



Hace varios días, un amigo joven y escritor (ingredientes miserables) me comentó que publicaría un libro, ¿para qué? le pregunté. Hace falta tener escasa sensibilidad para añadir un poco más de basura al cesto editorial. A nadie le importa tu libro, sólo gastarás papel, espacio en librerías y añadirás un nombre más al directorio telefónico de los escritores. Carajo, le advertí, mejor hazte una puñeta. “Si eso hubiera pensado Moravia o Joyce nos habríamos perdido de sus obras magníficas”, fue el argumento que escogió para defenderse; ya saben que los escritores adoran los mitos, las frases célebres, creen que todo pueden solucionarlo con un buen aforismo. Le pregunté si esperaba vender su libro, a lo que respondió afirmativamente: “Por supuesto, si sólo son mil ejemplares”. A nadie le interesa leer tu obra, y menos en México; prefieren la televisión o el radio, información que no pase por el cerebro, y en caso de que se les ocurriera leer un libro, allí están las parábolas de Cuauhtemoc Sánchez o las sentencias elementales de Luis Pazos, o la chabacanería maternal de las escritoras de realismo magic and wonderful. Y no sólo eso, antes de comprar tu novela preferirán un libro que les aconseje cómo vivir mejor, cómo comer mejor, cómo coger mejor, cómo escupir mejor, cómo ser el primero en comer, en coger, en escupir. Por Dios, ¿a quién le importa tu puta novela? pregunté a mi gran amigo. “Yo no escribo para la masa, dijo el palurdo, sino para las élites, para aquellos capaces de apreciar la literatura, para las sensibilidades poco comunes.” ¿Para los universitarios? pregunté. Porque los universitarios sólo leen a los clásicos y además lo hacen para pasar el examen. Además, mucho antes que a ti, las élites van a leer a Moravia, a Joyce, a Proust, Kafka, Musil, Handke, Canetti, Beckett, Roth, Benjamín y varios miles, y después de leer a los europeos van a seguirse con Carpentier, Neruda, Sabato, Borges, Lezama, Cortázar, Piglia, Arlt, Asturias, Güiraldes, Puig, García Márquez, Donoso, y otros miles, y después van a leer a los mexicanos, a Sor Juana, Reyes, Torri, Guzmán, Yánez, Paz, Fuentes, Spota, Arreola, García Ponce, Ibargüengoitia, Arredondo, y otros miles. Y después van a leer a los escritores que promueven las editoriales (listas de libros más vendidos), y a los jóvenes promesas (escogidos de antemano, naturalmente) y después, mucho después, van a sentarse al excusado y a la mejor allí hojearán un libro tuyo. Y sólo si el libro les fue regalado porque estando los precios de ese calibre, dime si alguien, a no ser que sea tu mamá, va a soltar cincuenta pesos por un libro tuyo; antes comprarían a los miles y miles de escritores que llegaron antes que tú. ¿Qué te parece? ¿No es mejor hacerse una puñeta?
La discusión no continuó. Ningún argumento es bueno para un escritor entusiasmado; no pude disuadirlo y en unas semanas el pobre publicará su novela. Tiene deseos de ser alguien.
Tenemos casi un siglo asombrándonos frente al espejo. ¿Qué caso tiene dedicarle una página más a la sociedad de masas? Una multitud va a la plaza para protestar por el aumento en los precios de servicios o para exigir la renuncia de un funcionario. Pero la masa en realidad no está en la plaza, es el ojo que mira extasiado a esa curiosa multitud que reclama airada delante de las cámaras de televisión. Después del mitin, los participantes vuelven a sus casas, encienden la televisión, ven sus rostros en el noticiario nocturno, se reconocen, están allí, son protagonistas. Por unos momentos han experimentado la efímera sensación de ser entes históricos que expresan sus convicciones en la plaza pública. Hace unos años, cuando vivía en el centro de la ciudad de México tuve la oportunidad de ser testigo de una escena que aún no he podido olvidar:
Uno de los pisos más altos de una torre de veinte pisos comienza a incendiarse. Las llamas hacen estallar los cristales. Los empleados corren despavoridos escaleras abajo tratando de salvar su vida. No han pasado más de cinco minutos cuando dos helicópteros de las cadenas más importantes de noticias sobrevuelan el edificio. En diez minutos, cientos de periodistas en tierra y aire están produciendo información sobre el accidente. Los últimos en llegar son los bomberos quienes, además, dan muestras de poseer una tecnología precaria, incapaz de competir con el sofisticado equipo de los periodistas. Sus escaleras no son lo suficientemente largas y sus mangueras tienen cientos de pequeños orificios por donde escapa el agua. El gentío, que desde una prudente distancia observa el siniestro, sonríe divertido. Además el buen humor de los espectadores se puede deducir de este episodio que la sociedad invierte más dinero en la comunicación que en su modesto cuerpo de bomberos: el negocio de la exhibición de la realidad no su transformación.
