lunes, 30 de septiembre de 2013

MANTRA (fragmentos)


Rodrigo Fresán es uno de mis escritores consentidos. Lean Jardines de Kensington y sabrán porqué. Ahora releo Mantra, una novela ya inconseguible sobre México. Hace más de 10 años, Fresán pasó una semana y un día de muertos en el Distrito Federal, investigando y recopilando imágenes. El resultado: una disección freak de los clichés de los mexicanos y su país: telenovelas, lucha libre, narcotráfico, escritores en México, la relación del mexicano con la muerte, la comida, el pasado prehispánico... todo bajo el ojo ácido y torcido de este jodido argentino. La novela está dividida en 3 partes; la segunda -la mejor- es una especie de guía de turistas ordenada por orden alfabético. Les dejo algunos fragmentos al azar.
 
ARENAS
(Lucha Libre)

Todo es así de impreciso, María-Marie. La sangre de todas las respuestas son del tipo Ah Negativo. Si me preguntan cuánto tiempo pasé en el D.F. desde mi llegada a México hasta la salida de mi vida, lo cierto es que me costaría precisarlo. En cambio puedo recitar -como si se tratara de acontecimientos históricos, de tablas de multiplicar-, todas y cada una de las peleas que contemplé durante esas primeras noches frías y recién llegadas en las arenas calientes del D.F. Un versus detrás de otro. Máscaras que aprendí a reconocer como otros aprenden a identificar banderas flameando en el viento o bacilos luchando entre sí en el círculo iluminado del microscopio.

En Tenochtitlán (a.k.a.) México D.F. (a.k.a) Ciudad De México (a.k.a.) Distrito Federal (a.k.a.) D.F. yo esperaba las noches para poder ir a la lucha libre. Las veladas oficiales de los viernes y de los domingos en las arenas principales y más concurridas, aquellas con cámaras de televisión y luchadores de prestigio y estroboscópicas luces de colores. Me hundía en la multitud que gritaba gritos gritones. “¡Máscaras! ¡Máscaras!”, ofrecían los vendedores ambulantes y yo compraba varias, pero estaban mal hechas, se rompían apenas intentabas ponértelas. Compré también muñequitos de luchadores para jugar a mi regreso al hotel lejos de esos alaridos fanáticos a los que les faltaban varios dientes. En ocasiones volvía muy excitado y no podía dormir toda la noche y me la pasaba haciendo poses combativas y gruñonas frente al espejo del baño. A veces llegaba dolorido porque un luchador me había tirado a otro luchador encima desde el ring. Entonces me dormía enseguida, gimiendo, masticando analgésicos.

Pero también me hundía en las otras noches -en las noches sin nombres de días- y en las arenas movedizas clandestinas, en pelas mexicanas más parecidas a ruletas rusas que a otra cosa, en los rings improvisados en las tripas bandoleras del barrio de Tepito, en los sótanos de sótanos de casas señoriales donde los terratenientes se ponían máscaras para molerse a patadas como si hicieran el amor. Caminaba mucho, averiguaba direcciones, hacía círculos en el mapa, memorizaba contraseñas, me puse una máscara ajena, morí por idiota, morí heróicamente idiota.

BLACK HOLE
(Luchador)

Black Hole se acuerda de todo. Black Hole se acuerda incluso de todo lo que quisiera olvidarse. Jesús Nazareno y de Todos los Santos Mártires en la Tierra Fernández (a.k.a.) Black Hole (a.k.a.) Mano Muerta. Los monólogos memorialistas y sin una mano de Black Hole en una cama de hospital junto a mi cama de hospital, en Chanson Tristes, junto al mar. Yo respirando raro y adentro de una carpa de oxígeno. Las enfermeras le dicen que, por favor, guarde silencio. Silencio de hospital. Black Hole con morfina hasta las cejas. Black Hole mirando al techo, hablando solo, sabiendo que lo escucho:

