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miércoles, 4 de junio de 2008

El monstruo de arriba de la cama

Bueno, ya me estaba tardando en traerles este libro, que es el último de poesía que he leído, y en largo tiempo, el que más me ha hecho sentir.

Israel Miranda Salas, que además de ser escritor también hace música, en este Monstruo une sus pasiones y nos entrega una serie de poemas a modo de disco: dividido en dos lados y cada uno con el título de una canción. Pero el rock no termina ahí, su actitud se deja sentir en cada una de las historias que con sencillez y precisión vibran, y como conjunto llevan al lector a preguntarse: ¿Por qué el amor se agota, por qué la cagamos? ¿Por qué siempre terminamos convirtiéndonos en ese monstruo de arriba de la cama que todo lo tuerce y lo destruye? ¿Y qué es lo que hace que tarde o temprano la rueda vuelva a girar, que un día nos levantemos y después de recoger los pedazos de lo que fuimos decidamos comenzar otra vez?

Tal vez porque es la única manera de estar en el mundo, de sabernos vivos; porque es fascinante asomarse al espíritu abismal de otro ser humano... tal vez no. La respuesta ya la ensayará cada quien pero por lo pronto aquí está el libro, que igual que el amor, está hecho de besos, de discos y cervezas compartidas, de promesas y de risas.

* * *

A LETTER TO ELISE

............ I

¿Recuerdas el Wish, los trapos oscuros,
las botas pesadas
y el nido de cuervo en mi cabeza?

Todas las tardes
esperábamos sentados en las escaleras
a que algo grande nos sucediera
y nunca pasaba nada,
............sólo la vida.


Y nunca teníamos dinero,
pero eso no nos inquietaba
pues teníamos los libros
............y los discos
........... y las cervezas
........... y los antidepresivos
........... que encontramos en el abrigo favorito de tu madre
........... una de esas tardes en que jugábamos a ser
........... estrellas de rock.


(Tú eras Nina Hagen,
yo desde luego, Robert James Smith)


Nunca teníamos dinero,
pero teníamos calles
y conversaciones interminables.
Teníamos tiempo
y una maliciosa inconstancia
para eso de las clases y los horarios.
Teníamos un stereo nuevo
y todos los discos de The Cure.


Nunca teníamos dinero,
pero de alguna forma siempre te las arreglabas
para conseguir tequila y naranjada
que solíamos beber en los puentes,
........... mientras el tráfico
........... nos hablaba de un mundo
........... profundamente fastidioso
........... y despreciable.


........... II

Íbamos a conciertos
(que en esos tiempos eran pocos)
con el dinero que le estafábamos
a nuestros amigos.
Así, vimos a Depeche
con los fondos obtenidos
por una guitarra que vendimos tres veces,
y que ni teníamos,
y a Tears for fears
con lo adquirido de botear
(según nosotros)
en respaldo al CEU.
-Apoya la huelga compañero,
estamos luchando por tus derechos-
les decíamos ceremoniosamente.

En esa ocasión nos alcanzó hasta para las cervezas.

. III

Estoy (casi) seguro de que recuerdas el Wish,
lo robamos de una tienda de discos
que estaba en el Centro.
Corrimos como si en ello se nos fuera la vida
y cuando nos sentimos a salvo
no paramos de reír.
Lo dejamos sobre la mesita
y lo contemplamos durante una hora
antes de siquiera abrirlo.


Sonó el primer acorde de Smith,
y luego un clásico fraseo
en el bajo de Simon Gallup
y todos nuestros demonios
............se desataron.

Afirmábamos que The Cure
nos hablaba a nosotros ¿recuerdas?
Lloramos inconsolablemente con Apart
(aún me sigue sucediendo),
después bailamos hasta rompernos,
sin darle importancia a cosas como los pies.


Y simplemente sucedió.
No pudimos evitarlo.
Lo arruinamos todo con saliva y sudor y jadeos.
............Se acabaron las sonrisas,
............las estafas,
............hasta las conversaciones largas
............y las tardes sentados en las escaleras de la escuela.


