Mostrando las entradas con la etiqueta henry miller. Mostrar todas las entradas
Mostrando las entradas con la etiqueta henry miller. Mostrar todas las entradas

viernes, 24 de mayo de 2013

Henry Miller y Anaïs Nin, correspondencia



[Louveciennes]
23 de mayo de 1933

Henry, cuando June dijo que eras absolutamente egoísta no le creí. Hoy me produces una profunda conmoción. Siempre supe que tú únicamente me amabas por lo que yo podía darte, y estaba dispuesta a entenderlo y aceptarlo porque eres un artista. Te di toda la razón. Nunca esperé de ti que fueras humano toda la vida, ni siquiera siete días a la semana. No parecía muy difícil que fuera un día a la semana, o un día de cada diez. Desde que te fuiste aquel lunes que Hugh volvía, me di cuenta de que no te importaba un comino lo que sucediera. Inmediatamente te propusiste olvidarlo todo. Me escribiste: me siento tan despreocupado. No me importó. Aceptaste mi deseo de dejarte libre, libre para todo. Sabías a lo que me refería. Pero tan pronto como te liberé de cualquier preocupación, tú regresaste a tu absorvente vida. Y lo sabía. El viernes me dije a mí misma: no me permitiré que Henry venga. Me ama interesadamente, sólo para las cosas buenas. En realidad no se preocupa de mí. Y hoy lo demostraste. Te sentías bien, saludable, despreocupado. Mi vida no te importaba. No me veías desde hace diez días y estuviste frío. Ni siquiera me acariciaste. No viniste a casa para ser amable después de tu insensibilidad. La verdad es que eres completamente feliz en Clichy, solo. Comprendo que quieras continuar teniendo seguridad, independencia. Pero eso es todo, Henry. El resto está muerto. Tú lo mataste.

Anaïs

Dices que soy susceptible. Eso eres tú. Sólo que yo me paso la vida velando por tu susceptibilidad. Quizás fuera una muestra de susceptibilidad el querer hablarte como hoy lo hice -confío en ti- y así obtuve la respuesta que obtuve. La única vez que te preosioné, te necesitaba. ¡Te necesitaba, Henry!
  

 ***


[Clichy]

