
El capitán salió a comer y los marineros tomaron el barco, está planteado en forma de diario, y recoge las impresiones, anécdotas y temores de un escritor que ya puede vivir de su trabajo, pero no se considera domesticado, se da cuenta de que sigue dejando semen y sudor en sus páginas, aunque ahora ya no sea su vieja máquina la que las escriba, sino su computadora, y no deja de observar sin autoengaño las ironías y pruebas a que la fama y el reconocimiento pueden someterte cuando fuiste un joven que se la pasaba borracho y nunca tenía para la renta, y luego de ser cartero casi hasta los cincuenta años, es cuando junto con su editor John Martin, decide dejar su empleo y probar suerte, con el resultado que ahora todos conocemos.



15/09/92 .....................................01.06 h.
—Creo que me sentiría un poco ridículo si voy allí sólo por estas marcas. Les entra gente cubierta de sangre, que ha sufrido accidentes de coche, apuñalamientos, tiroteos, intentos de suicidio, y yo lo único que tengo son las 3 marcas estas.
—No quiero despertarme por la mañana con un marido muerto —dijo Linda.
Me lo pensé unos 15 minutos.
—Muy bien, vamos —dije.
—¿Sí? —nos preguntó.
—Creo que me ha picado algo —dije—. A lo mejor hay que echarle un vistazo.
Le di mi nombre. Estaba metido en el ordenador. Última visita: cuando tuve la tuberculosis.
Entré en una sala. La enfermera hizo lo de costumbre. Tensión arterial. Temperatura.
Luego el médico. Me examinó las marcas.
—Parece de una araña —dijo—. Suelen morder 3 veces.
Me pusieron una inyección antitetánica y me prescribieron antibióticos y Benadryl.
Pasamos por una farmacia que abría toda la noche para comprar los medicamentos.
Tenía que tomar una cápsula de Duricef 500 mg cada 12 horas. El Benadryl, una cada 4 o 6 horas.
Y empecé. Y esto es a lo que iba. Un día después o así empecé a sentirme como cuando estuve tomando los antibióticos para la tuberculosis. Sólo que en aquella ocasión, debido a mi estado general de debilidad, apenas podía subir y bajar por las escaleras, y me tenía que ayudar agarrándome a la barandilla. Ahora era sólo la sensación de náusea, la flojera mental. El cuerpo entero enfermo, la mente entera aplanada. Al tercer día me senté al ordenador para ver si salía algo. Y allí me quedé, sentado. Así es como debe sentirse uno, pensé, cuando finalmente te abandona. Y no puedes hacer nada. A los 72 años, siempre era posible que me abandonara. La capacidad de escribir. Era un miedo. Y no se trataba de la fama. Ni del dinero. Se trataba de mí. Necesitaba el desahogo, el entretenimiento, la liberación de la escritura. La seguridad de la escritura. Aquel maldito trabajo. Todo el pasado no significaba nada. La reputación no significaba nada. Lo único que importaba era la siguiente línea. Y si la siguiente línea no llegaba, estaba muerto, aunque técnicamente estuviera vivo.
Ahora, mañana, tengo que ir a ver a mi médico de cabecera para que me diga si necesito más antibióticos o qué. Sigo teniendo las marcas, aunque ya no son tan grandes. ¿Quién sabe qué demonios puede pasar?
Ah, sí. Justo cuando me marchaba, la amable señora del mostrador de recepción empezó a hablar de picaduras de araña.
—Sí, tuvimos aquí a un chico, una vez, de unos veinte años. Le picó una araña, y ahora está paralizado de la cintura para arriba.
—¿En serio? —le pregunté.
—Sí —dijo—. Y luego tuvimos otro caso. Un hombre que...
—No importa —le dije—. Tenemos que marcharnos.
—Bueno —dijo—, que tengan una buena noche.
—Y usted también —dije.
* * *

Editorial Anagrama.
2000.
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