[Louveciennes]
23 de mayo de 1933
Henry, cuando June dijo que eras
absolutamente egoísta no le creí. Hoy me produces una profunda
conmoción. Siempre supe que tú únicamente me amabas por lo que yo
podía darte, y estaba dispuesta a entenderlo y aceptarlo porque eres
un artista. Te di toda la razón. Nunca esperé de ti que fueras
humano toda la vida, ni siquiera siete días a la semana. No parecía
muy difícil que fuera un día a la semana, o un día de cada diez.
Desde que te fuiste aquel lunes que Hugh volvía, me di cuenta de que
no te importaba un comino lo que sucediera. Inmediatamente te
propusiste olvidarlo todo. Me escribiste: me siento tan
despreocupado. No me importó. Aceptaste mi deseo de dejarte libre,
libre para todo. Sabías a lo que me refería. Pero tan pronto como
te liberé de cualquier preocupación, tú regresaste a tu absorvente
vida. Y lo sabía. El viernes me dije a mí misma: no me permitiré
que Henry venga. Me ama interesadamente, sólo para las cosas buenas.
En realidad no se preocupa de mí. Y
hoy lo demostraste. Te sentías bien, saludable, despreocupado. Mi
vida no te importaba. No me veías desde hace diez días y estuviste
frío. Ni siquiera me acariciaste. No viniste a casa para ser amable
después de tu insensibilidad. La verdad es que eres completamente
feliz en Clichy, solo. Comprendo que quieras continuar teniendo
seguridad, independencia. Pero eso es todo, Henry. El resto está
muerto. Tú lo mataste.
Anaïs
Dices
que soy susceptible. Eso eres tú. Sólo que yo me paso la vida
velando por tu susceptibilidad. Quizás fuera una muestra de
susceptibilidad el querer hablarte como hoy lo hice -confío en ti- y
así obtuve la respuesta que obtuve. La única vez que te preosioné,
te necesitaba. ¡Te necesitaba, Henry!
***
[Clichy]
Miércoles,
24 de mayo de 1933
Escucha,
Anaís, es vergonzosa esta salubridad, esta despreocupación, esta
verdadera alegría,
pero ¿me vas a colgar por eso? Tu carta no me abrumó. No creo que
quisieras abrumarme. Me fui ayer más bien desconcertado, perplejo,
preguntándome qué era todo aquello. Pero no me sentía dolido, ni
insensible, ni iracundo, ni indiferente. Me sentía bien todo el
tiempo, tan bien que incluso viéndote llorar no podía callarme. Eso
no es ser egoísta, como tú pareces creer. ¡Demonios! ¿Soy tan
egoísta como pretendes de repente? ¿Realmente crees todas esas
tonterías que escribiste? “Siempre supe que tú únicamente me
amabas por lo que yo podía darte (...) me ama desinteresadamente,
sólo para las cosas buenas...” ¡Bah! Si creyera que tú piensas
de verdad eso de mí no volvería a verte nunca... nunca. Porque eso
es sólo una degradación de todo lo que existe entre nosotros.
Cuando hablas de esa manera siento verdadera compasión por ti. Sé
que debes estar padeciendo algún tipo de tortura, pero precisamente
lo que la ha causado está fuera de mi alcance. E incluso no tengo
excesiva curiosidad por ello. Soy reservado en cierto sentido humano
y decoroso, no inhumanamente. Te
dejé un lunes y al día siguiente tuviste una depresión nerviosa.
Pero yo todavía ignoro sus causas. Y no creo que me las hayas
explicado. Mientes un poquito. De acuerdo. ¿Por qué no ibas a
mentirme? Quisiste reservarte algo. ¿Debería yo descubrirlo y
crearte dificultades? Quizás actué un poco insensiblemente al
hablar de Joachim, pero fue únicamente porque no me gusta esa
devoción entre hermano y hermana, o no la entiendo. O la entiendo
demasiado bien y le temo. O... Bien, quizás sean simples celos...
En cuanto a tu padre, si crees que dije crueldades, es que por una
vez estás completamente ciega y torpe. Soy tan partidario de tu
padre que podría sacrificarme por él, aunque no lo conozca. Creo
que tu padre, con razón o sin ella, experimenta una cruel pérdida.
No veo nada malo en que te reclame tan ardientemente durante algún
tiempo. Ni en que tú le reclames a él. Os necesitáis mutuamente.
Nunca tuvisteis una verdadera relación. Y cuando dije que pronto se
desilusionaría, lo dije en serio. En el sentido de que un hombre de
su edad y su fina inteligencia llegaría a darse cuenta gradualmente
de que nunca podría recuperar a una hija a la que había abandonado.