Miércoles, 24 de mayo de 1933

Escucha, Anaís, es vergonzosa esta salubridad, esta despreocupación, esta verdadera alegría, pero ¿me vas a colgar por eso? Tu carta no me abrumó. No creo que quisieras abrumarme. Me fui ayer más bien desconcertado, perplejo, preguntándome qué era todo aquello. Pero no me sentía dolido, ni insensible, ni iracundo, ni indiferente. Me sentía bien todo el tiempo, tan bien que incluso viéndote llorar no podía callarme. Eso no es ser egoísta, como tú pareces creer. ¡Demonios! ¿Soy tan egoísta como pretendes de repente? ¿Realmente crees todas esas tonterías que escribiste? “Siempre supe que tú únicamente me amabas por lo que yo podía darte (...) me ama desinteresadamente, sólo para las cosas buenas...” ¡Bah! Si creyera que tú piensas de verdad eso de mí no volvería a verte nunca... nunca. Porque eso es sólo una degradación de todo lo que existe entre nosotros. Cuando hablas de esa manera siento verdadera compasión por ti. Sé que debes estar padeciendo algún tipo de tortura, pero precisamente lo que la ha causado está fuera de mi alcance. E incluso no tengo excesiva curiosidad por ello. Soy reservado en cierto sentido humano y decoroso, no inhumanamente. Te dejé un lunes y al día siguiente tuviste una depresión nerviosa. Pero yo todavía ignoro sus causas. Y no creo que me las hayas explicado. Mientes un poquito. De acuerdo. ¿Por qué no ibas a mentirme? Quisiste reservarte algo. ¿Debería yo descubrirlo y crearte dificultades? Quizás actué un poco insensiblemente al hablar de Joachim, pero fue únicamente porque no me gusta esa devoción entre hermano y hermana, o no la entiendo. O la entiendo demasiado bien y le temo. O... Bien, quizás sean simples celos... En cuanto a tu padre, si crees que dije crueldades, es que por una vez estás completamente ciega y torpe. Soy tan partidario de tu padre que podría sacrificarme por él, aunque no lo conozca. Creo que tu padre, con razón o sin ella, experimenta una cruel pérdida. No veo nada malo en que te reclame tan ardientemente durante algún tiempo. Ni en que tú le reclames a él. Os necesitáis mutuamente. Nunca tuvisteis una verdadera relación. Y cuando dije que pronto se desilusionaría, lo dije en serio. En el sentido de que un hombre de su edad y su fina inteligencia llegaría a darse cuenta gradualmente de que nunca podría recuperar a una hija a la que había abandonado. Me había resignado a eso. Si en sueños puedo derrumbarme y sollozar tan amargamente cuando veo a mi hija es únicamente porque sé, aunque sea sólo en sueños, que realmente no puedo recuperarla. Cuando uno permite que medien tantos años sólo se consiguen fantasmas.
Ahí está, Anaïs, lo de mi insensibilidad. No quiero encarnizarme con la vida, ni con el amor y la amistad y todos los enredos emocionales de los humanos. Ya tuve mi buena ración de decepciones, pérdidas, desilusiones. Quiero amar a la gente y a la vida por encima de todo;; quiero poder decir siempre: “si te sientes amargado, desilusionado, algo te pasa a ti, no a la gente, ni a la vida”. No rechazaré el amor ni la amistad. No viviré solo en la cumbre helada de una montaña.
Pero te digo, no obstante, que en una relación como la nuestra debe haber algo más de lo que ´tu muestras en tu carta. No vas a decirme, ¿o sí?, que porque yo te fallara ayer esto es el fin, que he matado nuestra relación. Me imaginaba que aunque pudiera fallarte todavía más lamentablemente, sin embargo eso no significaría el fin. El martes puedo resultar un fracaso. Y el jueves o el viernes puedo mostrarme magnífico. Las personas tienen calendarios también. O son calendarios. Tomar un momento de incomprensión y establecer sobre él una base de desavenencia no es digno de ti o de mí. Te hablo como si estuviera perdonándote algo. Eso debe herir tu amor propio. Pero atiende, ¿quién creo este robusto, saludable, despreocupado, interesado individuo cuya insensibilidad te hirió tanto ayer? ¿Acaso no estás siempre orgullosa y feliz de verme florecer? ¿Sabías que la semana pasada, mientras tú pasabas esas angustias (¿neuróticas?), tenía yo la sensasión de que mi salud había alcanzado su apogeo? Rebosaba de alegría por encontrarme en tan excelente estado de salud. Y ahora tú pretendes quitarme los beneficios. Quieres que sea infeliz, que me retuerza otra vez, que me torture a mí mismo.
No, Anaïs. No es una cosa ni otra. O bien quieres que sea lo que soy y me gusta, o te estás engañando a ti misma con respecto a mí. ¡Salud! Te digo que no es indiferencia, ni insensibilidad. Es un estado muy humano que te eleva, al menos provisionalmente, por encima de tantos problemas inútiles y disgustos. No es posible que te haya hecho desdichada, triste, desgraciada. Vives allí durante algún tiempo, en la cúspide de la claridad, y ves cosas a simple vista y todo te parece bien, está bien. Es casi como convertirse a la religión, sólo que mucho mejor, mucho más sensato.
