martes, 11 de junio de 2013

Una ocupación mortal


William Arnold, el gran buscador de orquídeas de la época victoriana, murió ahogado durante una expedición por el Orinoco. Schoeder, contemporáneo de Arnold, halló la muerte al despeñarse durante una expedició a Sierra Leona. Y Falkenberg también perdió la vida en una expedición por Panamá. David Bowman murió de disentería en Bogotá. Klabock fue asesinado en México. Brown, en Madagascar. Endres murió de un disparo en Río Hacha. Gustave Wallis murió de unas fiebres en Ecuador. A Digans le dispararon los indígenas brasileños. Osmers desapareció sin dejar rastro en Asia. El lingüista y coleccionista Augustus Margary sobrevivió a las infecciones de muelas, al reumatismo, a la pleuresía y a la disentería sufridos mientras navegaba por el Yang-tzê en solitario, pero encontró la muerte cuando ya había completado su misión y había pasado Bhamo (Birmania).

Coleccionar orquídeas es una ocupación mortal, lo cual siempre ha formado parte de su atractivo. Laroche amaba las orquídeas, pero llegué al convencimiento de que amaba la dificultad de obtenerlas casi tanto como las propias flores. Cuanto peor la pasaba en el pantano, más entusiasmado estaba con las plantas que había logrado conseguir.

Ese perverso placer por el sufrimiento que sentía Laroche es característico de los buscadores de orquídeas. Un artículo publicado en 1906 en una revista decía: “La mayor parte del encanto relacionado con el culto a las orquídeas se halla en ir a buscarlas al lugar en el que crecen, que bien puede tratarse de un pantano en el que se contraen todo tipo de fiebres o bien puede tratarse de un país lleno de indígenas hostiles dispuestos a matar y, muy probablemente, a comerse al intrépido aventurero.” En 1901 ocho buscadores de orquídeas organizaron una expedicion a Filipinas. En el espacio de un mes a uno de ellos se lo comió un tigre; otro, empapado de aceite, se quemó vivo; cinco desaparecieron y sólo uno logro sobrevivir y salió de la selva llevando consigo cuarenta y siete mil ejemplares de Phalaenopsis. Un joven al que en 1889 el coleccionista inglés Sir Trevor Lawrence encargó que buscara Cattleyas, caminó entre el fango de la selva durante catorce días y después no se supo nada más de él. Docenas de exploradores fueron aniquilados por la fiebre, los accidentes y la malaria o murieron asesinados. Otros se convirtieron en trofeos de cazadores de cabezas o en presas de horribles criaturas como las lagartijas amarillas voladoras, las serpientes de cascabel, los jaguares, las garrapatas y la marabunta de hormigas mordedoras. Algunos fueron asesinados por otros buscadores. Todos ellos viajaban mentalizados de que tendrían que hacer frente a la violencia. Albert Millican, que participó en una expedición al norte de los Andes en 1891, escribió en su diario que lo más importante que llevaba consigo eran los cuchillos, machetes, revólveres, dagas, rifles, pistoles y el tabaco para un año. Ser buscador de orquídeas siempre ha sido sinónimo de ir a lugares horribles en busca de cosas hermosas. Cuando la búsqueda de orquídeas estaba en su apogeo, entre mediados del siglo XIX y principios del siglo XX, los lugares horribles eran realmente horribles. Cualquier hombre que se presentase como buscador había de ser duro y listo y tenía que estar dispuesto a morir lejos de casa.

El ladrón de orquídeas
Una historia verdadera de belleza y obsesión
Susan Orlean
Editorial Anagrama, Barcelona

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