A cambio vinieron horas y días enteros
............de sexo enardecido,
............de cicatrices,
............de celos.

Pronto ya no quedó nada de nosotros,
sólo la promesa de asistir juntos
a un concierto de The Cure
............(siempre The Cure),
............aunque esto significara
............atravesar el mismo infierno.

No volví a saber nada más de ti.

..........IV

Te vi en el concierto,
ibas con un oficinista.
Yo iba con el mejor de mis amigos.
Ya no eras Nina Hagen
y hace mucho que el cuervo en mi cabeza
emprendió el vuelo.
Al verme me saludaste con ese gesto de
“sabía que estaríamos aquí”.
Te perdiste entre la gente.


Cuando la banda hizo sonar
los primeros compases de Open
comencé a bailar,
seguramente tú hiciste lo mismo.
Es algo que no podemos evitar.


Mi amigo bailaba y lloraba emocionado.
(Ahora estoy seguro de que recuerdas el Wish)

Nunca supimos a dónde fue
todo lo que alguna vez deseamos.

(A veces extraño al tipo que era
cuando estábamos juntos.)

* * *
Descarga aquí el libro completo.

Y si les gusta, no duden en comprarlo! Yo encontré esta colección en un puesto de las Librerías de La Jornada, pero también pueden ponerse en contacto directamente con los editores. El precio es super accesible y vale la pena tener los libros originales, que como objetos son hermosos:

Colección Poesía de la Era del Vacío


miércoles, 20 de febrero de 2008

Miedo a los perros

Este es un libro que me gustó mucho desde la portada hasta el índice, y no es exageración. Fue escrito y hermosamente diseñado por Israel Miranda Salas, y aunque ya hace tiempo subí algo de él, aquí está otra probadita y si les agrada, bájense el libro completo en la página del movimiento infrarrealista de poesía, en su sección de recién agregados.

* * *

V. [Miedo a los perros]

La luna tiembla

y los perros le ladran

a los fantasmas que alguna vez seremos.

Hoy decidí suspender aquella tarea

(la de escribir diez mil veces que la amo).

Nunca lo entendió.

Tampoco me preocupé demasiado por hacérselo ver.

Tal vez por eso se marchaba a cada rato.

Y tenía una interminable lista de miedos:

a su padre y su mirada lasciva,

a los chantajes de su madre,

a que la manosearan en el metro,

a que la asaltaran en el pesero,

a ponerse demasiado ebria,

a abordar un taxi sola,

a que la engañara,

a engordar,

a quedarse sin dinero,

al monstruo de debajo

de la cama (no, ese es mío),

a un ex novio que la acosaba,

y principalmente

a los perros.

Lo gracioso del asunto es que la mayoría de sus temores eran

justificados. Pero alguien la convenció

(y en verdad que no fui yo, salvo con ese del engaño)

de que sus angustias eran psicológicas.

Empezó a combatirlas con terapia (dos horas a la semana, a $250°° la hora) pero no fue suficiente. Así que entró a un grupo de autoayuda (cuatro horas a la semana, gratis) y no fue suficiente.

Se inscribió a docenas de retiros espirituales, a todo tipo de clubs de superación personal, optimismo, doble A, Yin y Yan, y en fin, hasta uno de recetas macrobióticas. No fue suficiente.

Quise ayudarla con algunos de sus miedos, así que empecé con el acosador. Lo encontramos un viernes por la noche en el Dos Naciones. Le estrellé una cerveza en el cráneo y no volvimos a saber de él.

Eso fue fácil.

Después seguí con los perros. Así que compré uno, un rodwailer, se llamaba Bruce Willis. Era perezoso y gordo; era como un hijo para nosotros. Eso le ayudó mucho.

Un día íbamos rumbo a casa, y antes de tomar la desviación habitual (pues en esa calle había un perro enorme y espantoso) me tomó de la mano y comenzó a caminar con decisión. -No puedo temerles toda la vida- dijo. Me pareció buena idea.