Me había resignado a eso. Si en sueños puedo derrumbarme y sollozar
tan amargamente cuando veo a mi hija es únicamente porque sé,
aunque sea sólo en sueños, que realmente no puedo recuperarla.
Cuando uno permite que medien tantos años sólo se consiguen
fantasmas.
Ahí
está, Anaïs, lo de mi insensibilidad. No quiero encarnizarme con
la vida, ni con el amor y la amistad y todos los enredos emocionales
de los humanos. Ya tuve mi buena ración de decepciones, pérdidas,
desilusiones. Quiero amar a la gente y a la vida por encima de todo;;
quiero poder decir siempre: “si te sientes amargado, desilusionado,
algo te pasa a ti, no a la gente, ni a la vida”. No rechazaré el
amor ni la amistad. No viviré solo en la cumbre helada de una
montaña.
Pero
te digo, no obstante, que en una relación como la nuestra debe haber
algo más de lo que ´tu muestras en tu carta. No vas a decirme, ¿o
sí?, que porque yo te fallara ayer esto es el fin, que he matado
nuestra relación. Me imaginaba que aunque pudiera fallarte todavía
más lamentablemente, sin embargo eso no significaría el fin. El
martes puedo resultar un fracaso. Y el jueves o el viernes puedo
mostrarme magnífico. Las personas tienen calendarios también. O son
calendarios. Tomar
un momento de incomprensión y establecer sobre él una base de
desavenencia no es digno de ti o de mí. Te hablo como si estuviera
perdonándote algo. Eso debe herir tu amor propio. Pero atiende,
¿quién creo este robusto, saludable, despreocupado, interesado
individuo cuya insensibilidad te hirió tanto ayer? ¿Acaso no estás
siempre orgullosa y feliz de verme florecer? ¿Sabías que la semana
pasada, mientras tú pasabas esas angustias (¿neuróticas?),
tenía yo la sensasión de que mi salud había alcanzado su apogeo?
Rebosaba de alegría por encontrarme en tan excelente estado de
salud. Y ahora tú pretendes quitarme los beneficios. Quieres que sea
infeliz, que me retuerza otra vez, que me torture a mí mismo.
No,
Anaïs. No es una cosa ni otra. O bien quieres que sea lo que soy y
me gusta, o te estás engañando a ti misma con respecto a mí.
¡Salud! Te digo que no es indiferencia, ni insensibilidad. Es un
estado muy humano que te eleva, al menos provisionalmente, por encima
de tantos problemas inútiles y disgustos. No es posible que te haya
hecho desdichada, triste, desgraciada. Vives allí durante algún
tiempo, en la cúspide de la claridad, y ves cosas a simple vista y
todo te parece bien, está
bien. Es casi como convertirse a la religión, sólo que mucho mejor,
mucho más sensato.
Me
diste la bicicleta y la he estado disfrutando, sólo un poco. Créeme,
he tomado mucho menos baños de sol de lo que mis cartas parecen dar
a entender. Me mareo con sólo rozarme un rayo de sol. Con sólo un
ligero roce de felicidad olvido -demasiado rápidamente, dices tú-
mis miserias humanas. Fundamentalmente soy feliz, alegre, de
convivencia fácil. Puedo llevarme bien con cualquiera. Y en el
apogeo de este bienestar puedo llevarme bien incluso conmigo mismo, y
con la naturaleza. No diría yo que eso es inhumano, interesado. No
tan rápidamente. Tú eres la apresurada, ya lo sabes. Normalmente no
te habría dolido mi interesado disfrute de la vida. Te habría
encantado. Pero ayer, bueno, ayer era... algo se estaba enconando
dentro de ti...
Déjame
retroceder un poco. Aquel día que te llamé, recuerdo que te llamé
para decirte que no iría. Realmente tenía muchas ganas de trabajar.
Y entonces de pronto me informaste de que estbas enferma. Y supongo
que querías que saliera. Habría salido también, en seguida
-añadiste tú únicamente-, y yo creía que eras sincera, que
querías estar sola y descansar un rato. Pensé que te sentaría bien
hacer eso. En el fondo odio todos esos mimos a que nos entregamos en
cuanto nos enteramos de que el otro está enfermo. ¿Por qué no
tendría que disfrutar uno también de su enfermedad? A veces uno se
pone enfermo únicamente para estar solo durante algún tiempo. Es
una forma que tiene el cuerpo de vencer a la mente. Existen problemas
que la mente francamente no puede resolver. Y nos sentimos torturados
e impotentes y nos derrumbamos. Caemos enfermos, decimos. De acuerdo.
