te sientes amargado, desilusionado, algo te pasa a ti, no a la gente, ni a la vida”. No rechazaré el amor ni la amistad. No viviré solo en la cumbre helada de una montaña.
Pero te digo, no obstante, que en una relación como la nuestra debe haber algo más de lo que ´tu muestras en tu carta. No vas a decirme, ¿o sí?, que porque yo te fallara ayer esto es el fin, que he matado nuestra relación. Me imaginaba que aunque pudiera fallarte todavía más lamentablemente, sin embargo eso no significaría el fin. El martes puedo resultar un fracaso. Y el jueves o el viernes puedo mostrarme magnífico. Las personas tienen calendarios también. O son calendarios. Tomar un momento de incomprensión y establecer sobre él una base de desavenencia no es digno de ti o de mí. Te hablo como si estuviera perdonándote algo. Eso debe herir tu amor propio. Pero atiende, ¿quién creo este robusto, saludable, despreocupado, interesado individuo cuya insensibilidad te hirió tanto ayer? ¿Acaso no estás siempre orgullosa y feliz de verme florecer? ¿Sabías que la semana pasada, mientras tú pasabas esas angustias (¿neuróticas?), tenía yo la sensasión de que mi salud había alcanzado su apogeo? Rebosaba de alegría por encontrarme en tan excelente estado de salud. Y ahora tú pretendes quitarme los beneficios. Quieres que sea infeliz, que me retuerza otra vez, que me torture a mí mismo.
No, Anaïs. No es una cosa ni otra. O bien quieres que sea lo que soy y me gusta, o te estás engañando a ti misma con respecto a mí. ¡Salud! Te digo que no es indiferencia, ni insensibilidad. Es un estado muy humano que te eleva, al menos provisionalmente, por encima de tantos problemas inútiles y disgustos. No es posible que te haya hecho desdichada, triste, desgraciada. Vives allí durante algún tiempo, en la cúspide de la claridad, y ves cosas a simple vista y todo te parece bien, está bien. Es casi como convertirse a la religión, sólo que mucho mejor, mucho más sensato.
Me diste la bicicleta y la he estado disfrutando, sólo un poco. Créeme, he tomado mucho menos baños de sol de lo que mis cartas parecen dar a entender. Me mareo con sólo rozarme un rayo de sol. Con sólo un ligero roce de felicidad olvido -demasiado rápidamente, dices tú- mis miserias humanas. Fundamentalmente soy feliz, alegre, de convivencia fácil. Puedo llevarme bien con cualquiera. Y en el apogeo de este bienestar puedo llevarme bien incluso conmigo mismo, y con la naturaleza. No diría yo que eso es inhumano, interesado. No tan rápidamente. Tú eres la apresurada, ya lo sabes. Normalmente no te habría dolido mi interesado disfrute de la vida. Te habría encantado. Pero ayer, bueno, ayer era... algo se estaba enconando dentro de ti...
Déjame retroceder un poco. Aquel día que te llamé, recuerdo que te llamé para decirte que no iría. Realmente tenía muchas ganas de trabajar. Y entonces de pronto me informaste de que estbas enferma. Y supongo que querías que saliera. Habría salido también, en seguida -añadiste tú únicamente-, y yo creía que eras sincera, que querías estar sola y descansar un rato. Pensé que te sentaría bien hacer eso. En el fondo odio todos esos mimos a que nos entregamos en cuanto nos enteramos de que el otro está enfermo. ¿Por qué no tendría que disfrutar uno también de su enfermedad? A veces uno se pone enfermo únicamente para estar solo durante algún tiempo. Es una forma que tiene el cuerpo de vencer a la mente. Existen problemas que la mente francamente no puede resolver. Y nos sentimos torturados e impotentes y nos derrumbamos. Caemos enfermos, decimos. De acuerdo. Nos acostamos y, allí tumbados, sin hacer nada, rendidos a los problemas insolubles, poco a poco obtenemos una nueva visión de las cosas. Sucumbimos a ciertas cosas inevitables que no tenemos el coraje de arrostrar mientras permanecemos de pie y utilizamos ese condenado instrumento, la mente. Respeto eso. Hay veces en que nadie puede ayudarnos, ni siquiera la persona que amamos. Tenemos que estar solos. Tenemos que estar enfermos y sumirnos en nuestra enfermedad. Nuestras almas lo necesitan.