“Esta es mi historia, niño mío. Nací en un lugar que no recuerdo. Es seguro que ese lugar no se acuerda de mí, así que estamos a mano, manito, me falta una mano. Cerca de Rancheras Nostálgicas, creo. Casa de adobe, murciélagos en el techo. Hacían ruiditos como de ratas con vértigo. Mi padre siempre estaba borracho y le pegaba a mi madre. Mi madre siempre estaba borracha y me pegaba a mí. Yo no tenía nadie a quien pegarle, así que opté por aprender a luchar. Me enseñó un sacerdote del colegio que, tiempo después, quiso propasarse conmigo en el confesionario. Lo muelo a golpes en el nombre del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo. Sonreía y creo que fue para eso que me entrenó, para recibir su merecido castigo por todos sus pecados. Canté un poco con una orquesta de pueblo. Cantaba mal. Hace mucho. Ya no me acuerdo. Consigo trabajo en los ferrocarriles. El único modo de salir de allí, de llegar a un lugar del que sí pueda acordarme. Llego a Ciudad de México. Vivo con unos tíos en las afueras de la ciudad. Trabajo lo justo. Sigo en los ferrocarriles. De aquí para allá. Conozco a alguien que habla francés. Me enseña a hablar francés. Me vuelvo... me vuelvo... me vuelvo existancialista, creo. Los ferrocarriles me van llevando de pueblo en pueblo y al final me llevan a Ciudad de México, ya lo dije. El Francés me dice, en francés, que él se dedica a la lucha libre. Su nombre de guerra es Scaramouche El Magnífico, me hace jurar que no lo revelaré a nada ni a nadie. También me dice que es un masón, que le preocupa la frágil arquitectura del universo, que nuestro planeta es una catedral y que las arenas de lucha libre son pequeñas catedrales adentro de esa gran catedral que es el mundo. El Francés me dice que yo podría ser luchador, que yo tengo físico de luchador. Me inscribe en un gimnasio o me inscribo en un gimnasio. Me entrena. Me pone a pelear en algunas arenas de pueblo chico. Para que me vaya endureciendo, me dice. Fue entonces cuando decidí ser lo que yo quería ser en la vida: yo quería ser luchador. Abrirme camino a golpes y patadas. Me pregunté si en esto no habría algo de rencor clasista, de ganas de revancha, de crecer pegando. No encontré respuesta y tampoco la busqué demasiado. En algún momento, El Francés me dice que me tengo que buscar un nombre, que ya basta de luchar con mi nombre y apellido porque es muy largo y los anunciantes de las peleas me mimran raro y se confunden al decirlo al micrófono. Lo encuentro un día que, caminando por Ciudad de México, me caigo en un agujero negro y profundo. Me hundo en mierda de cloaca hasta las cejas. Me digo entonces: “Voy a llamarme El Agujero Negro”. Se me ocurre mi nombre mucho antes de que los agujeros negros se pongan de moda en la boca de los astrónomos. Mejor en inglés, me recomienda alguien del gimnasio: Black Hole. Le digo que prefiero en francés. Me dice que no sea idiota, que no exagere. Me dice “Black Hole”. Me dice: “Vas a utilizar una máscara negra con un espiral plateado cuyo centro estará exactamente entre tus ojos. Malla negra y botas plateadas”. El Francés me prestó dinero para encargarme la máscara con un artesano de Monterrey. Era de piel. Era pesada. La primera noche que me la puse supe que mi rostro ya no era mi rostro y luché con mi máscara en el alma y con mi personaje como mi sombra. Ya no me la quitaría a la hora de subir al ring y al deporte que también se llama, vaya uno a saber por qué, el Pancracio. Mi vida a partir de entonces sería negra y plateada, profunda y en constante movimiento. Nunca, ni siquiera durante aquel primer combate sentí la máscara como una molestia. Al contrario: bebía embriagado la felicidad de mi propio sudor y masticaba el placer del cuero de mi secreto. La máscara me convertía en alguien único, diferente, imposible de imitar. Nadie debería saber que yo era Black Hole. Nadie. El Francés me dio instrucciones precisas en ese sentido: “Vas a llegar a tal o cual lugar. Cuando termines de luchar allí, nunca te duches en los vestuarios. No te vas a sacar la máscara hasta que llegues a tu casa o, si vas a pelear en Monterrey o en Nuevo Laredo, en el hotel”. Todavía no peleo en México, peleo en arenas de provincia. A veces cruzo la frontera para castigar a algunos gringos. Los luchadores gringos pelean con su nombre y su apellido. Sin gracia. A cara descubierta. A lo sumo un Tigre Smith, un G.I. McGregor, un Tomb Jones, un San Sinatra, un Leon Tiger. Aburridos. Es un placer derrotarlos pero, también, es tan fácil. Empiezo a ser más o menos conocido. Una noche, luego de un combate, vuelvo a mi hotel en Nuevo Laredo y me encuentro con una carta. Es una carta de Padrino Padres, el principal promotor de la lucha libre en el D.F. Se la muestro a El Francés, que sonríe triste y me dice que hasta allí llegó él, que ya no puede hacer nada por mí, que buena suerte y hasta luego. Le digo que no sea tonto, que siempre juntos. Me dice que ya veremos y que tenga cuidado con esa carta, que la guarde bien, que no la ande mostrando por ahí porque puedo tener problemas y todo eso. Me dice: “Es necesario que vayas preparado para México, porque cuando menos lo pienses ahí te van a querer acabar, ahí te van a despedazar”. Esa noche se suicida El Francés. Se arroja desde una de las curvas verticales de Acapulco. El mismo auto que James Dean, las mismas intenciones que Albert Camus, quién sabe. Lloro hasta deshidratarme. Lloro con la máscara puesta. Las viejitas se persignan cuando me ven en el entierro. Llego al D.F. Seco como un desierto y el D.F. se me viene encima como una tormenta en alta mar. Lucho todas las semanas. Gano una pelea tras otra. Las mujeres me acarician la máscara, los niños me temen. Antes de la máscara, yo era un luchador tipo rudo. Estaba obligado a serlo porque venía de afuera, porque así lo exigían los protocolos del Pancracio. ¿Qué es ser rudo? Fácil: lanzarse sobre el rival como una máquina aniquiladora. No darle espacio ni oportunidad para el contrataque. No respetar ningún tipo de reglamento. Castigar y castigar con la victoria como único fin y ética más allá de toda etiqueta deportiva. Ser un monstruo sin rostro. Ser