Nos acostamos y, allí tumbados, sin hacer nada, rendidos a los
problemas insolubles, poco a poco obtenemos una nueva visión de las
cosas. Sucumbimos a ciertas cosas inevitables que no tenemos el
coraje de arrostrar mientras permanecemos de pie y utilizamos ese
condenado instrumento, la mente. Respeto eso. Hay veces en que nadie
puede ayudarnos, ni siquiera la persona que amamos. Tenemos que estar
solos. Tenemos que estar enfermos y sumirnos en nuestra enfermedad.
Nuestras almas lo necesitan.
Así es
que despaché todo rápidamente y escribí esa “despreocupada”
carta a Emil. Si de verdad hubiera temido por ti, ¿crees que hubiera
despachado tu enfermedad tan despreocupadamente? ¿Soy un mounstruo?
Qué va. Distingo entre las enfermedades que provocamos, que
buscamos, y las enfermedades a las que sucumbimos. Deseaba que
tuvieras tu propia enfermedad buscada. Y hay más que todo eso.
Comprendí tácitamente que la enfermedad la había provocado algo
que nunca revelarías. Está en el diario, sin duda. Ay, conozco ese
diario tuyo, Anaïs, mucho mejor de lo que puedas imaginarte. Es por
eso por lo que verdaderamente no tengo ninguna curiosidad por verlo.
Puedes dejarme a solas con él y sentirte completamente segura. No lo
abriría. No lo haría porque sé que debe haber sombras alrededor de
todas esas luminosas imágenes que me leíste. Debe haber cosas
crueles en el diario, mucho más crueles de lo que yo mismo podría
resignarme a admitir.
Creo,
Anaïs, para simplificar, que cuando uno se sacrifica por otro, como
tú lo has hecho por mí, siempre habrá un margen de “ingratitud”,
de “insensibilidad”, de “incomprensión”, por el que
sufrirás. Nunca podré compensarte todo lo que has hecho. Nunca. Y
eso produce un ligero resentimiento secreto del que uno no es
responsable. Uno paga las consecuencias de los sacrificios que hace,
por irónico que eso pueda parecer. Mientras que con June llegué a
detestar eso, a sentirme amargado y torturado por eso, en tu caso no
lo hice. Creí que estaba por encima de eso. Porque reconozco también
mi responsabilidad, no debo estarte servilmente agradecido, no
debo humillarte, ni destruir la excelente condición que hay en ti y
que te impulsó a sacrificarte.
Creo,
como empezaba a decirte anteriormente, que la situación ha resultado
demasiado complicada para ti. Todo el follón parece de algún modo
gravitar alrededor mío. Estoy en el centro, soy la causa de él.
Realmente no, no del todo, pues tú también eres responsable en
parte. Los dos lo quisimos. Me gustaría decirte, Anaïs, sin la
menor amargura, sin el menor resentimiento, sin la más mínima
sensación de ofensa, que hagas por ti misma todo lo que desees
hacer. Si hay en tu interior una lucha, de la cual solamente me has
revelado algunos aspectos, decide qué es lo que quieres hacer y
hazlo. Porque mi verdadero deseo es únicamente ayudarte. Diría
exactamente lo contrario de lo que tú me escribiste. No sigas
preocupándote por mi seguridad, mi independencia. Eso no es
suficiente para mí, ni para ti. Olvídalo y ocúpate del resto. No
hagas que uno de nosotros dependa del otro, como tan cruelmente
pretendes, porque no soy partidario de eso. Te despreciaría si
creyera que realmente piensas todo lo que dices. Sé que no. Pero soy
una carga para ti. Estás intentando hacer por mí cosas imposibles.
Y no quieres admitir que no puedes enfrentarte a ellas. Te suplico
que olvides las responsabilidades que te has impuesto de ti misma.
Olvídate de mi situación físico-económica, permíteme que pueda
dejar de estar tan cómodamente protegido. En fin, trátame de otra
manera. Mira si te he fallado. Sólo dime sinceramente: “No puedo
hacer nada más por ti, Henry... ¡No puedo!”. Y mira lo que me
pasa.