Así es que despaché todo rápidamente y escribí esa “despreocupada” carta a Emil. Si de verdad hubiera temido por ti, ¿crees que hubiera despachado tu enfermedad tan despreocupadamente? ¿Soy un mounstruo? Qué va. Distingo entre las enfermedades que provocamos, que buscamos, y las enfermedades a las que sucumbimos. Deseaba que tuvieras tu propia enfermedad buscada. Y hay más que todo eso. Comprendí tácitamente que la enfermedad la había provocado algo que nunca revelarías. Está en el diario, sin duda. Ay, conozco ese diario tuyo, Anaïs, mucho mejor de lo que puedas imaginarte. Es por eso por lo que verdaderamente no tengo ninguna curiosidad por verlo. Puedes dejarme a solas con él y sentirte completamente segura. No lo abriría. No lo haría porque sé que debe haber sombras alrededor de todas esas luminosas imágenes que me leíste. Debe haber cosas crueles en el diario, mucho más crueles de lo que yo mismo podría resignarme a admitir.
Creo, Anaïs, para simplificar, que cuando uno se sacrifica por otro, como tú lo has hecho por mí, siempre habrá un margen de “ingratitud”, de “insensibilidad”, de “incomprensión”, por el que sufrirás. Nunca podré compensarte todo lo que has hecho. Nunca. Y eso produce un ligero resentimiento secreto del que uno no es responsable. Uno paga las consecuencias de los sacrificios que hace, por irónico que eso pueda parecer. Mientras que con June llegué a detestar eso, a sentirme amargado y torturado por eso, en tu caso no lo hice. Creí que estaba por encima de eso. Porque reconozco también mi responsabilidad, no debo estarte servilmente agradecido, no debo humillarte, ni destruir la excelente condición que hay en ti y que te impulsó a sacrificarte.
Creo, como empezaba a decirte anteriormente, que la situación ha resultado demasiado complicada para ti. Todo el follón parece de algún modo gravitar alrededor mío. Estoy en el centro, soy la causa de él. Realmente no, no del todo, pues tú también eres responsable en parte. Los dos lo quisimos. Me gustaría decirte, Anaïs, sin la menor amargura, sin el menor resentimiento, sin la más mínima sensación de ofensa, que hagas por ti misma todo lo que desees hacer. Si hay en tu interior una lucha, de la cual solamente me has revelado algunos aspectos, decide qué es lo que quieres hacer y hazlo. Porque mi verdadero deseo es únicamente ayudarte. Diría exactamente lo contrario de lo que tú me escribiste. No sigas preocupándote por mi seguridad, mi independencia. Eso no es suficiente para mí, ni para ti. Olvídalo y ocúpate del resto. No hagas que uno de nosotros dependa del otro, como tan cruelmente pretendes, porque no soy partidario de eso. Te despreciaría si creyera que realmente piensas todo lo que dices. Sé que no. Pero soy una carga para ti. Estás intentando hacer por mí cosas imposibles. Y no quieres admitir que no puedes enfrentarte a ellas. Te suplico que olvides las responsabilidades que te has impuesto de ti misma. Olvídate de mi situación físico-económica, permíteme que pueda dejar de estar tan cómodamente protegido. En fin, trátame de otra manera. Mira si te he fallado. Sólo dime sinceramente: “No puedo hacer nada más por ti, Henry... ¡No puedo!”. Y mira lo que me pasa.
Lamento profundamente haberte fallado ayer. Te diré, sin embargo, que todo me parece confuso y misterioso. Llegué muy animado, con la intención de abrazarte inmediatamente y amarte hasta la muerte. Y entonces, como siempre sucede -¡no es nada nuevo!-, entro en casa y me doy cuenta de que soy un huésped, aunque muy privilegiado. Ésa no es mi casa y tú no eres mi esposa. Tú permaneces de pie junto a la puerta abierta y yo siempre veo a una princesa que, por algún secreto capricho, ha condescendido a ofrecerme su amor. Me apetece ser un don nadie. Creo que podría ser un perfecto desconocido. Todo es gratuito. Y me invade una disparatada delicadeza, y permanezco allí estrechándote la mano y hablando de cosas comunes, y me digo a mí mismo que es tan maravilloso estar aquí y que nada de esto es real, todo es un sueño. Lo digo porque, aunque sé que merezco un poco de vido, no soy digno de todo lo que tú me das. E incluso cuando hablo tanto sobre mí, lo cual debe