lunes, 30 de septiembre de 2013
MANTRA (fragmentos)
ARENAS
(Lucha Libre)
Todo es así de impreciso,
María-Marie. La sangre de todas las respuestas son del tipo Ah
Negativo. Si me preguntan cuánto tiempo pasé en el D.F. desde mi
llegada a México hasta la salida de mi vida, lo cierto es que me
costaría precisarlo. En cambio puedo recitar -como si se tratara de
acontecimientos históricos, de tablas de multiplicar-, todas y cada
una de las peleas que contemplé durante esas primeras noches frías
y recién llegadas en las arenas calientes del D.F. Un versus
detrás de otro. Máscaras que aprendí a reconocer como otros
aprenden a identificar banderas flameando en el viento o bacilos
luchando entre sí en el círculo iluminado del microscopio.
En Tenochtitlán
(a.k.a.) México D.F. (a.k.a) Ciudad De México (a.k.a.) Distrito
Federal (a.k.a.) D.F. yo esperaba las noches para poder ir a la lucha
libre. Las veladas oficiales de los viernes y de los domingos en las
arenas principales y más concurridas, aquellas con cámaras de
televisión y luchadores de prestigio y estroboscópicas luces de
colores. Me hundía en la multitud que gritaba gritos gritones.
“¡Máscaras! ¡Máscaras!”, ofrecían los vendedores ambulantes
y yo compraba varias, pero estaban mal hechas, se rompían apenas
intentabas ponértelas. Compré también muñequitos de luchadores
para jugar a mi regreso al hotel lejos de esos alaridos fanáticos a
los que les faltaban varios dientes. En ocasiones volvía muy
excitado y no podía dormir toda la noche y me la pasaba haciendo
poses combativas y gruñonas frente al espejo del baño. A veces
llegaba dolorido porque un luchador me había tirado a otro luchador
encima desde el ring. Entonces me dormía enseguida, gimiendo,
masticando analgésicos.
Pero también me
hundía en las otras noches -en las noches sin nombres de días- y en
las arenas movedizas clandestinas, en pelas mexicanas más parecidas
a ruletas rusas que a otra cosa, en los rings improvisados en las
tripas bandoleras del barrio de Tepito, en los sótanos de sótanos
de casas señoriales donde los terratenientes se ponían máscaras
para molerse a patadas como si hicieran el amor. Caminaba mucho,
averiguaba direcciones, hacía círculos en el mapa, memorizaba
contraseñas, me puse una máscara ajena, morí por idiota, morí
heróicamente idiota.
BLACK
HOLE
(Luchador)
Black Hole se
acuerda de todo. Black Hole se acuerda incluso de todo lo que
quisiera olvidarse. Jesús Nazareno y de Todos los Santos Mártires
en la Tierra Fernández (a.k.a.) Black Hole (a.k.a.) Mano Muerta. Los
monólogos memorialistas y sin una mano de Black Hole en una cama de
hospital junto a mi cama de hospital, en Chanson Tristes, junto al
mar. Yo respirando raro y adentro de una carpa de oxígeno. Las
enfermeras le dicen que, por favor, guarde silencio. Silencio de
hospital. Black Hole con morfina hasta las cejas. Black Hole mirando
al techo, hablando solo, sabiendo que lo escucho:
“Esta
es mi historia, niño mío. Nací en un lugar que no recuerdo. Es
seguro que ese lugar no se acuerda de mí, así que estamos a mano,
manito, me falta una mano. Cerca de Rancheras Nostálgicas, creo.
Casa de adobe, murciélagos en el techo. Hacían ruiditos como de
ratas con vértigo. Mi padre siempre estaba borracho y le pegaba a mi
madre. Mi madre siempre estaba borracha y me pegaba a mí. Yo no
tenía nadie a quien pegarle, así que opté por aprender a luchar.