una sombra devoradora de luz. Ser un agujero negro. Y, fundamentalmente, no ser un técnico, que es lo que yo quería ser y para lo que yo me había preparado: un luchador caballeroso y elegante. Un ídolo adorado por las multitudes. Un vencedor. El problema, claro, es que el cupo de enmascarados está completo. Blue Demon y el Santo eran los dueños absolutos del amor del pueblo y no estaban dispuestos a repartirlo y, mucho menos, a ponerlo en riesgo. Blue Demon y el Santo están gordos y confiados y casi nunca luchaban entre ellos, pero sí luchaban contra todos con la seguridad de saberse vencedores. No creo que fuera siempre su habilidad la que ponía tres veces de espaldas a sus rivales sino el temor de éstos ante lo que podría llegar a ocurrirles a ellos si cometieran la osadía de resultar victoriosos. El público se subiría al cuadrilátero para hacerlos pedazos, piensan. Y algo de razón tienen. Blue Demon y El Santo son una especie de psicosis colectiva: en películas muy pero muy malas, en programas de televisión muy pero muy malos, en cómics muy pero muy malos. Blue Demon y El Santo siempre necesitados de máscaras frescas para arrancar y humillar. Me juro que no va a ser mi caso, mi máscara. Cuando me la puse, a partir de ese mismito momento, yo me convertí en un técnico, en un artista del Pancracio, un luchador fino y eficaz que peleaba limpio y usaba a sus rivales para limpiar el ring. A Blue Demon y El Santo no les causa ninguna gracia que mi popularidad vaya en aumento. Me ofrecen películas, cómics, mujeres. Me dicen que los acompañe a Casa Mascarada, un tugurio de mala fama al que van los luchadores después de las peleas a pelearse por hembras venenosas. No, digo. No doy razones para ello porque cómo explicarles que soy existencialista. Así, sin proponérmelo, me convierto en una segunda opción ética y estética en el mundo de los luchadores. Llego, hago mi trabajo, gano mi pelea, desaparezco. Periodistas y vedettes me siguen como sabuesos en celo. No les hago caso. Tampoco me presto a payasadas como las que hacen, por ejemplo, los luchadores como Eau de Toilette, que sube al ring envuelto en una vaporosa bata de seda y echa perfume a los ojos de sus rivales. Elijo mis peleas y a mis enemigos porque uno es tan peligroso y temibles como temidos y peligrosos son los enemigos que escoge. Entro y salgo del D.F. Voy y vuelvo de Rancheras Nostálgicas, donde me caso y tengo un hijo. Ni ella ni él saben quién soy yo, qué hago en la gran ciudad. Piensan que soy una especie de empleado administrativo de los ferrocarriles que recorre todo el país. Una especie de viajante de comercio, un supervisor, da lo mismo, no preguntan mucho. Pasan los años, las noches, los combates. Cuando vuelvo a mi casa golpeado y un poco rengo, les digo a mi mujer y a mi hijo que me asaltaron, por ejemplo, mientras veía un poniente en Querétaro que parecía reflejar el color de una rosa en Bengala o algo así. Una mañana, me distraigo y mi hijo abre mi maleta y descubre la máscara y el traje. Sale dando gritos a la calle, casi loco de felicidad, moviendo los brazos y dando saltos y no llega a decir nada porque un camión de gaseosas marca Chaparrita le pasa por encima y lo manda al cielo con una sonrisa petrificada y santita que ni siquiera el dolor llegó a borrar. Lo recojo de la calle. Lo llevo al fótgrafo de Rancheras Nostálgicas para que le saque una foto de angelito muerto. De regreso del cementerio, les pago a las lloronas y abrazo a mi mujer que no deja de llorar gratis. Me voy a mi cuarto. Me pongo mi máscara y mi traje. Me siento más existencialista que nunca. Alquilo un cuarto en una pensión cerca del Zócalo. Ahí me alcanza una carta de los abogados de El Francés. Me dicen que me dejó algún dinero. Y una casa en Francia, en un pueblo llamado Chansons Tristes. Me dicen que el dinero es para que filme mi propia película. “Una película de luchadores enmascarados, pero del tipo existencialista con estética nouvelle vague”, especifica la última voluntad de El Francés y vaya a saber uno lo que es eso. Voy a la cinemateca. Veo películas de Godard. No entiendo mucho. Sigo luchando. Conozco a Boris Karloff. Boris Karloff está filmando unas películas horribles en el D.F. Boris Karloff tiene diarrea. La Venganza de Moctezuma, ya sabes. Me da consejos. Vuelve al baño. Yo, mientras tanto, sigo luchando. Escribo una primera versión del guión. El dinero no es suficiente y voy a ver a Máximo Mantra, el Amo y Señor de MantraVisión, el Zar Cósmico de la Televisión Mexicana. Me recibe con los pies sobre el escritorio mientras vacía su revolver sobre una cabeza de toro embalsamado que cuelga de la pared de enfrente. Me dice que me siente. Me felicita por mi máscara. Me dice que nunca entendió por qué me he negado a particiar en sus programas de televisión de la lucha libre. Estoy por responderle que la televisión es el medio menos existencialista que existe y que esos programas son un mamarracho, una desgracia para el Pancracio, pero me lo pienso un poco, me lo pienso mejor. Me obliga a beber media botella de tequila. Me explica que leyó el guión y que no está mal, pero que la falta “un poquito de carnalidad y sordidez para la familia mexicana que es nuestro público y orgullo”. Me dice que va a presentarme a alguien que puede ayudarme. Presiona un botón en el interfón y dice: “Dile al chavo que pase”. Se abre una puerta y entonces entra un niño raro, con una cabeza enorme que se mueve al caminar, como si apenas estuviera pegada al cuerpo. Al acercarse me doy cuenta que no es exactamente su cabeza sino un gigantesco casco con luces y lentes de filmadora con luces parpadeantes lo que le hace parecer deforme y extraterrestre. Hace mucho ruido. Adentro de todo eso sonríe su cabecita. El niño me enfoca fijo y sonríe. “Siempre quise conocer a a alguien enmascaradamente luchadoriforme”, me dice. Yo lo miro sin entender de qué me habla. Max Mantra lo mira con una mezcla de terror y respeto. “Te presento a Martín Mantra, mi nieto”, sonríe Max Mantra. “Nadie mejor que él para ayudarte con tu película”, agrega. Y le mete otra bala entre los ojos a la cabeza de toro en la pared.

