martes, 29 de agosto de 2006

Historia de Lazare

El autor no ignora que suelta entre
la anónima multitud de hombres y
mujeres una bandada de alados se-
res de papel, vampiros secos ávidos
de sangre que se desperdigan al azar
en busca de lectores.


MICHEL TOURNIER
El vuelo del vampiro


Tenía tres días bajo tierra y ya se resignaba al sueño de la muerte cuando lo despabiló una Voz: -Levántate y anda. Lazare no la reconoció, pero inflamado por una confusa alegría quiso obedecerla. Quería vivir, sí, por eso se irguió sobre la piedra donde yacía e intentó en vano escupir. No tenía saliva: fue un amasijo de polilla y telaraña lo que sus labios arrojaron a la oscuridad. Sus rodillas crujían. Le palpitaban como timbales las meninges. Una lágrima viscosa rodó por sus mejillas al tomar conciencia de que era un cadáver, sí, aunque un cadáver feliz, enfermo pero exquisito. Así, su pulsión de vida lo empujó a caminar, renqueando, hasta la puerta de la tumba. Tras empujar la lápida y salir a la intemperie vio a un hombre que negrísimo le sonreía bajo la sombra de una acacia: era él, sin lugar a dudas, el hombre de la Voz negrísima. Lo perdió de vista casi de inmediato, pues dos mujeres se abalanzaron sobre Lazare, lo llamaron hermano, lo condujeron hacia su recámara, limpiaron su cuerpo, lavaron sus cabellos. Lloraban y Lazare se sintió incapaz de corresponder mediante lágrimas tan sincera bienvenida. Tuvo que fingirse dormido para que lo dejaran solo y no descubrieran que su corazón estaba reseco, su sangre coagulada, sus sentimientos polvosos, inánimes. Ni esa noche, ni las dos siguientes, tuvo Lazare valor para sumergirse en la pequeña muerte del sueño. Ni ese día, ni los tres siguientes, pudo su estómago asimilar alimento. Llegó el domingo y sólo entonces las mujeres entraron a su dormitorio para arroparlo y conducirlo al comedor, donde lo aguardaba el hombre que negrísimo seguía sonriéndole. Lazare no supo si darle las gracias o maldecirlo: simplemente obedeció la Voz que lo invitaba: -Anda, Lazare, siéntate y bebe con nosotros-, mientras las mujeres acomodaban ante el forastero su comida: doce huevos cocidos. Luego las hermanas se sirvieron sus alubias y cebollas cocidas. A Lazare sólo le acercaron un píxide de bronce que el forastero se dispuso a llenar con un vino rojo, oloroso a nubes y a espada: -De aquí en adelante, éste será tu alimento –dijo la Voz-: sangre de mi sangre, vino de tu salvación… Anda, Lazare, bebe y descansa de tus padeceres. Confuso y hambriento como se hallaba, Lazare se detuvo largamente con el píxide ante sus labios y con su mirada en el rostro del extranjero, buscando en sus facciones algún indicio que lo hiciera desconfiar, desobedecer. Nada halló, pero sólo entonces sus labios bebieron. En cuanto lo hizo, una espesa ardiente oleada de bienestar recorrió cada célula de su cuerpo, como una fiebre tibia que ablandaba sus nervios, que licuaba su sangre y azuzaba sus neuronas. Sí, ése era El Alimento. El verdadero. La Ambrosía: la Sangre. El filtro del Grial. Satisfecho Lazare sonrió y, felices, sus hermanas se contagiaron de su alegría. Después de la sobremesa y algunas canciones Lazare se abandonó al sueño, conciente de que sanaba, de que sus hermanas lo cuidarían y, sobre todo, seguro de que el amanecer sería hermoso. Así ocurrió. Durante las semanas siguientes Lazare disfrutó un alivio paulatino bajo el efecto dominical de aquel Licor que regeneraba sus tejidos, sus pensamientos, su capacidad de amar, agradecer, sentir y trabajar. Volvió al establo y al cultivo, al templo y al mercado. Lo hacía sin cansancio, pues cuando después de seis días el hambre lo