Lamento
profundamente haberte fallado ayer. Te diré, sin embargo, que todo
me parece confuso y misterioso. Llegué muy animado, con la intención
de abrazarte inmediatamente y amarte hasta la muerte. Y entonces,
como siempre sucede -¡no es nada nuevo!-, entro en casa y me doy
cuenta de que soy un huésped, aunque muy privilegiado. Ésa no es mi
casa y tú no eres mi esposa. Tú permaneces de pie junto a la puerta
abierta y yo siempre veo a una princesa que, por algún secreto
capricho, ha condescendido a ofrecerme su amor. Me apetece ser un don
nadie. Creo que podría ser un perfecto desconocido. Todo es
gratuito. Y me invade una disparatada delicadeza, y permanezco allí
estrechándote la mano y hablando de cosas comunes, y me digo a mí
mismo que es tan maravilloso estar aquí y que nada de esto es real,
todo es un sueño. Lo digo porque, aunque sé que merezco un poco de
vido, no soy digno de todo lo que tú me das. E incluso cuando hablo
tanto sobre mí, lo cual debe aburrirte terriblemente, es
probablemente porque intento persuadirme a mí mismo de la realidad
de todo lo que tú me aportas cuando permaneces de pie junto a la
puerta abierta saludándome. No sabes lo importante que es para mí,
siempre. Después me vuelvo tan humano que llego a ser más delicado.
Y eso ocurrió ayer... Mi insensibilidad era delicadeza. Tenía
hambre de ti. Podía haberte quitado la ropa cuando me recordaste la
hamaca; podía haberte devorado. Pero me senté enfrente de ti y
hablé. Di un rodeo y me perdí, de manera que pude estar contigo
cinco minutos antes. Pero tú parecías ayer muy frágil; parecías
haber estado enferma. Y tuve la sensación de que mi hambre
devoradora en realidad podía parecer poco delicada. Quería que
tuvieses lo mejor de mí. Así que hablamos y lo que verdaderamente
te molestó fue que no te abrazara. Bueno, me lo impedió una
inesperada especie de insensibilidad. No la insensibilidad que tu
imaginas. Creí que mi “buena salud” disiparía todos los vapores
de la enfermedad. Creí -y supongo que eso es romanticismo- que
sencillamente podía sentarme y estar contigo y hacer que te
sintieras estupendamente. Todavía soy naïf y torpe. Lo
siento. No estaba de humor para remordimientos de conciencia, pero
desde luego no era indiferente ni insensible. No sé si llegarás a
captar la distinción.
De
cualquier modo, al diablo con todo esto. Te deé atolondradamente, en
parte contento de que me echaras de esa manera, pues me encanta que
te las des conmigo de gran dama española, y quise llamarte para
decirte que lo sentía, pero entonces no sabía lo que se suponía
que debía sentir y temía que te deolería más mi ignorancia o
insensibilidad o Dios sabe qué, que el hecho de que yo permaneciera
en silencio y “obedeciera órdenes”. Sabes muy bien que no
necesitaba obedecer órdenes. Podía haberme vuelto al llegar a la
puerta y decirte: “No, no me marcharé, voy a quedarme aquí y a
amarte y a hacer como tú”. Pero me pareció cruelmente romántico.
Querías tener el placer de ahuyentarme y yo te lo di. Eso es lo que
yo llamo delicadeza. Querías que me sintiera un poco humillado y por
tanto yo me fui, obedientemente, con el rabo entre las piernas.
Mientras bajaba la colina me sentía muy feliz, porque te imaginaba
subiendo las escaleras y escribiendo algunas páginas más de
“Alraune”. Y si el hecho de que yo me vaya de esa manera puede
ayudarte a escribir más “Alraune” entonces estoy siempre a tu
servicio. Siempre puedes hacer de mí un felpudo humano, en beneficio
de tu arte. ¡Eso debería gustarte un poco, Anaïs Nin!
(Porque creo que eres una gran artista).
Y en lo
referente a esa personalidad tuya. Sí, también tienes eso. Una gran
personalidad. Aunque no hubieras llevado un diario. No comprendo
demasiado lo que dijo Nestor, está un poco fuera de mi alcance.
Únicamente diría que hay días como ayer, en que no sabes lo que
eres -artista, ser humano, personalidad o autorretrato- y por
consiguiente haces desgraciados a otros. Pero no importa. Lo apruebo.
Deberías hacer desgraciados a otros de vez en cuando. Tienes
tus malos momentos, como todos nosotros. No eres perfecta. Quizá sea
eso lo que no me gusto del cumplido de Nestor. Eso, y el hecho de que
tú me lo digas sólo para irritarme, como hiciste con las cartas que
te escribe tu padre. ¿Supones que quiero rivalizar con esas cartas
que te escribe? ¿A quién iba a dirigirse entonces? ¿Es que no
tiene él también derecho a la gloria? ¿Acaso no debería escribir
todavía más ardientemente que yo? Le hiciste sufrir. ¿Quieres
también que yo sufra para que luego pueda escribirte esas
maravillosas cartas? ¿Quieres “cartas” o me quieres a mí en
carne y hueso, tangible, imperfecto y sustancial?