aburrirte terriblemente, es probablemente porque intento persuadirme a mí mismo de la realidad de todo lo que tú me aportas cuando permaneces de pie junto a la puerta abierta saludándome. No sabes lo importante que es para mí, siempre. Después me vuelvo tan humano que llego a ser más delicado. Y eso ocurrió ayer... Mi insensibilidad era delicadeza. Tenía hambre de ti. Podía haberte quitado la ropa cuando me recordaste la hamaca; podía haberte devorado. Pero me senté enfrente de ti y hablé. Di un rodeo y me perdí, de manera que pude estar contigo cinco minutos antes. Pero tú parecías ayer muy frágil; parecías haber estado enferma. Y tuve la sensación de que mi hambre devoradora en realidad podía parecer poco delicada. Quería que tuvieses lo mejor de mí. Así que hablamos y lo que verdaderamente te molestó fue que no te abrazara. Bueno, me lo impedió una inesperada especie de insensibilidad. No la insensibilidad que tu imaginas. Creí que mi “buena salud” disiparía todos los vapores de la enfermedad. Creí -y supongo que eso es romanticismo- que sencillamente podía sentarme y estar contigo y hacer que te sintieras estupendamente. Todavía soy naïf y torpe. Lo siento. No estaba de humor para remordimientos de conciencia, pero desde luego no era indiferente ni insensible. No sé si llegarás a captar la distinción.
De cualquier modo, al diablo con todo esto. Te deé atolondradamente, en parte contento de que me echaras de esa manera, pues me encanta que te las des conmigo de gran dama española, y quise llamarte para decirte que lo sentía, pero entonces no sabía lo que se suponía que debía sentir y temía que te deolería más mi ignorancia o insensibilidad o Dios sabe qué, que el hecho de que yo permaneciera en silencio y “obedeciera órdenes”. Sabes muy bien que no necesitaba obedecer órdenes. Podía haberme vuelto al llegar a la puerta y decirte: “No, no me marcharé, voy a quedarme aquí y a amarte y a hacer como tú”. Pero me pareció cruelmente romántico. Querías tener el placer de ahuyentarme y yo te lo di. Eso es lo que yo llamo delicadeza. Querías que me sintiera un poco humillado y por tanto yo me fui, obedientemente, con el rabo entre las piernas. Mientras bajaba la colina me sentía muy feliz, porque te imaginaba subiendo las escaleras y escribiendo algunas páginas más de “Alraune”. Y si el hecho de que yo me vaya de esa manera puede ayudarte a escribir más “Alraune” entonces estoy siempre a tu servicio. Siempre puedes hacer de mí un felpudo humano, en beneficio de tu arte. ¡Eso debería gustarte un poco, Anaïs Nin! (Porque creo que eres una gran artista).
Y en lo referente a esa personalidad tuya. Sí, también tienes eso. Una gran personalidad. Aunque no hubieras llevado un diario. No comprendo demasiado lo que dijo Nestor, está un poco fuera de mi alcance. Únicamente diría que hay días como ayer, en que no sabes lo que eres -artista, ser humano, personalidad o autorretrato- y por consiguiente haces desgraciados a otros. Pero no importa. Lo apruebo. Deberías hacer desgraciados a otros de vez en cuando. Tienes tus malos momentos, como todos nosotros. No eres perfecta. Quizá sea eso lo que no me gusto del cumplido de Nestor. Eso, y el hecho de que tú me lo digas sólo para irritarme, como hiciste con las cartas que te escribe tu padre. ¿Supones que quiero rivalizar con esas cartas que te escribe? ¿A quién iba a dirigirse entonces? ¿Es que no tiene él también derecho a la gloria? ¿Acaso no debería escribir todavía más ardientemente que yo? Le hiciste sufrir. ¿Quieres también que yo sufra para que luego pueda escribirte esas maravillosas cartas? ¿Quieres “cartas” o me quieres a mí en carne y hueso, tangible, imperfecto y sustancial?
No quieres un monstruo, lo sé. Pero haces muy mal, Anaïs, en arrojar contra mí las palabras de June. No me lo merezco. Te perdono inmediatamente. Porque fuiste débil al escribir eso. Te insultas a ti misma cuando me escribes eso. No creo que te ofrezcas a mí hasta la extenuación. No quiero nada de ti excepto a ti misma. Ponme a prueba. No escribas: “el resto está muerto... tú lo mataste”. Suena demasiado melodramático. No te va. (Me gusta, sin embargo. Me divierte. Me río cuando recibo cartas así. Me río insensible, delicadamente. Comprendo que las cosas se estropeen cuando nos ponemos demasiado susceptibles.)
