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viernes, 15 de febrero de 2008

Una fábula pánica de Jodorowsky

Hola a aquellos que después de mi prolongada ausencia aún me visitan... jajaja! bueno, como ya varios habrán notado, este blog no se caracteriza por actualizar seguido, pero reconozco que este último lapso entre post y post ha sido demasiado largo y por ello me disculpo. Trataré de que no vuelva a ocurrir y reitero que el anuncio de subir En la ruta de la Onda, de Parménides García Saldaña, va totalmente en serio. Ya ni se los cuento, mejor lo hago.

Pero mientras tanto, les dejo la fábula pánica no. 74 de Alejandro Jodorowsky, que corresponde al 3 de noviembre de 1968. Esta en particular, me gusta mucho porque trata sobre el poder de las palabras sin utilizar ninguna. Si la quieren descargar completa y en su tamaño original, hagan click acá.


(El que habla no sabe y el que sabe no habla. Zen.)

sábado, 20 de octubre de 2007

Una vida de microbios

Las fábulas pánicas de Alejandro Jodorowsky se publicaron semanalmente en el Heraldo de México entre 1967 y 1973.

Recientemente se reunieron y editaron en un solo tomo, y ahí fue cuando tuve la oportunidad de leerlas. Los temas son los que han caracterizado la obra de Jodorowsky tanto en cine como en teatro y literatura. Son además un maravilloso producto de su época, a pesar de que el propio autor ha "confesado" que cuando empezó con esta serie, sus conocimientos de dibujo eran tan limitados que se vio obligado a borrar y rehacer sus bocetos en varias ocasiones. El resultado es una estética lisérgica y unas historias que abrevan de mitos sufíes, películas, textos de Gurdieff, tarot y más.

Para muestra, aquí les dejo la fábula del 18 de febrero de 1968:


La fábula lista para imprimirse, aquí.

sábado, 26 de agosto de 2006

Sansón y los filisteos

Hubo una vez un animal que quiso discutir con Sansón a las patadas. No se imaginan cómo le fue. Pero ya ven cómo le fue después a Sansón con Dalila, aliada de los filisteos.
Si quieres triunfar contra Sansón, únete a los filisteos. Si quieres triunfar sobre Dalila, únete a los filisteos.
Únete siempre a los filisteos.

Augusto Monterroso,
De La oveja negra y demás fábulas.
En La brevedad, 2001.

La fe y las montañas

Al principio la Fe movía montañas sólo cuando era absolutamente necesario, con lo que el paisaje permanecía igual a sí mismo durante milenios.
Pero cuando la Fe comenzó a propagarse y a la gente le pareció divertida la idea de mover montañas, éstas no hacían sino cambiar de sitio, y cada vez era más difícil encontrarlas en el lugar en el que uno las había dejado la noche anterior; cosa que por supuesto creaba más dificultades que las que resolvía.
La buena gente prefirió entonces abandonas la Fe y ahora las montañas permanecen por lo general en su sitio.
Cuando en la carretera se produce un derrumbe bajo el cual mueren varios pasajeros, es que alguien muy lejano o inmediato, tuvo un ligerísimo atisbo de Fe.

Augusto Monterroso,
De La oveja negra y demás fábulas.
En La brevedad, 2001.

La rana que quería ser una rana auténtica

Había una vez una Rana que quería ser una Rana auténtica, y todos los días se esforzaba en ello.
Al principio se compró un espejo en el que se miraba largamente buscando su ansiada autenticidad.
Unas pocas veces parecía encontrarla y otras no, según el humor de ese día o de la hora, hasta que se cansó de esto y guardó el espejo en un baúl.
Por fin pensó que la única forma de conocer su propio valor estaba en la opinión de la gente, y comenzó a peinarse y a vestirse y a desvestirse (cuando no le quedaba otro recurso) para saber si los demás la aprobaban y reconocían que era una Rana auténtica.
Un día observó que lo que más admiraban de ella era su cuerpo, especialmente sus piernas, de manera que se dedicó a hacer sentadillas, y a saltar para tener unas ancas cada vez mejores, y sentía que todos la aplaudían.
Y así seguía haciendo esfuerzos hasta que, dispuesta a cualquier cosa para lograr que la consideraran una Rana auténtica, se dejaba arrancar las ancas, y los otros se las comían, y ella todavía alcanzaba a oír con amargura cuando decían que qué buena Rana, que parecía pollo.