Cundo pasamos frente a ese maldito perro, el muy desgraciado se levantó. Nos miraba fijamente. Dimos un paso y se inclinó hacia enfrente. Dimos otro paso (más pequeño) y gruñó y nos enseñó los colmillos (eran enormes). Otro pasito y el infeliz ladró (¡era un león ese pinche perro!). Ella echó a correr. Mala idea.

Corrí también y el perro se abalanzó sobre nosotros. Corríamos y gritábamos y el perro ladraba y gruñía tras nosotros. Ella tropezó. La maldita bestia empezó a tironearle el pantalón. Ella gritaba. Encontré una piedra de buen tamaño y se la arrojé con todas mis fuerzas. Le di justo detrás de la oreja. La bestia cayó fulminada. Ya en el suelo comenzó a convulsionarse y a vomitar. Se arrancó la lengua.

Ella se levantó. Lloraba. –Vámonos- me dijo.

El perro dejó inservible su pantalón y la caída le destrozó la rodilla izquierda. Necesitó veintisiete puntadas y (obviamente) más terapia. Ahora tiene una horrible cicatriz y ambos tenemos miedo a los perros.

Tuvimos que deshacernos de Bruce Willis.

miércoles, 9 de mayo de 2007

polaroids


Este libro de poemas lo conseguí en el defe en un puesto de las librerías de La Jornada, de entrada me gustó el diseño (que resultó ser del autor) y ya (h)ojéandolo me llamó la atención su manera de usar el lenguaje, con muchísima sonoridad e imágenes... ja, exquisitas.

La poesía no tiene por qué servir para nada, pero a veces sirve.


IV
(Malabarista de limones)


Ella dice que, por las noches, los poetas le ayudan

a adelgazar su soledad.

Construye soliloquios evitando, minuciosamente,

conceptos trágicos como Tristeza o Desazón

o Sobrepeso. Pero es octubre

y el desconsuelo se le desprende de los árboles.

Por las tardes, en sus ojos, llueve.

Frecuentemente amanece anegada.

Me sumerjo en un balde de latón

que guardo bajo su cama.


Ella no lo sabe, ayer la vi frente a un aparador.

Sus ojitos de roedor

lamentaban llegar (otra vez) tarde
a las ofertas de fin de temporada.

Yo siempre estoy llegando tarde a todo,

así que (casi) la comprendo.


Poco después nos encontramos en un café del centro.

Le regalé un disco de la Dave envuelto

en papel periódico. Ella me regaló a Henry James.


(El tiempo se detiene. Afuera, la Gran Ciudad, oscurece)

Ella no lo sabe, en casa guardo una maleta

repleta de palabras que no le he dicho.

Una en particular

se me enreda (a menudo) en la punta de la lengua.

Le arrojo un par de promesas,

suele utilizarlas como separadores en libros que nunca lee.

Jugamos con la comida, mastica ruidosamente

mientras fracaso como malabarista de limones.

Caen al piso y sonreímos.

*
Polaroids,

R. Israel Miranda Salas
Editorial Pulque Humano
México
2006

sábado, 7 de octubre de 2006

Ella se llamaba Sara


Estamos jodidos, estamos jodidos, canturreaba Sara mientras corríamos por calles oscuras que no conocíamos. Atrás de nosotros: los malos de la película. Y bueno, ni tan malos; al fin y al cabo Sara había aventado un ladrillo al parabrisas del carro de uno de los tipos (seis, diez, veinte, treinta, cientos, lo juro, eran un ejército), aunque claro, el muy imbécil se lo había buscado. Uno no anda por esta vida diciendo qué desperdicio de mujer, pinche marimacha a gente como Sara. Ella sonrió y me dijo: vámonos de esta fiesta. Cuando salimos corrió a buscar un ladrillo y lo aventó contra el parabrisas de un carro que estaba estacionado frente a la casa de la fiesta. Obviamente salieron a ver qué había pasado, aunque nosotros ya habíamos empezado a correr porque, para variar, no teníamos carro. Corrimos hasta que sentimos que nuestros corazones iban a estallar. No era un deporte nuevo. Todavía tengo dos cicatrices en la frente porque a un tipo, al que Sara había insultado, decidió que mi cabeza debía besar apasionadamente el pavimento cinco veces. De las primeras dos les puedo platicar con todo detalle, de las otras tres sólo sé porque Sara me contó después. Ese era el inconveniente de ser el amigo masculino de Sara. Hay tipos tan pendejos que si una mujer los insulta, piensan que tienen el derecho de partirle la madre a su amigo, como sucedía comúnmente.