CUBO
(De Cortázar)

Estados alterados, María-Marie: en una de esas librerías monstruosas de libros usados, a las espaldas de la catedral, encontré un libro de Julio Cortázar que -sabiendo que ese escritor te gustaba mucho- te compré y te envíe por correo. Me acuerdo que me dijiste que tú -cuando volviste de París- vivías cerca del piso de Cortázar. Me hiciste leer un cuento con aztecas que parecía uno de los mejores episodios de The Twilight Zone jamás escritos. Me contaste que a menudo, de camino a ver a los axolotl en el Jardin des Plantes ( “... consulté un diccionario y supe que los axolotl son formas larvales, provsitas de branquias, de una especie de batracios del género amblistoma. Que eran mexicanos lo sabía ya por ellos mismos, por sus pequeños rostros rosados aztecas y el cartel en lo alto del acuario”, escribió Cortázar), te cruzabas con ese escritor gigante de ojos enormes y sin branquias; y que siempre pensabas en saludarlo, en decirle algo, y que un día supiste que había muerto y que fuiste a su tumba y te sentaste ahí a hablarle durante horas y que empezó a nevar y que te sentiste tan estúpida -“tan dentro de una mala película”- que volviste a tu casa y juraste nunca más leer a Cortázar por temor a que su prosa estuviera ahora infectada con tu “cobarde sentimentalismo”.

