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sábado, 21 de septiembre de 2013

Gaspar de la noche



LOS CINCO DEDOS DE LA MANO

Una familia honrada donde nunca hubo

quiebra, donde nadie fué jamás ahorcado.



(La parentela de Juan de Nivelle.)


El pulgar es ese grueso tabernero flamenco, de humor burlón y chocarrero, que fuma en su puerta, bajo la muestra de la cerveza fuerte de marzo.
El índice es su mujer, marimacho seca como una merluza, que desde por la mañana abofetea a su criada, de la que está celosa, y acaricia la botella, de la que está enamorada.
El dedo del corazón es su hijo, compañero desbastado con hacha, que sería soldado, si no fuera cervecero, y que sería caballo, si no fuese hombre.
El dedo anular es su hija, gallarda y seductora Zerbina, que vende encajes a las damas y no vende sus sonrisas a los caballeros.
Y el dedo meñique es el Benjamín de la familia, mamoncete llorón, que siempre va colgado de la cintura de su madre, como un rapacillo pendiente del garfio de una ogresa.
Los cinco dedos de la mano son el más sorprendente alhelí de cinco hojas que hayan bordado nunca los parterres de la noble ciudad de Harlem.

EL ALQUIMISTA

Nuestro arte se aprende de dos maneras, a

saber: por enseñanza de un maestro, boca

a boca, y no de otro modo, o por inspira-

ción y revelación divinas; también puede

aprenderse por medio de libros, que son

muy obscuros y embrollados; y, para en-

contrar concordancia y verdad en éstos,

conviene mucho ser sutil, paciente, estu-

dioso y vigilante.



(La llave de los secretos de filosofía de

Pedro Vicot.)


¡Todavía nada! Y vanamente he hojeado, durante tres días y tres noches, a los pálidos vislumbres de la lámpara, los libros herméticos de Raimundo Lulio.
No; nada, como no sea, mezcladas al silbido de la resplandeciente retorta, las risas burlonas de una salamandra, que toma a juego el turbar de mis meditaciones.
Tan pronto sujeta un petardo a un pelo de mi barba como me dispara con su ballesta una flecha de fuego contra mi capa.
O bien bruñe su armadura, y entonces sopla la ceniza del hornillo sobre las páginas de mi formulario y sobre la tinta de mi escritorio.
Y la retorta, cada vez más resplandeciente, silba al mismo son que el diablo, cuando San Eloy le atenaza la nariz en su forja.
-¡Pero nada todavía! ¡Y, durante otros tres días con otras tres noches, hojearé, a los pálidos vislumbres de la lámpara, los libros herméticos de Raimundo Lulio!


PARTIDA PARA EL SÁBADO

Ella se levantó por la noche y, encendiendo
lumbre, cogió una mixtura y se frotó; luego,
pronunciadas ciertas palabras, fué transporta-
da al sábado.

(Juan Dondín, -De la Demonomanía de los
Brujos.)


Había allí doce que comían la sopa con cerveza y cada uno de ellos tenía por cuchara el hueso del antebrazo de un muerto.
La chimenea estaba roja de ascuas, las candelas chisporroteaban entre el humo y los platos exhalaban entre el humo y los platos exhalaban un olor de fosa en primavera.
Y, cuando Maribás reía o lloraba, oíase como gimotear un arco sobre las tres cuerdas de un violín desmandibulado.
Entretando el veterano puso diabólicamente de manifiesto encima de la mesa, a la luz de una vela de sebo, un grimorio, donde vino a agitarse una mosca abrasada.
Zumbaba todavía esta mosca, cuando, desde su vientre enorme y velludo, una araña escaló los bordes del volumen mágico.
Pero ya brujos y brujas habían salido volando por la chimenea a horcajadas, quién osbra la escoba, quién sobre las tenazas y Maribás sobre el rabó de la sartén.

EL LOCO

Un carolus o, mejor aún, si así te place, un
cordero de oro.