Me diste la bicicleta y la he estado disfrutando, sólo un poco. Créeme, he tomado mucho menos baños de sol de lo que mis cartas parecen dar a entender. Me mareo con sólo rozarme un rayo de sol. Con sólo un ligero roce de felicidad olvido -demasiado rápidamente, dices tú- mis miserias humanas. Fundamentalmente soy feliz, alegre, de convivencia fácil. Puedo llevarme bien con cualquiera. Y en el apogeo de este bienestar puedo llevarme bien incluso conmigo mismo, y con la naturaleza. No diría yo que eso es inhumano, interesado. No tan rápidamente. Tú eres la apresurada, ya lo sabes. Normalmente no te habría dolido mi interesado disfrute de la vida. Te habría encantado. Pero ayer, bueno, ayer era... algo se estaba enconando dentro de ti...
Déjame retroceder un poco. Aquel día que te llamé, recuerdo que te llamé para decirte que no iría. Realmente tenía muchas ganas de trabajar. Y entonces de pronto me informaste de que estbas enferma. Y supongo que querías que saliera. Habría salido también, en seguida -añadiste tú únicamente-, y yo creía que eras sincera, que querías estar sola y descansar un rato. Pensé que te sentaría bien hacer eso. En el fondo odio todos esos mimos a que nos entregamos en cuanto nos enteramos de que el otro está enfermo. ¿Por qué no tendría que disfrutar uno también de su enfermedad? A veces uno se pone enfermo únicamente para estar solo durante algún tiempo. Es una forma que tiene el cuerpo de vencer a la mente. Existen problemas que la mente francamente no puede resolver. Y nos sentimos torturados e impotentes y nos derrumbamos. Caemos enfermos, decimos. De acuerdo. Nos acostamos y, allí tumbados, sin hacer nada, rendidos a los problemas insolubles, poco a poco obtenemos una nueva visión de las cosas. Sucumbimos a ciertas cosas inevitables que no tenemos el coraje de arrostrar mientras permanecemos de pie y utilizamos ese condenado instrumento, la mente. Respeto eso. Hay veces en que nadie puede ayudarnos, ni siquiera la persona que amamos. Tenemos que estar solos. Tenemos que estar enfermos y sumirnos en nuestra enfermedad. Nuestras almas lo necesitan.
Así es que despaché todo rápidamente y escribí esa “despreocupada” carta a Emil. Si de verdad hubiera temido por ti, ¿crees que hubiera despachado tu enfermedad tan despreocupadamente? ¿Soy un mounstruo? Qué va. Distingo entre las enfermedades que provocamos, que buscamos, y las enfermedades a las que sucumbimos. Deseaba que tuvieras tu propia enfermedad buscada. Y hay más que todo eso. Comprendí tácitamente que la enfermedad la había provocado algo que nunca revelarías. Está en el diario, sin duda. Ay, conozco ese diario tuyo, Anaïs, mucho mejor de lo que puedas imaginarte. Es por eso por lo que verdaderamente no tengo ninguna curiosidad por verlo. Puedes dejarme a solas con él y sentirte completamente segura. No lo abriría. No lo haría porque sé que debe haber sombras alrededor de todas esas luminosas imágenes que me leíste. Debe haber cosas crueles en el diario, mucho más crueles de lo que yo mismo podría resignarme a admitir.
Creo, Anaïs, para simplificar, que cuando uno se sacrifica por otro, como tú lo has hecho por mí, siempre habrá un margen de “ingratitud”, de “insensibilidad”, de “incomprensión”, por el que sufrirás. Nunca podré compensarte todo lo que has hecho. Nunca. Y eso produce un ligero resentimiento secreto del que uno no es responsable. Uno paga las consecuencias de los sacrificios que hace, por irónico que eso pueda parecer. Mientras que con June llegué a detestar eso, a sentirme amargado y torturado por eso, en tu caso no lo hice. Creí que estaba por encima de eso. Porque reconozco también mi responsabilidad, no debo estarte servilmente agradecido, no debo humillarte, ni destruir la excelente condición que hay en ti y que te impulsó a sacrificarte.