Bueno, corríamos por calles con camellón sin saber a dónde iban y tratábamos de cambiar de ruta rápidamente porque nuestros perseguidores tenían que dar vuelta en sus coches, y así sería más difícil que nos alcanzaran. Llevábamos las de perder. Faltaban muchas calles para llegar a alguna avenida donde se pudiera tomar algún transporte y nuestros perseguidores tenían por lo menos cuatro carros. Además, estaban realmente emputados.

-A ver si la próxima vez mejor ponchas sus pinches llantas –le dije, y ella trató de sonreír. Pero no podía, estaba cansada. Parecía que esta vez sí íbamos a perder. No se oían ni veían carros por ningún lado. Sabíamos que era cuestión de suerte. O llegábamos a un camión y dormíamos en una cama, o nos encontraban y quién sabe qué pasaría.

-Carajo contigo, ni siquiera me dijiste lo que ibas a hacer.

-No mames, siempre te da miedo; además, si te hubiera dicho, no me hubieras dejado. Mejor cállate, no te acuerdes y camina más rápido.

Cuando oíamos un carro tratábamos de parar y escondernos atrás de un árbol o de otro carro y esperar a que pasaran. La noche estaba tranquila aunque hacía frío.

-Además tú eras el que querías venir a esta pinche fiesta. Te he dicho mil veces que me cagan las fiestas en los suburbios. Puros pinches fresas.

Sara seguía reclamando y verla era todo un espectáculo. Estaba sudando y sus ojos brillaban por la sobredosis de adrenalina. Era guapa, bueno, no solamente guapa. Era bonita, y esa no es una palabra que me guste usar. Lo peor es que era bonita como en los comerciales, como en esa fotografía imaginaria que tiene todo padre al pensar cómo va a ser su hija. Y no había otra cosa en el mundo que Sara odiara más. Tenía un problema con su belleza. Por eso se había rapado. Por eso usaba siempre pantalones holgados, para que nadie se asome tratando de verme el culo. Por eso tenía un arete en la lengua, otro en el ombligo, tres en cada oreja, y estaba ahorrando para hacerse uno en el pezón. Yo siempre le decía que tarde o temprano tenía que hacerse uno en la vagina. Y siempre respondía lo mismo: No mames, qué mal gusto, imagínate qué pensarían mis hijos, imagínate la chinga en el parto, y se echaba a reír. Es curioso: mientras más mutilaba su cuerpo, más guapa se veía, y más difícil era no voltear a verla.

Pepe Rojo,
Ella se llamaba Sara (cuento, fragmento)
De Yonke, 1998.