Augusto Monterroso,
De La oveja negra y demás fábulas.
En La brevedad, 2001.

miércoles, 23 de agosto de 2006

Los monos

Wolfgang Köhler perdió cinco años en Tetuán tratando de hacer pensar a un chimpancé. Le propuso, como buen alemán, toda una serie de trampas mentales. Lo obligó a encontrar la salida de complicados laberintos; lo hizo alcanzar difíciles golosinas, valiéndose de escaleras, puertas, perchas y bastones. Después de semejante entrenamiento llegó a ser el simio más inteligente del mundo; pero fiel a su especie, distrajo todos los ocios del psicólogo y obtuvo sus raciones sin trasponer el umbral de la conciencia. Le ofrecían la libertad, pero prefirió quedarse en la jaula.
Ya muchos milenios antes (¿cuántos?), los monos decidieron acerca de su destino oponiéndose a la tentación de ser hombres. No cayeron en la empresa racional y siguen todavía en el paraíso: caricaturales, obscenos y libres a su manera. Los vemos ahora en el zoológico, como un espejo depresivo: nos miran con sarcasmo y con pena, porque seguimos observando su conducta animal.
Atados a una dependencia invisible, danzamos al son que nos tocan, como el mono del organillo. Buscamos sin hallar las salidas del laberinto en que caímos, y la razón fracasa en la captura de inalcanzables frutas metafísicas.
La dilatada entrevista de Momo y Wolfgang Köhler ha cancelado para siempre toda esperanza, y acabó en otra despedida melancólica que suena a fracaso.
(El Homo sapiens se fue a la universidad alemana para redactar el célebre tratado sobre la inteligencia de los antropoides, que le dio fama y fortuna, mientras Momo se quedaba para siempre en Tetuán, gozando una pensión vitalicia de frutas al alcance de su mano.)

Juan José Arreola,
De Bestiario, 1972
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Fabulilla

-¡Ay! –decía el ratón-. El mundo se vuelve cada día más pequeño. Primero era tan ancho que yo tenía miedo, seguía adelante y me sentía feliz al ver en la lejanía, a derecha e izquierda, algunos muros, pero esos largos muros se precipitan tan velozmente los unos contra los otros, que ya estoy en el último cuarto, y allí, en el rincón, está la trampa hacia la cual voy.
-Sólo tienes que cambiar la dirección de tu marcha –dijo el gato, y se lo comió.

Franz Kafka,
De Bestiario.

miércoles, 2 de agosto de 2006

El prodigioso miligramo

...moverán prodigiosos miligramos
CARLOS PELLICER


Una hormiga censurada por la sutileza de sus cargas y por sus frecuentes distracciones, encontró una mañana, al desviarse nuevamente del camino, un prodigioso miligramo.
Sin detenerse a meditar en las consecuencias del hallazgo, cogió el miligramo y se lo puso en la espalda. Comprobó con alegría una carga justa para ella. El peso ideal de aquel objeto daba a su cuerpo extraña energía: como el peso de las alas en el cuerpo de los pájaros. En realidad, una de las causas que anticipan la muerte de las hormigas es la ambiciosa desconsideración de sus propias fuerzas. Después de entregar en el depósito de cereales un grano de maíz, la hormiga que lo ha conducido a través de un kilómetro apenas tiene fuerzas para arrastrar al cementerio su propio cadáver.
La hormiga del hallazgo ignoraba su fortuna, pero sus pasos demostraron la prisa ansiosa del que huye llevando un tesoro. Un vago y saludable sentimiento de reivindicación comenzaba a henchir su espíritu. Después de un larguísimo rodeo, hecho con alegre propósito, se unió al hilo de sus compañeras que regresaban todas, al caer la tarde, con la carga solicitada ese día: pequeños fragmentos de hoja de lechuga cuidadosamente recortados. El camino de las hormigas formaba una delgada y confusa crestería de diminuto verdor. Era imposible engañar a nadie: el miligramo desentonaba violentamente en aquella perfecta uniformidad.

Juan José Arreola, El prodigioso miligramo (cuento, fragmento)
De Confabulario, 1952.



Descárgalo completo aquí.

lunes, 31 de julio de 2006

El piojo del coronel

Un piojo, muy humilde, sólo conocía la aridez de la cabellera de un soldado raso. No se quejaba de su suerte –sus antepasados, durante generaciones, habían vivido en esos páramos- y conociendo sólo pelo apestoso, era incapaz de aspirar a un sitio mejor. Quiso el destino que el coronel pasara revista a la sudorosa tropa. El piojo, emocionado, levantó una de sus patas delanteras para él también hacer el saludo militar; entonces un viento repentino lo sacó de su hediente albergue y fue a depositarlo en la cabeza del coronel. El insecto se llenó de orgullo. “¡La armada está bajo nuestro mando!”, exclamó. Y una cálida sensación de poder embargó su corazón. Desde ese día despreció a sus congéneres. Es más, rogó al cielo que su jefe los exterminara por sucios y feos. Aferrado a la fragante cabellera, se sintió dueño del mundo, obedecido por todos. De pronto estalló un motín y los soldados, con lanzallamas, quemaron al coronel. El piojo, a pesar de gritar innumerables veces “¡Soy inocente!”, murió tan achicharrado como la cabeza que lo albergaba.

Alejandro Jodorowsky
De El paso del ganso (fábulas y relatos), 2001.