María-Marie, en ocasiones eres la más hermosa de las mujeres horribles.


FOTOS
(Muertos-vivos)

Pregunta: ¿a qué categoría pertenece la foto de alguien vivo en la foto pero que ya está muerto fuera de ella? Las fotos familiares de los Mantra, por ejemplo. Las desentierro del archivo de un periódico mexicano. Sociales. Allí están todos, repitiéndose en una serie de espejos festivos. Cada vez más. Bautismos, primeras comuniones y bodas y funerales: los cuatro inevitables stages de su videogame familiar. No hay divorcios. Están prohibidos. A lo sumo se enviuda o se organiza un trabajito que facilite y acelere la condición de la viudez. En cualquier caso, no se habla de eso mientras se pone esa sonrisa para la foto y se mantiene esa sonrisa por el resto de la vida. Nunca dejar de sonreír. Todos sonríen. Los hombres con aspecto de galanes de cine antiguo ofreciendo su mejor perfil y con los ojos ya enturbiados por el alcohol, con la primera copa de lo que sea. Las mujeres que parecen estar siempre embarazadas, produciendo Mantras, y dueñas de esos rostros de placidez casi bovina que adquieren las mujeres estúpidas al embarazarse y que las hace lucir más estúpidas todavía. Las que no están todavía embarazadas -casadas- parecen vibrar aún dentro de la obligatoria quietud de la foto con esa histeria de quien siente estar perdiendo una carrera: son rubias y de ojos azules y parecen Barbies desalmadas y lo único que sienten, lo único que les enseñaron a sentir, es envidia y codicia. Los niños cuya función es aparecer sentados a los pies de los mayores tienen algo de muñecos infernales vestidos como cadáveres de lujo del siglo XIX. En el centro y en la parte más alta está Máximo Mantra, orquestador de odios, que son una forma del amor, porque son odios que comparten el mismo apellido, y cómo no amar a ese apellido. El verdadero enemigo está fuera de la familia y ésta es una familia tan grande que para cuando llegas a enemistarte con alguien que no es un Mantra, bueno, ya va siendo hora de morirse. Que los italianos, los judíos, los chinos, todas esas mafias, se maten entre familias. Nosotros nos bastamos con nosotros, ni modo. Todos para uno y una familia para todos. Veo las fotos. Te busco y te encuentro, María-Marie, en alguna de ellas y me sorprende y me alegra el que parezcas no encajar del todo. Ahí, parada, en un extremo, junto a tus primas pirañas, tienes un aire de extranjera, casi de astronauta en órbita. Las fotos están ordenadas cronológicamente -a partir de una de ellas desapareces dejando un hueco que no demora en ser ocupado por otra sonrisa, otro peinado pasado de moda- y son cada vez más grandes, desplegables, como esos biombos de postales cinemascope, como una foto larga y horizontal del Gran Cañón del Colorado o la Gran Muralla China. La última foto es la de la víspera del estreno de Mantra: uno de nosotros.

GODZILLA
(Es mexicano”)

Fragmento de una de las transmisiones radiales de Martín Mantra (a.k.a.) el Capitán Godzilla desde la clandestinidad, desde alguna parte de la selva yucateca, en todas partes y en ninguna, gritando:
«Permítanme que les lea algo: “Y se vino a aparecer una como grande llama. Cuando anocheció llovía, era cual rocío la lluvia. En ese tiempo se mostró aquel fuego. Se dejó ver, apareció cual si viniera del cielo. Era como un remolino; se movía haciendo giros, andaba haciendo espirales. Iba como echando chispas, cual si restallaran brasas. Unas grandes, otras chicas, otras como leve chispa. Como si un tubo de metal estuviera al fuego, muchos ruidos hacía, retumbaba, chisporroteaba. Rodeó la muralla cercana al agua... Desde allí fue luego a medio lago, allí fue a terminar. Nadie hizo alarde de miedo, nadie chistó una palabra...”. Está dicho, amigos míos, está clarísimo: ¡¡¡Godzilla es más mexicano que el tequila!!!»

(Sonido de disparos, gritos, se interrumpe la transmisión, a continuación, música clásica triste, insomnie y solitaria de piano).