Creo, como empezaba a decirte anteriormente, que la situación ha resultado demasiado complicada para ti. Todo el follón parece de algún modo gravitar alrededor mío. Estoy en el centro, soy la causa de él. Realmente no, no del todo, pues tú también eres responsable en parte. Los dos lo quisimos. Me gustaría decirte, Anaïs, sin la menor amargura, sin el menor resentimiento, sin la más mínima sensación de ofensa, que hagas por ti misma todo lo que desees hacer. Si hay en tu interior una lucha, de la cual solamente me has revelado algunos aspectos, decide qué es lo que quieres hacer y hazlo. Porque mi verdadero deseo es únicamente ayudarte. Diría exactamente lo contrario de lo que tú me escribiste. No sigas preocupándote por mi seguridad, mi independencia. Eso no es suficiente para mí, ni para ti. Olvídalo y ocúpate del resto. No hagas que uno de nosotros dependa del otro, como tan cruelmente pretendes, porque no soy partidario de eso. Te despreciaría si creyera que realmente piensas todo lo que dices. Sé que no. Pero soy una carga para ti. Estás intentando hacer por mí cosas imposibles. Y no quieres admitir que no puedes enfrentarte a ellas. Te suplico que olvides las responsabilidades que te has impuesto de ti misma. Olvídate de mi situación físico-económica, permíteme que pueda dejar de estar tan cómodamente protegido. En fin, trátame de otra manera. Mira si te he fallado. Sólo dime sinceramente: “No puedo hacer nada más por ti, Henry... ¡No puedo!”. Y mira lo que me pasa.
Lamento profundamente haberte fallado ayer. Te diré, sin embargo, que todo me parece confuso y misterioso. Llegué muy animado, con la intención de abrazarte inmediatamente y amarte hasta la muerte. Y entonces, como siempre sucede -¡no es nada nuevo!-, entro en casa y me doy cuenta de que soy un huésped, aunque muy privilegiado. Ésa no es mi casa y tú no eres mi esposa. Tú permaneces de pie junto a la puerta abierta y yo siempre veo a una princesa que, por algún secreto capricho, ha condescendido a ofrecerme su amor. Me apetece ser un don nadie. Creo que podría ser un perfecto desconocido. Todo es gratuito. Y me invade una disparatada delicadeza, y permanezco allí estrechándote la mano y hablando de cosas comunes, y me digo a mí mismo que es tan maravilloso estar aquí y que nada de esto es real, todo es un sueño. Lo digo porque, aunque sé que merezco un poco de vido, no soy digno de todo lo que tú me das. E incluso cuando hablo tanto sobre mí, lo cual debe aburrirte terriblemente, es probablemente porque intento persuadirme a mí mismo de la realidad de todo lo que tú me aportas cuando permaneces de pie junto a la puerta abierta saludándome. No sabes lo importante que es para mí, siempre. Después me vuelvo tan humano que llego a ser más delicado. Y eso ocurrió ayer... Mi insensibilidad era delicadeza. Tenía hambre de ti. Podía haberte quitado la ropa cuando me recordaste la hamaca; podía haberte devorado. Pero me senté enfrente de ti y hablé. Di un rodeo y me perdí, de manera que pude estar contigo cinco minutos antes. Pero tú parecías ayer muy frágil; parecías haber estado enferma. Y tuve la sensación de que mi hambre devoradora en realidad podía parecer poco delicada. Quería que tuvieses lo mejor de mí. Así que hablamos y lo que verdaderamente te molestó fue que no te abrazara. Bueno, me lo impedió una inesperada especie de insensibilidad. No la insensibilidad que tu imaginas. Creí que mi “buena salud” disiparía todos los vapores de la enfermedad. Creí -y supongo que eso es romanticismo- que sencillamente podía sentarme y estar contigo y hacer que te sintieras estupendamente. Todavía soy naïf y torpe. Lo siento. No estaba de humor para remordimientos de conciencia, pero desde luego no era indiferente ni insensible. No sé si llegarás a captar la distinción.
De cualquier modo, al diablo con todo esto. Te deé atolondradamente, en parte contento de que me echaras de esa manera, pues me encanta que te las des conmigo de gran dama española, y quise llamarte para decirte que lo sentía, pero entonces no sabía lo que se suponía que debía sentir y temía que te deolería más mi ignorancia o insensibilidad o Dios sabe qué, que el hecho de que yo permaneciera en silencio y “obedeciera órdenes”. Sabes muy bien que no necesitaba obedecer órdenes. Podía haberme vuelto al llegar a la puerta y decirte: “No, no me marcharé, voy a quedarme aquí y a amarte y a hacer como tú”. Pero me pareció cruelmente romántico. Querías tener el placer de ahuyentarme y yo te lo di. Eso es lo que yo llamo delicadeza. Querías que me sintiera un poco humillado y por tanto yo me fui, obedientemente, con el rabo entre las piernas. Mientras bajaba la colina me sentía muy feliz, porque te imaginaba subiendo las escaleras y escribiendo algunas páginas más de “Alraune”. Y si el hecho de que yo me vaya de esa manera puede ayudarte a escribir más “Alraune” entonces estoy siempre a tu servicio. Siempre puedes hacer de mí un felpudo humano, en beneficio de tu arte. ¡Eso debería gustarte un poco, Anaïs Nin! (Porque creo que eres una gran artista).