No
quieres un monstruo, lo sé. Pero haces muy mal, Anaïs, en arrojar
contra mí las palabras de June. No me lo merezco. Te perdono
inmediatamente. Porque fuiste débil al escribir eso. Te insultas a
ti misma cuando me escribes eso. No creo que te ofrezcas a mí hasta
la extenuación. No quiero nada de ti excepto a ti misma. Ponme a
prueba. No escribas: “el resto está muerto... tú lo mataste”.
Suena demasiado melodramático. No te va. (Me gusta, sin embargo. Me
divierte. Me río cuando recibo cartas así. Me río insensible,
delicadamente. Comprendo que las cosas se estropeen cuando nos
ponemos demasiado susceptibles.)
Anaïs,
la primavera ha llegado. He estado disfrutando de ella. Pero para
disfrutarla tendría que estar contigo. De lo contrario no habría ya
más primaveras para mí. He conocido otras primaveras, negras
primaveras. Y cuando escribí aquella exultante carta a Emil,
diciéndole que estaba poseído por el Espíritu Santo, etc.
-etcétera- pensé para mis adentros lo raro que era que quisiéramos
endosarle eso al Espírituo Santo. Tú eres el espíritu Santo que
hay en mi interior. Tú eres mi primavera. Tú eres la Gare St. Lazar
y mi amor por París. ¿No sabes de qué forma me echaste ayer? Un
poco como si fuera tu jardinero. Di otro rodeo después de dejar
atrás Bougival. Subía una enorme colina, Jonchère, creo que se
llamaba. Y arriba había una bonita posada, entre los árboles. Una
vista maravillosa. Completamente de otro mundo. Y pensé, olvidándome
por completo de mi “despido”, que me gustaría ir allí contigo
alguna tarde hacia el ocaso y cenar allí contigo. Pensé también en
la observación que me hiciste una vez acerca de que te enseñara las
calles: que nos acordaríamos de eso cuando fuera demasiado tarde.
Pensé en muchas csoas mientras subía la colina y luego contemplé
una sensacional vista. Vi todo el valle a mis pies y también
Louveciennes. Y te imaginé encerrada voluntariamente en aquella
tenebrosa casa, escribiendo tu diario. Y eso me dolió realmente.
Porque si hubieras podido estar conmigo en la colina todo habría
estado bien de nuevo. Era necesario únicamente una mejor
perspectiva, una ligera altitud. Perdona, no trato de imponerme sobre
ti. En realidad, constato sinceramente un hecho espiritual. Ayer no
podía estar abrumado. Tal vez hoy. Tal vez mañana. Puedes
abrumar a cualquier ser humano, si lo intentas lo suficiente.
Pero, ¿vale la pena?
En
cuanto a causarte dolor, no era ésa mi intención. Nunca lo será.
Jamás podré causarte deliberada, concientemente, el menor daño.
Puedes pisotearme si quieres, si eso te hace sentir mejor, más
fuerte. Pero yo no te pisotearé a ti. No gano nada con eso. Todas
las “cosas buenas” que obtuve de ti fueron intangibles. Las hay
más duraderas, imperecederas. Me sería absultamente imposible
rechazarlas o negarlas. No podemos deshacernos de los grandes
regalos... permanecen con nosotros.
Mientras
escribo lo anterior llega tu telegrama y tu giro postal. Voy a salir
a telefonearte, al diablo contigo, y luego te mando esta carta. Voy a
pedirte que vengas esta noche aquí, ya que dijiste que Hugo iba a
marcharse hoy. Pero cuando llegue a la cabina telefónica es posible
que me quede mudo, y por eso prefiero enviarte la carta. Pero por
favor, Anaïs, no insistas, “j'enverrai plus demain!”. Eso
duele. Eso me pone al par de Bachman y todos los demás. No lo
quiero. Ni lo tendré. Voy a salir ahora a telefonearte para intentar
hacerte comprender que eres tú, solamente tú, lo que yo quiero.
Pero ahora estás enfadada y es posible que no me des una
oportunidad. Y me es difícil hablarte si estás seria y silenciosa
conmigo. Es antinatural.
Quiero
que vengas a Clichy, si puedes. Te quiero. Puedes mantener el
misterio. Sólo que tráetelo contigo. Pero si me envías más
telegramas como éste voy a ponerte en la calle. Je t'envois tout
mon coeur et demain pas plus, rien que le coeur. Compris?
HVM
Una pasión literaria, Correspondencia (1932 - 1953)
Anaïs Nin, Henry Miller
Colección Libros del Tiempo.
Editorial Siruela