GUADALUPE
(Vírgenes de)

Aquí vienen, éstos son los Sagrados Varones. La muy macha hermandad de los Vírgenes de Guadalupe. El ejército privado y santo de Narco Polo.

Los Vírgenes de Guadalupe caminan por los ángulos rectos del Zócalo o por los planos inclinados de la catedral como si cabalgaran. Castos para siempre, no conocieron ni conocen ni conocerán mujer, entregados desde el vamos hasta el no va más a la Virgen de Guadalupe.

Los Vírgenes de Guadalupe caminan raro, caminan con las piernas bien abiertas para acomodar así sus erecciones permanentes, tiesas y aceradas como pararrayos; porque no vayan a pensar que son maricas los Vírgenes de Guadalupe, aunque en ocasiones se entreguen a olímpicas sesiones masturbatorias donde más de uno se quedó seco y duro y en coma leve ante la emoción beatífica de un orgasmo de trueno.

Los Vírgenes de Guadalupe caminan raro y caminan despacio porque no es fácil llevar todas esas armas y todas esas erecciones encima.

Los Vírgenes de Guadalupe son los machos más machos pero no pueden demostrárselo a ninguna mujer, lo que los tiene en un estado de furia criminal perpetua.
Los Vírgenes de Guadalupe tienen cara de música de Ennio Morricone y vuelven histérico hasta al más controlado de los detectores de metales y, después, enseguida, sacan un revólver y hacen callar para siempre sus grititos delatores meintras cantan del derecho y del revés “No vale nada la vida, la vida no vale nada”, su canción favorita y cuando terminan la canción gritan: “We shotta de espiders in México”.

Los Vírgenes de Guadalupe son abonados perpetuos a las páginas de ALARMA!.

“Los Vírgenes de Guadalupe serían un buen tema para un artículo de Snob”, me dijo Jean-Baptiste.

Los Vírgenes de Guadalupe han tenido papeles secundarios en películas mexicanas de Luis Buñuel y, por supuesto, en casi todas las que Sam Peckipah filmó por ahí.

Los Vírgenes de Guadalupe vienen a ser algo así como los thugs mexicanos y sobre todos y cada uno de sus pechos anchos y lampiños como puertas nuevas está tatuada, inmensa, la Virgen de Guadalupe, que los cuida y los guía y hace que las balas reboten o se queden sin fuerza ni impulso antes de llegar a impactar en sus cuerpos.

Los Vírgenes de Guadalupe vacían sus pistolas y ríen a carcajadas en el aire siempre amarillo del D.F., en ese aire tan denso y compacto y mexicano que podría sostener y soportar la proyección de una película mexicana a todo color. Aquí vienen los títulos y los Vírgenes de Guadalupe vuelven a darles de comer balas a sus pistolas vacías y siempre hambrientas. Pistolas -al igual que lo que ocurre con Anorexia y sus Flaquitas- con serios trastornos en su conducta alimenticia: comen y vomitan y vuelven a comer.

Los Vírgenes de Guadalupe matan primero y preguntan después y, al no recibir respuesta, suponen que todo está en orden.

Los Vírgenes de Guadalupe se inclinan sobre los muertos que acaban de fabricar y les preguntan siempre: “¿Quiere usted la salvación de México? ¿Quieren que Cristo sea Rey?”

El que calla, otorga, dicen los Vírgenes de Guadalupe y después se van a ver el último capítulo de la telenovela en turno mientras limpian sus pistolas y les dan besitos frente a sus televisores en el barrio asesino y asesinado de Tepito mientras esperan las “partes requetebuenas” del capítulo de hoy.

LIBRIS
(De Lowry)

Hay muchas cosas aquí que te resultarán interesantes o divertidas y también te darán escalofríos; cosas maravillosas, cosas horribles, cosas maravillosas-horribles... cosas que te producen la extraña sensación de estar viviendo en un libro...”

Malcom Lowry,
fragmento de carta a Mrs. E. B. Woolfan
Cuernavaca (México), noviembre de 1945

“El escenario es México, lugar de encuentro, según muchos, de toda la humanidad, pira de Bierce y trampolín de Hart Crane, la inmemorial arena racial y política donde dirimir conflictos de toda naturaleza, y donde la colorida población nativa tiene una religión a la que podemos describir apresuradamente como un culto a la muerte; así que es un buen lugar, al menos tan bueno como Lancashire o Yorkshire, para ubicar nuestro drama de un hombre debatiéndose entre los poderes de la luz y las tinieblas. Su lejanía geográfica para nosotros, así como la cercanía de sus problemas con los nuestros, ayudarán al mejor desenvolvimiento de la tragedia. Podemos verlo como si se tratara de todo el mundo, o el Jardín del Edén, o ambas cosas al mismo tiempo. O podemos considerarlo como una especie de símbolo atemporal del mundo sobre el que erigir el Jardín del Edén, la Torre de Babel o lo que se nos ocurra. Es paradisíaco: es incuestionablemente infernal. Es, de hecho, México...”