Y en lo referente a esa personalidad tuya. Sí, también tienes eso. Una gran personalidad. Aunque no hubieras llevado un diario. No comprendo demasiado lo que dijo Nestor, está un poco fuera de mi alcance. Únicamente diría que hay días como ayer, en que no sabes lo que eres -artista, ser humano, personalidad o autorretrato- y por consiguiente haces desgraciados a otros. Pero no importa. Lo apruebo. Deberías hacer desgraciados a otros de vez en cuando. Tienes tus malos momentos, como todos nosotros. No eres perfecta. Quizá sea eso lo que no me gusto del cumplido de Nestor. Eso, y el hecho de que tú me lo digas sólo para irritarme, como hiciste con las cartas que te escribe tu padre. ¿Supones que quiero rivalizar con esas cartas que te escribe? ¿A quién iba a dirigirse entonces? ¿Es que no tiene él también derecho a la gloria? ¿Acaso no debería escribir todavía más ardientemente que yo? Le hiciste sufrir. ¿Quieres también que yo sufra para que luego pueda escribirte esas maravillosas cartas? ¿Quieres “cartas” o me quieres a mí en carne y hueso, tangible, imperfecto y sustancial?
No quieres un monstruo, lo sé. Pero haces muy mal, Anaïs, en arrojar contra mí las palabras de June. No me lo merezco. Te perdono inmediatamente. Porque fuiste débil al escribir eso. Te insultas a ti misma cuando me escribes eso. No creo que te ofrezcas a mí hasta la extenuación. No quiero nada de ti excepto a ti misma. Ponme a prueba. No escribas: “el resto está muerto... tú lo mataste”. Suena demasiado melodramático. No te va. (Me gusta, sin embargo. Me divierte. Me río cuando recibo cartas así. Me río insensible, delicadamente. Comprendo que las cosas se estropeen cuando nos ponemos demasiado susceptibles.)
Anaïs, la primavera ha llegado. He estado disfrutando de ella. Pero para disfrutarla tendría que estar contigo. De lo contrario no habría ya más primaveras para mí. He conocido otras primaveras, negras primaveras. Y cuando escribí aquella exultante carta a Emil, diciéndole que estaba poseído por el Espíritu Santo, etc. -etcétera- pensé para mis adentros lo raro que era que quisiéramos endosarle eso al Espírituo Santo. Tú eres el espíritu Santo que hay en mi interior. Tú eres mi primavera. Tú eres la Gare St. Lazar y mi amor por París. ¿No sabes de qué forma me echaste ayer? Un poco como si fuera tu jardinero. Di otro rodeo después de dejar atrás Bougival. Subía una enorme colina, Jonchère, creo que se llamaba. Y arriba había una bonita posada, entre los árboles. Una vista maravillosa. Completamente de otro mundo. Y pensé, olvidándome por completo de mi “despido”, que me gustaría ir allí contigo alguna tarde hacia el ocaso y cenar allí contigo. Pensé también en la observación que me hiciste una vez acerca de que te enseñara las calles: que nos acordaríamos de eso cuando fuera demasiado tarde. Pensé en muchas csoas mientras subía la colina y luego contemplé una sensacional vista. Vi todo el valle a mis pies y también Louveciennes. Y te imaginé encerrada voluntariamente en aquella tenebrosa casa, escribiendo tu diario. Y eso me dolió realmente. Porque si hubieras podido estar conmigo en la colina todo habría estado bien de nuevo. Era necesario únicamente una mejor perspectiva, una ligera altitud. Perdona, no trato de imponerme sobre ti. En realidad, constato sinceramente un hecho espiritual. Ayer no podía estar abrumado. Tal vez hoy. Tal vez mañana. Puedes abrumar a cualquier ser humano, si lo intentas lo suficiente. Pero, ¿vale la pena?
En cuanto a causarte dolor, no era ésa mi intención. Nunca lo será. Jamás podré causarte deliberada, concientemente, el menor daño. Puedes pisotearme si quieres, si eso te hace sentir mejor, más fuerte. Pero yo no te pisotearé a ti. No gano nada con eso. Todas las “cosas buenas” que obtuve de ti fueron intangibles. Las hay más duraderas, imperecederas. Me sería absultamente imposible rechazarlas o negarlas. No podemos deshacernos de los grandes regalos... permanecen con nosotros.
Mientras escribo lo anterior llega tu telegrama y tu giro postal. Voy a salir a telefonearte, al diablo contigo, y luego te mando esta carta. Voy a pedirte que vengas esta noche aquí, ya que dijiste que Hugo iba a marcharse hoy. Pero cuando llegue a la cabina telefónica es posible que me quede mudo, y por eso prefiero enviarte la carta. Pero por favor, Anaïs, no insistas, “j'enverrai plus demain!”. Eso duele. Eso me pone al par de Bachman y todos los demás. No lo quiero. Ni lo tendré. Voy a salir ahora a telefonearte para intentar hacerte comprender que eres tú, solamente tú, lo que yo quiero. Pero ahora estás enfadada y es posible que no me des una oportunidad. Y me es difícil hablarte si estás seria y silenciosa conmigo. Es antinatural.
Quiero que vengas a Clichy, si puedes. Te quiero. Puedes mantener el misterio. Sólo que tráetelo contigo. Pero si me envías más telegramas como éste voy a ponerte en la calle. Je t'envois tout mon coeur et demain pas plus, rien que le coeur. Compris?