atosigaba sus hermanas llenaban el píxide de bronce con aquel vino carmín y espeso. Y Lazare lo vaciaba con lentos tragos y era extirpado de su corazón, de su alma y de su estómago todo padecer. O casi todo padecer, pues un pequeño dolor, una sospecha, había nacido en Lazare al observar a sus hermanas: el rápido alivio de él coincidía con una vertiginosa languidez de ellas. Se dispuso a vigilarlas y lo que descubrió al sexto día lo hizo estremecerse de horror: el vino oloroso a nubes y a espadas con que lo alimentaban no provenía de ninguna vid, sino de las venas y arterias de sus hermanas, de su sacrificio. Aunque reconocía que gracias a ellas y al hombre de la Voz negrísima podía disfrutar de la invaluable experiencia de vivir, no quería herirlas. Así, sin pensarlo dos veces, esa noche Lazare se escabulló por la ventana para dirigirse al desierto, empujado por una única idea fija: la de dirigirse al desierto, la de nunca volver, la de alejarse lo más posible. Sólo al encontrarse en la montaña, sin más compañía que la del lobo y la serpiente, comenzó a interrogarse sobre su destino. Hasta ese momento el hambre no lo había atosigado y Lazare ignoraba si sería capaz de procurarse semejante alimento. No le bastaría la sangre de cualquier animal. No. Pensando en ello, la noche llegó y bajo la oscuridad protectora se encaminó al pueblo más cercano. Durante esa noche, y las treinta siguientes, Lazare seguiría el rastro de los forajidos y de los ejércitos, para nutrirse con la sangre que derramaban a su paso, sangre que nunca escaseaba, sangre que nadie echaría de menos. Y fue durante la noche treinta y dos cuando, postrado sobre el cadáver de una mujer degollada por los legionarios, la Voz nuevamente le habló: -Sí, Lazare, bebe y aguarda. Lazare se limpió la boca de coágulos y luego repuso: -Sí, beberé aunque no sepa qué debo esperar… El hombre de la Voz negrísima se postró a su lado y se dispuso a aguardar con él una, dos, tres horas, hasta que la mujer degollada abrió los ojos y los miró con ojos anegados de pavor. Lazare no sabía qué pensar, qué hacer, hasta que la Voz se lo indicó: -Anda, Lazare, ve y consuélala, porque de aquí en adelante no vagarás solitario: ella, tu víctima, será tu mujer y tú, su salvador, serás su esposo y maestro… No te apresures a juzgarme: te pediré un favor: si me lo concedes, sabré que me lo agradeces, si te niegas sabré que me maldices por ello… Mi misión aún no concluye: tengo todavía mucho por hacer antes de que los científicos, los banqueros, los militares, los políticos o los sacerdotes de este mundo decidan matarme… Cuando llegue ese momento, me encontrarás en un huerto de olivos, rezando porque mi último cáliz sea lo menos doloroso posible… Entonces, Lazare, te pediré que desgarres mi piel y bebas mi sangre, para que tu mordida me conceda el privilegio de la resurrección… Así está escrito en el Libro Negro, el Libro de los Muertos, y así se cumplirá si entiendes tu destino… Ahora, Lazare, dale la mano a tu mujer e iníciala en su nueva vida… Y enseguida márchense, déjenme solo, necesito cuarenta días de soledad y ayuno antes de reanudar mi trabajo y construir, piedra a piedra, mi gólgota… Conmovidos, urgidos por esa Voz negrísima y sonriente, Lazare y aquella mujer le dieron la espalda y lo obedecieron. No se besaron de inmediato: tenían toda una eternidad para hacerlo, para descubrir instante a instante el mundo. Para desangrar y beber de él, de su océano de cadáveres, cadáveres vivientes, cadáveres exquisitos.

Gonzalo Lizardo,
De El libro de los cadáveres exquisitos (novela, fragmento).

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