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sábado, 3 de septiembre de 2011

El sino del escorpión


Ninguna fatalidad pesa sobre los escorpiones aparte de la fatalidad de que todo mundo los considere como tales, de modo que se ven en la necesidad de vivir bajo las piedras húmedas y entre las hendiduras de los edificios, en los rincones sin luz, una vida enormemente secreta y nostálgica después de haber devorado dulce y lentamente a su madre. Ahí están los escorpiones, sin saber nada de sí mismos, mientras otros animales cuando menos tienen una vaga referencia de su propio ser; pero los escorpiones no. En su tremendo mundo de sombras únicamente les está permitido mirar a sus semejantes, a nadie más. Y aun la enternecedora circunstancia de haber devorado a su madre les impide obtener la información que hubiese podido proporcionarles, respecto al mundo, alguien de mayor experiencia que ellos.


Al escorpión sus semejantes lo trastornan y lo hacen sufrir de un modo indecible porque, sobre todo, no sabe si sus semejantes son diferentes a él o en absoluto, no se le asemejan en nada, como suele ocurrir. Trata entonces de verse de algún modo y comprende que ninguna mejor forma de verse que la de ser nombrado. Pues él ignora cómo se llama y también que no puede ser visto por nadie.


Anhela al mundo. Trata de conocer a los otros seres de la naturaleza, en particular –ignorándolo– a los que menos lo quieren y menos lo comprenden. Se imagina que sería bello estar a su lado, servirles, adornarles la piel con su hermoso cuerpo de oro. Pero es imposible.


Así, sufre un sobresalto espantoso cuando, sobre la pared blanca –esa superficie lunar y ambicionada que tan enfermizamente le fascina–, se abate sobre él la persecución injusta y sin sentido, ya que no trataba de hacer mal a nadie. Su estupor no tiene límites: más bien muere de estupor antes de que lo aplasten, porque en cierta forma aquello le parece de una alevosía indigna de aquel ser a quien tanto deseaba observar, contemplar y tal vez amar, ¿por qué no?, si ese ser, que lo hace con otros, se dignara darle un nombre a él, al pobre ecorpión.


Nadie ha podido explicarle –por supuesto– que esa secreción suya es veneno. ¿Quién podría decírselo? Ningún animal, ningún otro ser viviente podría decírselo, ya que, al sólo verlo, sin averiguar sus intenciones, lo matan enseguida y aun él mismo muere, si nadie lo mata, después de hundir sus amorosas tenazas en aquel cuerpo. (El piensa que aquello es un simple acto amoroso, unas nupcias en que se comunica con el mundo y se entrega desinteresadamente, sin que cuente siquiera con la parte de suicidio inesperado que tal acto contiene). De aquí que entre los escorpiones no pueda existir la tradición; ninguno puede decir a sus descendientes: no hagas esto o aquello, no salgas bajo la luz, no aparezcas en las paredes blancas, no te deslices, no trates de acariciar a nadie, pues ninguno de ellos ha vivido para contarlo. Sufren de tal suerte la más increíble soledad, sin saber cuando menos que son bellos. Aparecen, cuando lo hacen, tan sólo por curiosidad de sí mismos: es el único ser de la naturaleza al que le está prohibido ser Narciso y sin embargo se empeña en verse, porque nadie se ve si no lo han visto, ni cuando, si lo ven, muere.


Como no pueden otra cosa y se pasan la vida escuchando lo que ocurre en el mundo exterior, los escorpiones se dan entre sí los más diversos nombres: amor mío, maldito seas, te quiero con toda el alma, por qué llegaste tan tarde, estoy muy sola, cuándo terminará esta vida, déjame, no sabría decirte si te quiero. Palabras que oyen desde el fondo de los ladrillos, desde la podredumbre seca y violenta, entre las vigas de algún hotelucho, o desde los fríos tubos de hierro de un excusado oloroso a creolina. Porque ellos, repetimos, no saben que se llaman escorpiones o alacranes. No lo saben. Y así, sin saberlo, se sienten requeridos por alguien en las tinieblas, entre besos húmedos o pobres centavos que suenan sobre una mesa desnuda, y salen entonces para ser muertos y para que se hable de ellos en los lavaderos donde las mujeres reprenden a los niños, y los niños de pecho devoran a sus madres apenas sin sentirlo. Aquello resulta un espantoso fraude –piensan los escorpiones–. ¿Para qué nos dijeron aquellas palabras que nosotros creíamos nuestro nombre? ¿Para qué llamarnos malditos, ni eso de ya no trajiste el gasto otra vez, ni aquello de andas con otro, ni lo absurdamente final de te quiero como anadie en el mundo, si todo era para matarnos, si todo era para no dejarnos se testigos de lo que amamos con toda el alma y que a lo mejor es el hombre?


José Revueltas
Material de los Sueños

EDICIONES ERA

2007


martes, 8 de junio de 2010

Sobre La Prosa del Transiberiano


No soy un poeta. Soy un flojo. No tengo ningún método de trabajo. Tengo un sexo. Soy, por mucho, una persona sensible. No sé hablar objetivamente sobre mí. Cada ser humano es una fisiología. Y si escribo, es tal vez por necesidad, por higiene, así como uno come, como uno respira, como uno canta. Es tal vez por instinto; tal vez por espiritualidad. Pangue lingua. ¡Los animales tienen tantas manías! Puede ser también para ponerme en movimiento, para excitarme, excitado para vivir, mejor, tanto y más.