HVM


Una pasión literaria, Correspondencia (1932 - 1953)
Anaïs Nin, Henry Miller
Colección Libros del Tiempo.
Editorial Siruela



sábado, 23 de septiembre de 2006

Ella


En la tumba que es mi memoria la veo ahora enterrada a ella, a la que amé más que a nadie, más que al mundo, más que a Dios, más que mis propias carne y sangre. La veo pudrirse en ella, en esa sanguinolenta herida de amor, tan próxima a mí que no la podría distinguir de la propia tumba. La veo luchar para liberarse, para limpiarse del dolor del amor, y sumergirse más con cada forcejeo en la herida, atascada, ahogada, retorciéndose en la sangre. Veo la horrible expresión de sus ojos, la lastimosa agonía muda, la mirada del animal atrapado. La veo abrir las piernas para liberarse y cada orgasmo es un gemido de angustia. Oigo las paredes caer, derrumbarse sobre nosotros y la casa deshacerse en llamas. Oigo que nos llaman desde la calle, las órdenes de trabajar, las llamadas alas armas, pero estamos clavados al suelo y las ratas nos están devorando. La tumba y la matriz del amor nos sepultan, la noche nos llena las entrañas y las estrellas brillan sobre el negro lago sin fondo. Pierdo el recuerdo de las palabras, incluso de su nombre que pronuncié como un monomaniaco. Olvidé qué aspecto tenía, qué sensación producía, cómo olía, mientras penetraba cada vez más profundamente en la noche de la caverna insondable. La seguía hasta el agujero más profundo de su ser, hasta el osario de su alma, hasta el aliento que todavía no había expirado de sus labios. Busqué incansablemente aquella cuyo nombre no estaba escrito en ninguna parte; penetré hasta el altar mismo y no encontré… nada. Me enrosqué en torno a esa concha de nada como una serpiente de anillos flameantes, mientras los acontecimientos del mundo se colaban y formaban en el fondo un viscoso lecho de moco. Vi el Dragón agitarse y liberarse del dharma y del karma, vi a la nueva raza del hombre cociéndose en la yema del porvenir. Vi hasta el último signo y el último símbolo, pero no pude interpretar las expresiones de su rostro. Sólo pude ver sus ojos brillando, enormes, luminosos, como senos carnosos, como si yo estuviera nadando por detrás de ellos con los efluvios eléctricos de su visión incandescente.

