miércoles, 9 de agosto de 2006

Paradiso

HOY: 30 años de la muerte de Lezama Lima

Mamita había criado a Trinidad, Vivino, Tranquilino y el ordenanza. Esos nombres se habían contraído a la facilidad y eran Truni, Tránquilo y Vivo. Se le decía Mamita porque era la Abuela. No se hablaba nunca de sus padres, se habían difundido en un claroscuro familiar. Mamita era la vieja pasa, pequeña, ligera, siempre despierta hilandera, hablaba poco, como si suspendiese la respiración al hablar. Su carne era su bondad. Su fidelidad lejana era el Coronel. De lejos le seguía, lo cuidaba con oraciones y rosarios. Sabía que su casa y sus nietos dependían de él. En 1910 se había arrancado de Sancti Spiritus. Había que meter los nietos en el ejército. El ordenanza Morla, parlanchín y falso, tenía asegurado su puesto. A Tránquilo, que había domado potros, había que meterlo en el Permanente. Vivo era perezoso y siempre estaba escapado. Su acción adquiría siempre el relieve de una fuga. Truni, punto medio de criada y niña de compañía, estaba siempre de novios. Se casaría con el gallego Zoar, ordenanza segundo. Mamita se deslizaba entre todas esas figuras fuertes, solapadas, de léperos, con toques de silencio y bondad. Cuando aquellos campesinos, que el Coronel empotraría en el ejército, hablaban de sus señores, Mamita sin odiarlos, se silenciaba para agrandar su fidelidad. En aquellos años ya parecía que se iba a ir, que se moriría muy pronto. Era siempre esa persona indecisa, delicada, que cuando la conocemos se muere tres años más tarde. Así se ovillaba en el recuerdo, entre su trabajo y su desvanecerse. Su vejez era como otra forma de juventud, más penetrante a la transparencia, a la ligereza. Saltaba del sueño a lo cotidiano sin establecer diferencias, como si se alejase sola, caminando sobre las aguas.

El solarete entrelazado a la rifosa casa del Venado, produce una escasez de pinta sobresaltada, abundoso el parche se hace montura y se ramea con una corbata Zulka, regalo del patrón en trance de carantoñas a la tía dulcera. Juan Cazar, bombero retirado, ebanista de viruta jengibre, hace himeneo legalizado con Petronila, y su hija Nila, que asegura ringlera de suspensos en el ingreso normalista. El caserío se aplana en una hondonada, y la latería de la conserva grande se amarra a la madera breve por la techumbre. Un cartón de caja grande de sombrero cierra el ojo a la sonrisa de una puerta con un mantecado viejo. La cama de dos, con un estampado aguado, que le regaló la viuda a Petronila, que camina todas las tardes hacia el caserón para dar puntadas o descoser un vestido de mostacilla, envegetado en un daguerrotipo. Cazar está ciego y Petronila engorda a falsía de cardiaca. A la izquierda del camerón, el piano de Nila, enseria siesta. A la otra banda, la ceguera de Cazar traza laberintos en la recién traída mesa escritorio de cortina plegable. Centellita por aquellas pesadeces el canario se escapa de las puntadas y del cegato. A los pies de la camera, una cortinilla obtura el plegable donde Nila duerme sus libretas de notas. De noche Petronila florece por el caserío con bisbiseos y pitagorismos antillanos. Cuando regresa a su arqueta, cubre con arenilla de leve montaña el verticalizado esqueleto de un pez. Por el alba, los cuatro mulatones más viejos del caserío acuden a desenfundar la fauna cabalística. Los cuatro venerables se retiran en alabancioso ceremonial.

José Lezama Lima
Paradiso (novela, fragmento), 1968.

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