La luna peinaba sus cabellos con un escarpidor de ébano, que argentaba con una lluvia de luciérnagas las colinas, los prados y los bosques.
Scarbó, gnomo cuyos tesoros son abundantes, aventaba sobre mi techo, al chirrido de la veleta, ducados y florines, que saltaban cadenciosos, llenando la calle de monedas falsas.
¡Cómo río burlón el loco que vaga todas las noches por la desierta ciudad, un ojo fijo en la luna y el otro saltado!
-¡Qué asco de luna! -gruñó él-. Recogiendo los dineros del diablo, compraré una picota para calentarme al sol.
Sin embargo, era siempre la luna, la luna que se ponía -y Scarbó acuñaba sordamente en mi bodega ducados y florines a golpes de volante.
Mientras que, con los cuernos hacia adelante, un caracol extraviado por la noche buscaba su camino sobre mis luminosos cristales.


Fragmentos tomados de 
GASPAR DE LA NOCHE
Caprichos a la manera de Rembrand y de Callot
ALOYSIUS BERTRAND
Ediciones Dintel, Argentina, 1958

martes, 11 de junio de 2013

Una ocupación mortal


William Arnold, el gran buscador de orquídeas de la época victoriana, murió ahogado durante una expedición por el Orinoco. Schoeder, contemporáneo de Arnold, halló la muerte al despeñarse durante una expedició a Sierra Leona. Y Falkenberg también perdió la vida en una expedición por Panamá. David Bowman murió de disentería en Bogotá. Klabock fue asesinado en México. Brown, en Madagascar. Endres murió de un disparo en Río Hacha. Gustave Wallis murió de unas fiebres en Ecuador. A Digans le dispararon los indígenas brasileños. Osmers desapareció sin dejar rastro en Asia. El lingüista y coleccionista Augustus Margary sobrevivió a las infecciones de muelas, al reumatismo, a la pleuresía y a la disentería sufridos mientras navegaba por el Yang-tzê en solitario, pero encontró la muerte cuando ya había completado su misión y había pasado Bhamo (Birmania).

Coleccionar orquídeas es una ocupación mortal, lo cual siempre ha formado parte de su atractivo. Laroche amaba las orquídeas, pero llegué al convencimiento de que amaba la dificultad de obtenerlas casi tanto como las propias flores. Cuanto peor la pasaba en el pantano, más entusiasmado estaba con las plantas que había logrado conseguir.

Ese perverso placer por el sufrimiento que sentía Laroche es característico de los buscadores de orquídeas. Un artículo publicado en 1906 en una revista decía: “La mayor parte del encanto relacionado con el culto a las orquídeas se halla en ir a buscarlas al lugar en el que crecen, que bien puede tratarse de un pantano en el que se contraen todo tipo de fiebres o bien puede tratarse de un país lleno de indígenas hostiles dispuestos a matar y, muy probablemente, a comerse al intrépido aventurero.” En 1901 ocho buscadores de orquídeas organizaron una expedicion a Filipinas. En el espacio de un mes a uno de ellos se lo comió un tigre; otro, empapado de aceite, se quemó vivo; cinco desaparecieron y sólo uno logro sobrevivir y salió de la selva llevando consigo cuarenta y siete mil ejemplares de Phalaenopsis. Un joven al que en 1889 el coleccionista inglés Sir Trevor Lawrence encargó que buscara Cattleyas, caminó entre el fango de la selva durante catorce días y después no se supo nada más de él. Docenas de exploradores fueron aniquilados por la fiebre, los accidentes y la malaria o murieron asesinados. Otros se convirtieron en trofeos de cazadores de cabezas o en presas de horribles criaturas como las lagartijas amarillas voladoras, las serpientes de cascabel, los jaguares, las garrapatas y la marabunta de hormigas mordedoras. Algunos fueron asesinados por otros buscadores. Todos ellos viajaban mentalizados de que tendrían que hacer frente a la violencia. Albert Millican, que participó en una expedición al norte de los Andes en 1891, escribió en su diario que lo más importante que llevaba consigo eran los cuchillos, machetes, revólveres, dagas, rifles, pistoles y el tabaco para un año. Ser buscador de orquídeas siempre ha sido sinónimo de ir a lugares horribles en busca de cosas hermosas. Cuando la búsqueda de orquídeas estaba en su apogeo, entre mediados del siglo XIX y principios del siglo XX, los lugares horribles eran realmente horribles. Cualquier hombre que se presentase como buscador había de ser duro y listo y tenía que estar dispuesto a morir lejos de casa.