Jean Baudrillard, quien ha escrito varios libros acerca de la sociedad contemporánea, sostiene que no estamos instalados en el drama de la alienación sino en el éxtasis de la comunicación. Una sociedad carente de ilusiones revolucionarias, ansiosa de noticias que ocupen los cuartos vacíos de su memoria. El joven impetuoso y pedante, Simon Tanner, personaje voz de una novela de Robert Walser exclama: “No quiero un futuro, lo que quiero es un presente. Me parece más valioso. Sólo se tiene un futuro cuando no se tiene un presente.” Así parece expresarse la masa, hundida en el éxtasis de las telecomunicaciones: queremos tener noticias sólo de nuestro presente para de esa manera ser futuro sepultando el pasado.
Nuestros vecinos, las personas con quienes tenemos relación en la plaza pública, en el ciberespacio, carecen en general de opiniones razonadas, están saturados de habladurías, son consumidores de slogans, y no es necesario acudir una vez más a Nietzsche o a tantos escritores y filósofos quejumbrosos para probar que los hombres actuales se sienten más cómodos evitando reflexionar o pensar por sí mismos. ¿Pero acaso se quiere un mundo donde todos sean filósofos? En absoluto, nada más pretencioso además de imposible, sólo que quien renuncia a la lectura no se acostumbra a pensar –quiero decir a ser crítico, a establecer diferencias, a reflexionar e intentar comprender la complejidad de lo real– porque no rebasa los límites de ser pura presencia. Deja morir las palabras en la dulce inmovilidad de la superficie.
El hombre contemporáneo prefiere ver, es mirón, desea ser antes que nada espectador, pero su voz interior se empobrece porque no tiene manera de abrirle paso con una gramática: el paso de lo sensible a lo inteligible se pierde para siempre. Una hipótesis distinta es que el hombre lúdico se ha liberado por fin de la gramática, eligiendo la aventura del caos sobre el lógico ejercicio de cualquier ciencia del lenguaje, y renunciando a poner en juego sentimientos intransferibles, imposibles de ser representados. Ojalá esto fuera posible, pero ninguna sociedad contemporánea puede ya elegir ese camino porque el tren corre a una velocidad que no nos permite descender a riesgo de morir en la caída: el tren corre hacia un final predecible y ridículo. El juego, el arte, lo bello, la actividad impráctica como recursos individuales para estar en el mundo suponen riesgos que una sociedad globalizada obsesionada por elevar los niveles de producción no puede permitirse. La hipótesis del triunfo del hombre lúdico hace agua por todos lados.
...La primavera era tardía, pero eso no tenía la menor importancia. Más tarde, rememorando esta época feliz con Valérie, de la que paradójicamente iba guardar tan pocos recuerdos, me diría que el hombre no está hecho para la felicidad. Para tener acceso real a la posibilidad práctica de la felicidad, el hombre debería transformarse; transformarse físicamente. ¿Con qué se puede comparar a Dios? En primer lugar con el coño de las mujeres, es evidente; pero también, quizás, con los vapores de un hammaán. En cualquier caso, con algo donde el espíritu pueda llegar a ser posible porque el cuerpo está saturado de contento y de placer, y toda inquietud ha sido abolida. Ahora estoy seguro de que el espíritu no ha nacido, que quiere nacer, y que su nacimiento será difícil, porque la idea que nos hemos hecho de él ahora es insuficiente y nociva. Cuando llevaba a Valérie al orgasmo, cuando sentía su cuerpo vibrar bajo el mío, a veces tenía la impresión, fugaz pero irresistible, de entrar en un nivel de conciencia completamente diferente, exento de todo mal. En esos momentos suspendidos, casi inmóviles, en que su cuerpo se elevaba hacia el placer, yo me sentía como un Dios del que dependieran la serenidad y las tormentas; ésa fue la primera alegría; indiscutible, perfecta.
"¿Para qué se escribe?
Para ser amado."
M. Foucault.