Mi historia favorita de Malcolm Lowry, María-Marie, no transcurre en México, pero México no podría haber transcurrido en la historia de Malcolm Lowry de no ser por esta historia que Lowry terminó escribiendo al costado del manuscrito de un cuento inédito titulado “Enter One In Sumptuous Armour”:

El joven narrador suele acompañar de vez en cuando a su padre -en un imponente automóvil Minerva con chofer- desde su hogar en Caldy, Wirral, hasta Birkenhead, donde el padre toma el ferry que remonta el río Mersey hasta sus oficinas en Liverpoool. Por el camino, siempre se cruzan con un vecino, un abogado, que parece preferir caminar esos doce kilómetros desde la villa al barco. Al verlos pasar en la limousine, el abogado siempre los saluda con una sonrisa triste y un movimiento casi militar de su bastón. El padre nunca devuelve el saludo y cuando el chico le pregunta quién es ese hombre y porqué lo ignora una y otra vez, le responde: “Es alguien sin la menor disciplina”. Y cuando el chico insiste, vuelve a preguntar, el padre da por terminada la conversación con un: “Es un borracho”. El chico no sabe muy bien lo que es un borracho pero sí sabe que ese hombre día tras día elige recorrer esa larga distancia, lluvia o nieve o sol, y de pronto le parece que ese desconocido es la persona más heroica y admirable que jamás haya conocido y conocerá. El automóvil se aleja, el chico se voltea para ver al hombre cada vez más pequeño y más atrás en el camino, y a la hora de ponerlo por escrito tantos años después recuerda: “Mi padre nunca lo supo, pero fue entonces cuando decidí secretamente que cuando fuera grande yo iba a ser un borracho”.

Me acuerdo, María-Marie, de tu furia contra Malcolm Lowry y Bajo el volcán:” “El chingado libro de un chingado extranjero queriendo ser más mexicano que los mexicanos. Comportamiento típico: llegan aquí y enseguida se vuelven locos y empiezan a hacer locuras y todo es, claro, porque México es tan especial... Los que no vienen de parte de Lowry vienen de parte de Castaneda. Hablan de México como si se tratara de otro planeta. Un planeta donde sienten que pueden hacer todo lo que nunca se atrevieron a hacer en sus casas. México vale todo y todo vale”.

Yo supe que en realidad estabas preocupada por mí -con absoluta razón, como puede comprobarse- y no te hice caso y ahí mismo abrí por la primera página mi ejemplar de Bajo el volcán, que acababa de comprar en el FNAC de Les Halles, y leí en voz alta, en un francés-español con ese acento mexicano y falso de las películas que transcurren en México pero que están llenas de extranjeros entrando en cantinas, apostando en las peleas de gallos, arrojándoles billetes a mariachis de bigotes tristes, gritando “Mezcal, dijo el Cónsul” (Que Lowry escribe mescal) y, por supuesto, sintiéndose más mexicanos que todos los mexicanos juntos.

Cuando era chico, Malcolm Lowry decidió que iba a ser un borracho.
Cuando era chico, yo decidí que iba a ser un luchador enmascarado.

De todos los muchos peligros de Méixo, pienso, uno de los más peligrosos es que México suele hacer realidad tus deseos.

México te escucha y te entiende. No importa el idioma.


MANDE
(Obedezca)

Mande es la palabra que, con engañosa docilidad, te dicen los mexicanos para, acto seguido, hacer lo que les da la gana, María-Marie. O no hacer nada que no tengan ganas de hacer.