Henry Miller,
De Trópico de Capricornio (novela), 1961.

Trabajos

Mi mente estaba llena de tesoros maravillosos, mi gusto era fino y exigente, mis músculos estaban en condiciones excelentes, mi apetito era vigoroso, mi aliento sano. No tenía nada que hacer salvo perfeccionarme, y me estaba volviendo loco con los progresos que hacía cada día. Aun cuando hubiera un empleo que pudiese desempeñar, no podía aceptarlo, porque lo que necesitaba no era un trabajo, sino una vida más rica. No podía desperdiciar el tiempo haciendo de maestro, abogado, médico, político o cualquier otra cosa que la sociedad pudiera ofrecer. Era más fácil aceptar trabajos humildes porque me dejaban la mente en libertad.

Henry Miller,
De Trópico de Capricornio (novela), 1961.

De la noche a la mañana me casé...


La guerra te reanima. La guerra hace que te bulla la sangre. Fue en plena guerra mundial, de la que me había olvidado, cuando experimenté ese cambio de ánimo. De la noche a la mañana me casé, para demostrar a todos y cada uno que me importaba tres cojones una cosa o la otra. Casarse está bien para la mentalidad de ellos. Recuerdo que, gracias al anuncio de la boda, junté cinco dólares inmediatamente. Mi amigo MacGregor me pagó la licencia e incluso pagó el afeitado y el corte de pelo que insistió en que me diera para casarme. Decían que no podías casarte sin afeitarte; yo no veía razón alguna por la que no pudieses casarte sin afeitarte ni cortarte el pelo, pero, como no me costaba nada, cedí. Fue interesante ver que todo el mundo estaba deseoso de contribuir con algo a nuestro sustento. De repente, sólo porque había mostrado un poco de juicio, acudieron como moscas a nuestro alrededor: ¿y no podrían hacer esto, y no podrían hacer aquello por nosotros? Naturalmente, suponían que ahora con toda seguridad iba a ir a trabajar, ahora iba a ver que la vida es una cosa seria. En ningún momento se les ocurrió que podría dejar que mi esposa trabajase por mí. Realmente, al principio me portaba muy bien con ella. No era un negrero. Lo único que pedía era dinero para el autobús para ir a buscar el mítico empleo y un poquito de dinero para mis gastos, para cigarrillos, cine, etc. Las cosas importantes, como libros, discos, gramófonos, filetes y demás, me pareció que podíamos comprarlas a crédito, ahora que estábamos casados. El pago a plazos se había inventado expresamente para tipos como yo. La entrada era fácil… el resto lo dejaba para la Providencia. Tiene uno que vivir, estaban diciendo siempre. Pero, Dios mío, si era lo que yo me decía: ¡Tiene uno que vivir! ¡Vive primero y paga después! Si veía un abrigo que me gustaba, entraba y lo compraba. Además, lo compraba un poco antes de temporada, para mostrar que era un individuo serio. Hostias, era un hombre casado y probablemente fuera a ser padre pronto… tenía derecho a un abrigo para el invierno por lo menos, ¿no? Y cuando tenía un abrigo, pensaba en unos zapatos fuertes para acompañarlo: un par de zapatos gruesos de cordobán como los que había deseado toda mi vida pero nunca había podido pagar. Y cuando venía el frío intenso y estaba en la calle buscando trabajo, a veces me entraba un hambre terrible –es muy sano salir así, día tras día, a andar de un lado para otro por la ciudad con lluvia y nieve y viento y granizo-, así que de vez en cuando me metía en una taberna acogedora y pedía un filete jugoso con cebollas y patatas fritas. Me hice un seguro de vida y también un seguro de accidentes… Cuando estás casado, es importante hacer cosas así, según me decían.