La literatura es parte de la vida. No es algo "aparte". No escribo por profesión. Vivir no es una profesión. No hay así artista alguno. Los cuerpos vivos no trabajan. No me gusta el sudor de mi frente a pesar de las opiniones sanas de un libro, aunque sea famoso. No hay especializaciones. No soy un hombre de letras. Denuncio a los aprovechados y a los arribistas. No hay escuelas. Yo escribiría de otro modo en Grecia o en la cárcel de Sing-Sing. He hecho mis más hermosos poemas en ciudades grandes, entre cinco millones de hombres, o a cinco mil leguas bajo mares en compañía de Julio Verne, por no olvidar los más hermosos juegos de mi niñez. Cualquier vida es un poema, un movimiento. Sólo soy una palabra, un verbo, una profundidad, en el sentido más salvaje, más místico, más vivo.


Por lo tanto, La Prosa del Transiberiano, es de verdad un poema, porque es la obra de un libertino. Puesto que esto es su amor, su pasión, su vicio, su grandeza, su vómito. Es una parte de él aún. Su Eva. La cita que él arrancó. Es una obra mortal, herida de amor, preñada...


Una risa que horroriza. De la vida, la vida. Algún rojo y azul, de sueño y de sangre, como en los cuentos. Me gustan las leyendas, los dialectos, la falta de lenguaje, las novelas policíacas, la carne de las niñas, el sol, la Torre Eiffel, los apaches, los negros y la astucia del europeo quien disfruta silencioso e irónico de la modernidad. ¿A dónde voy? No sé nada sobre ello. En cuanto a mis medios, son inagotables; nací pródigo.


El gato doméstico tiene su abrigo sedoso; su columna vertebral es flexible, eléctrica; se abandona así a sus buenos ejércitos: a sus garras fuertes; él brinca sobre la presa y obtiene lo que él desea. Pero el gato salvaje brinca mucho mejor: su golpe siempre es certero. Tengo altura de gato salvaje.


París, septiembre de 1913




(Texto extraído de la revista Deriva, No. 12, Ciudad de México, noviembre de 2002. 
Con traducción de Víctor Monjarás Ruíz)


sábado, 9 de septiembre de 2006

Un hemisferio en una cabellera


Déjame respirar largo rato, largo rato, el olor de tus cabellos, y sumergir mi rostro, como un sediento en el agua del manantial, y agitarlos con mi mano como pañuelo fragante, para sacudir recuerdos en el aire.
¡Si pudieras saber todo lo que veo, todo lo que siento, todo lo que oigo en tus cabellos! Mi alma viaja en el perfume como el alma de los otros en la música.
Tus cabellos contienen un sueño lleno de arboladuras y velámenes; contienen vastos mares, cuyos monzones me llevan hacia encantadores climas, donde el espacio es más azul y profundo, donde la atmósfera está aromada por frutos, por hojas y por la piel humana.
En el océano de tu cabellera entreveo un puesto donde hormiguean cantos melancólicos, hombres vigorosos de todas las naciones y navíos de todas formas que recortan sus arquitecturas finas y complejas en un cielo inmenso donde se pavonea el calor eterno.
En las caricias de tu cabellera reconozco las languideces de largas horas pasadas sobre un diván en el camarote de un bello navío, mecidas por el balanceo imperceptible del puerto, entre floreros y botijos refrescantes.
En el hogar ardiente de tu cabellera respiro el olor del tabaco mezclado con opio y azúcar; en la noche de tu cabellera veo esplender el infinito del azul tropical; sobre las orillas vellosas de tu cabellera me embriago con los olores mezclados del alquitrán, del musgo y del aceite de coco.
Déjame morder largo rato tus trenzas negras y pesadas. Cuando mordisqueo tus cabellos, rebeldes y elásticos, me parece que devoro recuerdos.

Charles Baudelaire,
De Pequeños poemas en prosa (El spleen de París), 1857.

lunes, 31 de julio de 2006

Tu más profunda piel

No me mires desde la ausencia con esa gravedad un poco infantil que hacia de tu rostro una máscara de joven faraón nubio. Creo que siempre estuvo entendido que sólo nos daríamos el placer y las fiestas livianas del alcohol y las calles vacías de la medianoche. De ti tengo más que eso, pero en el recuerdo me vuelves desnuda y volcada, nuestro planeta más preciso fue esa cama donde lentas, imperiosas geografías iban naciendo de nuestros viajes, de tanto desembarco amable o resistido de embajadas con cestos de frutas o agazapados flecheros, y cada pozo, cada río, cada colina y cada llano los hallamos en noches extenuantes, entre oscuros parlamentos de aliados o enemigos. ¡Oh viajera de ti misma, máquina de olvido! Y entonces me paso la mano por la cara con un gesto distraído y el perfume del tabaco en mis dedos te trae otra vez para arrancarme a este presente acostumbrado, te proyecta antílope en la pantalla de ese lecho donde vivimos las interminables rutas de un efímero encuentro.


Julio Cortázar
Tu más profunda piel (fragmento), de Último round, tomo I, 1969.