MANTRA
(Martín)


Había una vez un:

a) Hipotético niño genio nacido en un estudio de televisión (sin que esto signifique emparentarlo con la triste y numerosa camada de niños prodigio televisivos) en el D.F., en 1963.

b) Hipotético hijo de la actriz de telenovelas Lupita Delmar y del cantante melódico Carlos Carlos. Tal vez no, tal vez es el hijo del magnate de lmundo del espectáculo y la televisión Máximo Mantra, su abuelo.

c) Hipotético director -a los ocho años- del film mexicano Los sufrimientos infinitos de una madre mexicana por culpa de sus hijos y su marido y responsable del legendario y nunca visto “film total” Mundo Mantra “protagonizado involuntariamente por miembros selectos de la familia Mantra”. Leyenda urbana: todo aquel que vio fragmentos de Mundo Mantra murió o se volvió loco. El mismo efecto tiene un hipotético episodio fantasma de la serie The Twilight Zone hipotéticamente escrito y dirigido por Martín Mantra y titulado “The Traveller” o algo así.


d) Hipotético joven galán irresistible. Sale poco. Se muestra menos. Misterio: Jesús Nazareno y de todos los Santos Mártires en la Tierra Fernández (a.k.a.) Black Hole (a.k.a.) Mano Muerta me dice y enseguida se arrepiente de haberme dicho que “Ese guaperro y carita que salía en las revistas del corazón, estoy seguritito que no era el Martín Mantra que yo conocí... Ése no es ni El Mantra ni el Capitán Godzilla ni nada de nada”.

e) Hipotético freak de figura deformada por el terrible peso del arnés/casco tecnológico de su invención, el MovieEye. Otras variadas invenciones, se supone: máquinas de efectos especiales, máquinas de causar terremotos, máquinas de generar hologramas como el de la hipotética Virgen de Guadalupe ocn rostro de Speedy González para vengarse de los amigos religiosos de su abuelo. No se le ve casi nunca, vive en los altillos de El Cielito Lindo, las pocas fotos que existen de él lo muestran como una sombra fuera de foco y pariente lejana de las fotos y sombras de los siempre fuera de foco Big Foot y Nessie.

f) Hipotético muerto -junto a toda su familia- durante la reunión anual de los Mantra coincidiendo con la fiesta del estreno de una nueva telenovela en la mansión El Cielito Lindo a manos del traficante de drogas y crackatoa Narco Polo y de sus sicarios Los Vírgenes de Guadalupe.

g) Hipotética enmienda: No, no, no, Martín Mantra -quien se había fugado a Guanajuato para secuestrar una de las célebres momias del lugar obsesionado por descubrir la forma de resucitar a los muertos y así poder revivir a su hermanita Martina Mantra- no asiste a la fiesta-masacre y regresa justo a tiempo para filmar, escondido entre los arbustos que rodean a El Cielito Lindo, la última escena de Mundo Mantra: la carnicería y holocausto de su familia. Un acontecimiento digno de múltiples ángulos y cinco cámaras, como el final de The Wild Bunch; pero no se puede todo y conformarse con lo que hay, manito.

h) Martín Mantra es hipotéticamente rescatado por Jesús Nazareno y de Todos los Santos Mártires en la Tierra Fernández (a.k.a.) Black Hole (a.k.a.) Mano Muerta. Martín Mantra le pide a su salvador que permita que las autoridades lo den por muerto, que “ha llegado el momento de acometer el segundo acto de mi existencia desde un punto de vista anónimamente invisibleforme”.

i) Martín Mantra se convierte en la hipotética mascota adoptiva de un grupo de luchadores enmascarados. Con el tiempo llega a pelear bajo el nombre de El Mantra. Su máscara incorpora una aparatosa cámara de filmación que apenas le permite mantenerse en pie y a la que algunos atribuyen poderes hipnóticos. Pelea poco. Le gusta arrancar las máscaras de sus rivales y eso no gusta demasiado. Su técnica es considerada demasiado sangrienta. El Mantra desaparece luego de que muere El Perfumado, hijo de Eau de Toilette. El Mantra le arranca los ojos.

j) Martín Mantra pasa a la clandestinidad y se convierte en líder revolucionario -su ideología política es poco clara- porque, dicen que dijo, “es el género mexicano que me falta por investigar”. Martín Mantra se convierte en el Capitán Godzilla. María-Marie lo reconoce una noche en París. En la televisión, por supuesto.

Pienso ahora, frente a otro televisor, en que nada de esto tiene sentido o lógica o razón de ser. Pienso que mi realidad ahora era irreal, que toda mi vida -incluyendo mi muerte- se parecía demasiado a una hipotética telenovela mexicana, que yo había sido abducido por una telenovela mexicana y que éste fue el único modo en que conseguí escapar.

1 comentario:

Anónimo dijo...

muchas gracias!


la novela completa, aquí:

http://es.scribd.com/doc/39976202/Fresan-Rodrigo-Mantra