sábado, 23 de septiembre de 2006

Ella


En la tumba que es mi memoria la veo ahora enterrada a ella, a la que amé más que a nadie, más que al mundo, más que a Dios, más que mis propias carne y sangre. La veo pudrirse en ella, en esa sanguinolenta herida de amor, tan próxima a mí que no la podría distinguir de la propia tumba. La veo luchar para liberarse, para limpiarse del dolor del amor, y sumergirse más con cada forcejeo en la herida, atascada, ahogada, retorciéndose en la sangre. Veo la horrible expresión de sus ojos, la lastimosa agonía muda, la mirada del animal atrapado. La veo abrir las piernas para liberarse y cada orgasmo es un gemido de angustia. Oigo las paredes caer, derrumbarse sobre nosotros y la casa deshacerse en llamas. Oigo que nos llaman desde la calle, las órdenes de trabajar, las llamadas alas armas, pero estamos clavados al suelo y las ratas nos están devorando. La tumba y la matriz del amor nos sepultan, la noche nos llena las entrañas y las estrellas brillan sobre el negro lago sin fondo. Pierdo el recuerdo de las palabras, incluso de su nombre que pronuncié como un monomaniaco. Olvidé qué aspecto tenía, qué sensación producía, cómo olía, mientras penetraba cada vez más profundamente en la noche de la caverna insondable. La seguía hasta el agujero más profundo de su ser, hasta el osario de su alma, hasta el aliento que todavía no había expirado de sus labios. Busqué incansablemente aquella cuyo nombre no estaba escrito en ninguna parte; penetré hasta el altar mismo y no encontré… nada. Me enrosqué en torno a esa concha de nada como una serpiente de anillos flameantes, mientras los acontecimientos del mundo se colaban y formaban en el fondo un viscoso lecho de moco. Vi el Dragón agitarse y liberarse del dharma y del karma, vi a la nueva raza del hombre cociéndose en la yema del porvenir. Vi hasta el último signo y el último símbolo, pero no pude interpretar las expresiones de su rostro. Sólo pude ver sus ojos brillando, enormes, luminosos, como senos carnosos, como si yo estuviera nadando por detrás de ellos con los efluvios eléctricos de su visión incandescente.

Henry Miller,
De Trópico de Capricornio (novela), 1961.

sábado, 9 de septiembre de 2006

Un hemisferio en una cabellera


Déjame respirar largo rato, largo rato, el olor de tus cabellos, y sumergir mi rostro, como un sediento en el agua del manantial, y agitarlos con mi mano como pañuelo fragante, para sacudir recuerdos en el aire.
¡Si pudieras saber todo lo que veo, todo lo que siento, todo lo que oigo en tus cabellos! Mi alma viaja en el perfume como el alma de los otros en la música.
Tus cabellos contienen un sueño lleno de arboladuras y velámenes; contienen vastos mares, cuyos monzones me llevan hacia encantadores climas, donde el espacio es más azul y profundo, donde la atmósfera está aromada por frutos, por hojas y por la piel humana.
En el océano de tu cabellera entreveo un puesto donde hormiguean cantos melancólicos, hombres vigorosos de todas las naciones y navíos de todas formas que recortan sus arquitecturas finas y complejas en un cielo inmenso donde se pavonea el calor eterno.
En las caricias de tu cabellera reconozco las languideces de largas horas pasadas sobre un diván en el camarote de un bello navío, mecidas por el balanceo imperceptible del puerto, entre floreros y botijos refrescantes.
En el hogar ardiente de tu cabellera respiro el olor del tabaco mezclado con opio y azúcar; en la noche de tu cabellera veo esplender el infinito del azul tropical; sobre las orillas vellosas de tu cabellera me embriago con los olores mezclados del alquitrán, del musgo y del aceite de coco.
Déjame morder largo rato tus trenzas negras y pesadas. Cuando mordisqueo tus cabellos, rebeldes y elásticos, me parece que devoro recuerdos.

Charles Baudelaire,
De Pequeños poemas en prosa (El spleen de París), 1857.

sábado, 2 de septiembre de 2006

Madrigal triste

¿Qué me importa que seas buena?
Sé hermosa y sé triste; el llanto
añade belleza al rostro
como el río a los paisajes.
La flor se lava en las tormentas.

Te amo más si alegría
huye de tu frente agobiada;
si el horror tu pecho anega;
si oscurece tu presente
la horrible nube del pasado.

Cuando vierten tus pupilas
agua ardiente como sangre;
cuando aunque mi mano te mezca,
tu angustia, agobiante, punza
cual estertor de un moribundo.

Aspiro, divino deleite,
himno delicioso, profundo,
los sollozos de tu pecho,
y creo que te iluminan
las perlas que vierten tus ojos.

Charles Baudelaire,
De Las flores del mal.

