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miércoles, 23 de agosto de 2006

Los monos

Wolfgang Köhler perdió cinco años en Tetuán tratando de hacer pensar a un chimpancé. Le propuso, como buen alemán, toda una serie de trampas mentales. Lo obligó a encontrar la salida de complicados laberintos; lo hizo alcanzar difíciles golosinas, valiéndose de escaleras, puertas, perchas y bastones. Después de semejante entrenamiento llegó a ser el simio más inteligente del mundo; pero fiel a su especie, distrajo todos los ocios del psicólogo y obtuvo sus raciones sin trasponer el umbral de la conciencia. Le ofrecían la libertad, pero prefirió quedarse en la jaula.
Ya muchos milenios antes (¿cuántos?), los monos decidieron acerca de su destino oponiéndose a la tentación de ser hombres. No cayeron en la empresa racional y siguen todavía en el paraíso: caricaturales, obscenos y libres a su manera. Los vemos ahora en el zoológico, como un espejo depresivo: nos miran con sarcasmo y con pena, porque seguimos observando su conducta animal.
Atados a una dependencia invisible, danzamos al son que nos tocan, como el mono del organillo. Buscamos sin hallar las salidas del laberinto en que caímos, y la razón fracasa en la captura de inalcanzables frutas metafísicas.
La dilatada entrevista de Momo y Wolfgang Köhler ha cancelado para siempre toda esperanza, y acabó en otra despedida melancólica que suena a fracaso.
(El Homo sapiens se fue a la universidad alemana para redactar el célebre tratado sobre la inteligencia de los antropoides, que le dio fama y fortuna, mientras Momo se quedaba para siempre en Tetuán, gozando una pensión vitalicia de frutas al alcance de su mano.)

Juan José Arreola,
De Bestiario, 1972
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miércoles, 2 de agosto de 2006

El prodigioso miligramo

...moverán prodigiosos miligramos
CARLOS PELLICER


Una hormiga censurada por la sutileza de sus cargas y por sus frecuentes distracciones, encontró una mañana, al desviarse nuevamente del camino, un prodigioso miligramo.
Sin detenerse a meditar en las consecuencias del hallazgo, cogió el miligramo y se lo puso en la espalda. Comprobó con alegría una carga justa para ella. El peso ideal de aquel objeto daba a su cuerpo extraña energía: como el peso de las alas en el cuerpo de los pájaros. En realidad, una de las causas que anticipan la muerte de las hormigas es la ambiciosa desconsideración de sus propias fuerzas. Después de entregar en el depósito de cereales un grano de maíz, la hormiga que lo ha conducido a través de un kilómetro apenas tiene fuerzas para arrastrar al cementerio su propio cadáver.
La hormiga del hallazgo ignoraba su fortuna, pero sus pasos demostraron la prisa ansiosa del que huye llevando un tesoro. Un vago y saludable sentimiento de reivindicación comenzaba a henchir su espíritu. Después de un larguísimo rodeo, hecho con alegre propósito, se unió al hilo de sus compañeras que regresaban todas, al caer la tarde, con la carga solicitada ese día: pequeños fragmentos de hoja de lechuga cuidadosamente recortados. El camino de las hormigas formaba una delgada y confusa crestería de diminuto verdor. Era imposible engañar a nadie: el miligramo desentonaba violentamente en aquella perfecta uniformidad.

Juan José Arreola, El prodigioso miligramo (cuento, fragmento)
De Confabulario, 1952.



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