Henry Miller,
De Trópico de Capricornio (novela), 1961.

Si yo estuviera al timón...

Sentía lástima de la raza humana, de la estupidez del hombre y de su falta de imaginación. Perderse una comida no era tan terrible…, el espantoso vacío de la calle era lo que me perturbaba profundamente. Todas aquellas malditas casas, una tras otra, y todas tan vacías y tan tristes. Magníficos adoquines bajo los pies y asfalto en la calzada y escaleras de una elegancia bella y horrenda para subir a las casas, y, sin embargo, un tipo podía caminar de un lado para otro todo el día y toda la noche sobre esos costosos materiales y estar buscando un mendrugo de pan. Eso era lo que me mataba. Su incongruencia. Si por lo menos pudiera uno salir con una campanilla y gritar: “Escuchen, escuchen, señores, soy un tipo hambriento. ¿Quién quiere que le lustren los zapatos? ¿Quién quiere que le saquen la basura? ¿Quién quiere que le limpien las tuberías?” Si por lo menos pudieses salir a la calle y expresárselo así de claro. Pero no, no te atreves a abrir el pico. Si dices a un tipo que estás hambriento, le das un susto de muerte y corre como alma que lleva el diablo. Eso es algo que nunca he entendido. Y sigo sin entenderlo. Todo es tan sencillo: basta con que digas Sí, cuando alguien se te acerque. Y si no puedes decir Sí, cógelo del brazo y pide a algún otro andoba que te ayude. La razón por la que tienes que ponerte un uniforme y matar a hombres que no conoces, simplemente para conseguir un mendrugo de pan, es un misterio para mí. En eso es en lo que pienso, más que en la boca que se lo traba o en lo que cuesta. ¿Por qué cojones ha de importarme lo que cuesta una cosa? Estoy aquí para vivir, no para calcular. Y eso es precisamente lo que los cabrones no quieren que hagas: ¡vivir! Quieren que te pases la vida sumando cifras. Eso tiene sentido para ellos. Eso es razonable. Eso es inteligente. Si yo estuviera al timón, tal vez las cosas no estuviesen tan ordenadas, pero todo sería más alegre, ¡qué hostia! No habría que cagarse en los pantalones por nimiedades. Quizá no hubiera calles pavimentadas ni cachivaches de miles de millones de variedades, tal vez no hubiese siquiera cristales en las ventanas, puede que hubiera que dormir en el suelo, quizá no hubiese cocina francesa ni cocina italiana ni cocina china, tal vez las personas se mataran unas a otras, cuando se les acabase la paciencia, y puede que nadie se lo impidiera porque no habría ni cárceles ni polis ni jueces, y, por supuesto no habría ministros ni legislaturas porque no habría leyes de los cojones que obedecer o desobedecer, y quizá se tardara meses y años en ir de un lugar a otro, pero no se necesitaría un visado ni un pasaporte ni un carnet de identidad porque no estaría uno registrado en ninguna parte ni llevaría un número y, si quisieses cambiar de nombre cada semana, podrías hacerlo, porque daría lo mismo, dado que no poseerías nada que no pudieras llevar contigo y, ¿para qué ibas a querer poseer nada, si todo sería gratuito?

Henry Miller,
De Trópico de Capricornio (novela), 1961.