Una mujer en la tierra

Tiene color y aroma el recuerdo. Es azul, como los cielos de mayo al mediodía, y huele a cosas de la vida: huele a casa, a besos, a vestidos, a todo lo vulgar y todo lo extraordinario. De pronto, en ciertas zonas del aire –de un aire que nunca se ha movido en el corazón y queda ahí por los siglos- se mete por los sentidos y reconstruye todo: cuando se podía ver el rostro amado, cuando se podían tocar sus manos. Es una llama apagada, apagada como si se hubieran cerrado los ojos, como si alguien hubiese tapiado con cemento y con desesperanza todas las salidas. Es el pasado: lo que ha pasado, lo que nunca podrá ocurrir de nuevo. Por más esfuerzos, por más voluntad, eso ha dejado de ser. Se puede escarbar la tierra con uñas y dientes buscando el peor de los abismos; se pueden abrir surcos en nuestra carne viva buscando la sangre que fue, y es tan incompleto todo, está tan vacío, sólo con uno dentro y nadie más, que el recuerdo mismo pierde su seguridad y se duda de toda la existencia.
Estas manos, esta piel, esta voz, ¿serán las mismas que han convivido con el amor, con aquel amor que embriagó por tanto tiempo su vida? Ella no podía responder nada.

(…) Tiene color y aroma la existencia feliz, el amor. Un color de cielo en primavera; un aroma a cosas diarias, hermosamente triviales y lejanas. Cuando hablaban, sus palabras eran lentas, cálidas, y después se cansaban tanto y tan bien, que quedaban uno en otro, sin voluntad, anegados de bien, de inexistencia. (...) El hombre era un árbol con sus altas ramas en el aire y sus hondas raíces en la profundidad de la tierra. Los mismos ángeles no eran otra cosa que hombres con alas. Hombres que volaban y no podían quedar eternamente en el cielo. Caían. Y en lugar de alas tenían dos brazos dolorosos, dos brazos duros, para amar y hundirse en la tierra.

José Revueltas,
De Dios en la tierra, 1944.

martes, 22 de agosto de 2006

Tristessa

La forma salvaje en que Tristessa se para con las piernas abiertas a la mitad del cuarto para explicar algo, como un yonqui en una esquina de Harlem o en cualquier otro lugar, El Cairo, Bang Bombayo y todo el Fellah Ollah Lot desde la punta de Bermuda hasta las alas de un albatros emplumado en la costa del Ártico, sólo el veneno de las Gluglú focas y águilas que los esquimales de Groenlandia producen no es tan malo como la morfina creada por la civilización occidental, ante la que ella (una india) está obligada a someterse y rendirse en su tierra natal.

Ahora el gato está cómodamente arrebujado en la cara de Cruz, que toda la noche duerme acurrucada en la parte inferior de la cama, mientras Tristessa lo hace en la parte superior enganchando sus pies a los de Cruz, parecen hermanas o madre e hija, ambas han convertido la pequeña cama en algo confortable… El pequeño gato rosado es tan seguro de sí mismo (a pesar de las moscas que revolotean alrededor del puente de su nariz y de sus párpados) que siento que todo está bien… que todo está bien en el mundo (al menos por ahora)… El gato quiere estar cerca de la cara de Cruz donde todo está bien… Él (en realidad es una pequeña hembra) no se da cuenta de las vendas, del dolor y de los horrores del alcoholismo de Cruz, sólo sabe que ella es la mujer que todos los días mete sus piernas en la cocina para darle de comer, que juega con él en la cama fingiendo que lo golpea, cargándolo, regañándolo, mientras él sacude su pequeña cara que está dentro de su pequeña cabeza, parpadeando, moviendo hacia atrás sus orejas como si ella lo fuera a golpear, pero lo único que hacen es jugar. Así que ahora se sienta frente a Cruz, y a pesar de que gesticulamos como locos mientras hablamos y de que ocasionalmente una violenta mano roza sus bigotes casi golpeándolos o de que El Indio decide agresivamente arrojar un periódico a la cama que cae justo en su cabeza, a pesar de eso, él permanece sentado sintiéndonos con los ojos cerrados, acurrucado al estilo de un Gato Buda que medita en medio de nuestros aspavientos como arriba la Paloma… Quisiera saber si el gato se da cuenta de que hay una paloma arriba del closet. Me gustaría que mi familia de Lowell estuviera aquí para que viera la forma en que los mexicanos conviven con los animales.
Pero el pequeño y pobre gato se ha convertido en un enjambre de moscas, lo que parece no importarle porque no se la pasa rascándose como los gatos americanos, se aguanta… Lo cojo y siento su flaco y diminuto esqueleto cubierto de grandes manojos de pelo… A pesar de que México es muy pobre, de que la gente es pobre, todo aquí se hace con alegría y desenfado, no importa lo que sea… Tristessa es una flaca drogadicta que vive su adicción despreocupadamente, un americano la viviría sombríamente… Con todo, ella tose y se queja todo el día, de igual modo y a intervalos el gato explota y se rasca furiosamente, lo que en nada le ayuda.