El ladrón de orquídeas
Una historia verdadera de belleza y obsesión
Susan Orlean
Editorial Anagrama, Barcelona

miércoles, 29 de mayo de 2013

Plástico Cruel


Que la mujer que ames esté en su habitación con otro hombre. Que la ames. Y que ella esté haciendo el amor con otro hombre mientras vos estás en la habitación de al lado. Que llenes el espacio de música para tapar voces y sonidos que luego no podrías nunca olvidar.

Que alguien golpee a tu puerta. Que al abrir la veas a ella envuelta en una toalla. Que te sonría. Que te diga si podés ir a comprar cigarrillos, para ella y para su amante. Que la mujer que ames haya ido hasta tu cuarto a pedirte que, ya que estás vestido, compres cigarrillos para ellos.

Y que vayas, que la quieras tanto.

Que llueva. Que corras por la calle hasta el quiosco a comprarles cigarrillos. Y que llueva mucho.
Que regreses empapado con los cigarrillos. Que la llames. Que golpees a la puerta de su habitación. Que tengas que repetir su nombre. Que escuches los sonidos de algo imprevistamente recomenzado. Que escuches jadeos de placer. Que vuelvas a tu cuarto. Que pasen los minutos como siglos. Que ella, la mujer que ames envuelta en su toalla, llame nuevamente a tu puerta. Que abras y te encuentres otra vez con su sonrisa. Que tengas que sonreír. Que debas imponerle otra sonrisa a tu confusión. Que le des los cigarrillos y que ella te agradezca por haber ido con esa lluvia. Que te pregunte cómo estás. Y que le respondas que estás bien. Y que no sea cierto.

Que la ames tanto. Que te suceda algo así... para que me entiendas.

José Sbarra
Fragmento de la novela Plástico Cruel

viernes, 29 de octubre de 2010

Farabeuf (fragmento)



Habéis hecho una pregunta: "¿Es que somos acaso una mentira?", decís. Esta posibilidad os turba, pero es preciso que os avengáis a pertenecer a cualquiera de las partes de un esquema irrealizado. Podríais ser, por ejemplo, los personajes de un relato literario del género fantástico que de pronto han cobrado vida autónoma. Podríamos, por otra parte, ser la conjunción de sueños que están siendo soñados por seres diversos en diferentes lugares del mundo. Somos el sueño de otro. ¿Por qué no? O una mentira. O somos la concreción, en términos humanos, de una partida de ajedrez cerrada en tablas. Somos una película cinematográfica que dura apenas un instante. O la imagen de otros, que no somos nosotros, en un espejo. Somos el pensamiento de un demente. Alguno de nosotros es real y todos los demás somos su alucinación. Esto también es posible. Somos una errata que ha pasado inadvertida y que hace confuso un texto por lo demás muy claro; el trastocamiento de las líneas de un texto que nos hace cobrar vida de esta manera prodigiosa; la imagen que se forma en la mente de alguien mucho antes de que los acontecimientos mediante los cuales nosotros participamos en su vida tengan lugar; un hecho fortuito que aún no se realiza, que apenas se está gestando en los resquicios del tiempo; un hecho futuro que aún no acontece. Somos un signo incomprensible trazado sobre un vidrio empañado una tarde de lluvia. Somos el recuerdo, casi perdido, de un hecho remoto. Somos seres y cosas invocados mediante una fórmula de nigromancia. Somos algo que ha sido olvidado. Somos una acumulación de palabras; un hecho consignado mediante una escritura ilegible; un testimonio que nadie escucha. Somos parte de un espectáculo de magia recreativa. Una cuenta errada. Somos la imagen fugaz e involuntaria que cruza la mente de los amantes cuando se encuentran, en el instante que se gozan, en el momento que mueren. Somos un pensamiento secreto...


Salvador Elizondo
Farabeuf
FCE, México, 1985