Anaïs, la primavera ha llegado. He estado disfrutando de ella. Pero para disfrutarla tendría que estar contigo. De lo contrario no habría ya más primaveras para mí. He conocido otras primaveras, negras primaveras. Y cuando escribí aquella exultante carta a Emil, diciéndole que estaba poseído por el Espíritu Santo, etc. -etcétera- pensé para mis adentros lo raro que era que quisiéramos endosarle eso al Espírituo Santo. Tú eres el espíritu Santo que hay en mi interior. Tú eres mi primavera. Tú eres la Gare St. Lazar y mi amor por París. ¿No sabes de qué forma me echaste ayer? Un poco como si fuera tu jardinero. Di otro rodeo después de dejar atrás Bougival. Subía una enorme colina, Jonchère, creo que se llamaba. Y arriba había una bonita posada, entre los árboles. Una vista maravillosa. Completamente de otro mundo. Y pensé, olvidándome por completo de mi “despido”, que me gustaría ir allí contigo alguna tarde hacia el ocaso y cenar allí contigo. Pensé también en la observación que me hiciste una vez acerca de que te enseñara las calles: que nos acordaríamos de eso cuando fuera demasiado tarde. Pensé en muchas csoas mientras subía la colina y luego contemplé una sensacional vista. Vi todo el valle a mis pies y también Louveciennes. Y te imaginé encerrada voluntariamente en aquella tenebrosa casa, escribiendo tu diario. Y eso me dolió realmente. Porque si hubieras podido estar conmigo en la colina todo habría estado bien de nuevo. Era necesario únicamente una mejor perspectiva, una ligera altitud. Perdona, no trato de imponerme sobre ti. En realidad, constato sinceramente un hecho espiritual. Ayer no podía estar abrumado. Tal vez hoy. Tal vez mañana. Puedes abrumar a cualquier ser humano, si lo intentas lo suficiente. Pero, ¿vale la pena?
En cuanto a causarte dolor, no era ésa mi intención. Nunca lo será. Jamás podré causarte deliberada, concientemente, el menor daño. Puedes pisotearme si quieres, si eso te hace sentir mejor, más fuerte. Pero yo no te pisotearé a ti. No gano nada con eso. Todas las “cosas buenas” que obtuve de ti fueron intangibles. Las hay más duraderas, imperecederas. Me sería absultamente imposible rechazarlas o negarlas. No podemos deshacernos de los grandes regalos... permanecen con nosotros.
Mientras escribo lo anterior llega tu telegrama y tu giro postal. Voy a salir a telefonearte, al diablo contigo, y luego te mando esta carta. Voy a pedirte que vengas esta noche aquí, ya que dijiste que Hugo iba a marcharse hoy. Pero cuando llegue a la cabina telefónica es posible que me quede mudo, y por eso prefiero enviarte la carta. Pero por favor, Anaïs, no insistas, “j'enverrai plus demain!”. Eso duele. Eso me pone al par de Bachman y todos los demás. No lo quiero. Ni lo tendré. Voy a salir ahora a telefonearte para intentar hacerte comprender que eres tú, solamente tú, lo que yo quiero. Pero ahora estás enfadada y es posible que no me des una oportunidad. Y me es difícil hablarte si estás seria y silenciosa conmigo. Es antinatural.
Quiero que vengas a Clichy, si puedes. Te quiero. Puedes mantener el misterio. Sólo que tráetelo contigo. Pero si me envías más telegramas como éste voy a ponerte en la calle. Je t'envois tout mon coeur et demain pas plus, rien que le coeur. Compris?

HVM


Una pasión literaria, Correspondencia (1932 - 1953)
Anaïs Nin, Henry Miller
Colección Libros del Tiempo.
Editorial Siruela



martes, 12 de febrero de 2013

***


(29 años sin Julio)



No me dejes solo frente a ti,
no me liberes a la desnuda noche,
a la luna filosa de las encrucijadas,
a no ser más que estos labios que te beben.
Quiero ir a ti desde ti misma
con ese movimiento que fustiga tu cuerpo,
lo tiende bajo el viento como un velamen negro.
Quiero llegar a ti desde ti misma,
mirándote desde tus ojos,
besándote con tu boca que me besa.

No puede ser que seamos dos, no puede ser
que seamos
dos.

Julio Cortázar

de Último Round
Editorial Siglo XXI