Jack Kerouac,
Tristessa (novela, fragmento), 1960.

lunes, 31 de julio de 2006

Tu más profunda piel

No me mires desde la ausencia con esa gravedad un poco infantil que hacia de tu rostro una máscara de joven faraón nubio. Creo que siempre estuvo entendido que sólo nos daríamos el placer y las fiestas livianas del alcohol y las calles vacías de la medianoche. De ti tengo más que eso, pero en el recuerdo me vuelves desnuda y volcada, nuestro planeta más preciso fue esa cama donde lentas, imperiosas geografías iban naciendo de nuestros viajes, de tanto desembarco amable o resistido de embajadas con cestos de frutas o agazapados flecheros, y cada pozo, cada río, cada colina y cada llano los hallamos en noches extenuantes, entre oscuros parlamentos de aliados o enemigos. ¡Oh viajera de ti misma, máquina de olvido! Y entonces me paso la mano por la cara con un gesto distraído y el perfume del tabaco en mis dedos te trae otra vez para arrancarme a este presente acostumbrado, te proyecta antílope en la pantalla de ese lecho donde vivimos las interminables rutas de un efímero encuentro.


Julio Cortázar
Tu más profunda piel (fragmento), de Último round, tomo I, 1969.

sábado, 29 de julio de 2006

Con denuedo diles que me amas, a ellos, los choferes de
autobús urbano cuando, decidida, abordes una de esas bestias
nobles que habrá de llevarte donde escribo el poema.
Respírales enfrente y que sepan la dimensión inexacta de tu amor.
Sabrán que has llegado del mar, y que como éste, te mueves
por inspiración de extrañas lunas.
Pero no detengas tu valentía en esa escena.
Vuelve tus ojos inmisericordes al oscuro miasma de
pasajeros del colectivo y sepúltales con aquella luz que te
regalaron cuando niña, abriéndote despacio.


Octavio César
De Loba para principiantes.

viernes, 28 de julio de 2006

Mujeres

En la noche del miércoles me encontraba en el aeropuerto esperando a Iris. Me senté y contemplé a las mujeres. Ninguna de ellas, excepto una o dos tenían tan buen cuerpo como Iris. Había algo que no marchaba bien en mí: tenía una verdadera obsesión sexual. Me imaginaba estando en la cama con cada mujer que veía. Era una interesante manera de pasar el tiempo de espera en un aeropuerto. Mujeres: me gustaban los colores de sus ropas, su manera de andar, la crueldad de algunos rostros, de vez en cuando la belleza casi pura de una cara, total y encantadoramente femenina. Estaban por encima de nosotros, planeaban mejor y se organizaban mejor. Mientras los hombres veían el fútbol o bebían cerveza o jugaban a los bolos, ellas, las mujeres, pensaban en nosotros, concentrándose, estudiando, decidiendo, si aceptarnos, descartarnos, cambiarnos, matarnos o simplemente abandonarnos. Al final no importaba, hicieran lo que hicieran, acabábamos locos y solos.


Charles Bukowski,
Mujeres (novela), 1979.