Me enseñó un sacerdote del colegio que, tiempo después, quiso
propasarse conmigo en el confesionario. Lo muelo a golpes en el
nombre del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo. Sonreía y creo que
fue para eso que me entrenó, para recibir su merecido castigo por
todos sus pecados. Canté un poco con una orquesta de pueblo. Cantaba
mal. Hace mucho. Ya no me acuerdo. Consigo trabajo en los
ferrocarriles. El único modo de salir de allí, de llegar a un lugar
del que sí pueda acordarme. Llego a Ciudad de México. Vivo con unos
tíos en las afueras de la ciudad. Trabajo lo justo. Sigo en los
ferrocarriles. De aquí para allá. Conozco a alguien que habla
francés. Me enseña a hablar francés. Me vuelvo... me vuelvo... me
vuelvo existancialista, creo. Los ferrocarriles me van llevando de
pueblo en pueblo y al final me llevan a Ciudad de México, ya lo
dije. El Francés me dice, en francés, que él se dedica a la lucha
libre. Su nombre de guerra es Scaramouche El Magnífico, me hace
jurar que no lo revelaré a nada ni a nadie. También me dice que es
un masón, que le preocupa la frágil arquitectura del universo, que
nuestro planeta es una catedral y que las arenas de lucha libre son
pequeñas catedrales adentro de esa gran catedral que es el mundo. El
Francés me dice que yo podría ser luchador, que yo tengo físico de
luchador. Me inscribe en un gimnasio o me inscribo en un gimnasio. Me
entrena. Me pone a pelear en algunas arenas de pueblo chico. Para que
me vaya endureciendo, me dice. Fue entonces cuando decidí ser lo que
yo quería ser en la vida: yo quería ser luchador. Abrirme camino a
golpes y patadas. Me pregunté si en esto no habría algo de rencor
clasista, de ganas de revancha, de crecer pegando. No encontré
respuesta y tampoco la busqué demasiado. En algún momento, El
Francés me dice que me tengo que buscar un nombre, que ya basta de
luchar con mi nombre y apellido porque es muy largo y los anunciantes
de las peleas me mimran raro y se confunden al decirlo al micrófono.
Lo encuentro un día que, caminando por Ciudad de México, me caigo
en un agujero negro y profundo. Me hundo en mierda de cloaca hasta
las cejas. Me digo entonces: “Voy a llamarme El Agujero Negro”.
Se me ocurre mi nombre mucho antes de que los agujeros negros se
pongan de moda en la boca de los astrónomos. Mejor en inglés, me
recomienda alguien del gimnasio: Black Hole. Le digo que prefiero en
francés. Me dice que no sea idiota, que no exagere. Me dice “Black
Hole”. Me dice: “Vas a utilizar una máscara negra con un espiral
plateado cuyo centro estará exactamente entre tus ojos. Malla negra
y botas plateadas”. El Francés me prestó dinero para encargarme
la máscara con un artesano de Monterrey. Era de piel. Era pesada. La
primera noche que me la puse supe que mi rostro ya no era mi rostro y
luché con mi máscara en el alma y con mi personaje como mi sombra.
Ya no me la quitaría a la hora de subir al ring y al deporte que
también se llama, vaya uno a saber por qué, el Pancracio. Mi vida a
partir de entonces sería negra y plateada, profunda y en constante
movimiento. Nunca, ni siquiera durante aquel primer combate sentí la
máscara como una molestia. Al contrario: bebía embriagado la
felicidad de mi propio sudor y masticaba el placer del cuero de mi
secreto. La máscara me convertía en alguien único, diferente,
imposible de imitar. Nadie debería saber que yo era Black Hole.
Nadie. El Francés me dio instrucciones precisas en ese sentido: “Vas
a llegar a tal o cual lugar. Cuando termines de luchar allí, nunca
te duches en los vestuarios. No te vas a sacar la máscara hasta que
llegues a tu casa o, si vas a pelear en Monterrey o en Nuevo Laredo,
en el hotel”. Todavía no peleo en México, peleo en arenas de
provincia. A veces cruzo la frontera para castigar a algunos gringos.
Los luchadores gringos pelean con su nombre y su apellido. Sin
gracia. A cara descubierta. A lo sumo un Tigre Smith, un G.I.
McGregor, un Tomb Jones, un San Sinatra, un Leon Tiger. Aburridos. Es
un placer derrotarlos pero, también, es tan
fácil. Empiezo a ser más o menos conocido. Una noche, luego de un
combate, vuelvo a mi hotel en Nuevo Laredo y me encuentro con una
carta. Es una carta de Padrino Padres, el principal promotor de la
lucha libre en el D.F. Se la muestro a El Francés, que sonríe
triste y me dice que hasta allí llegó él, que ya no puede hacer
nada por mí, que buena suerte y hasta luego. Le digo que no sea
tonto, que siempre juntos. Me dice que ya veremos y que tenga cuidado
con esa carta, que la guarde bien, que no la ande mostrando por ahí
porque puedo tener problemas y todo eso. Me dice: “Es necesario que
vayas preparado para México, porque cuando menos lo pienses ahí te
van a querer acabar, ahí te van a despedazar”. Esa noche se
suicida El Francés. Se arroja desde una de las curvas verticales de
Acapulco. El mismo auto que James Dean, las mismas intenciones que
Albert Camus, quién sabe. Lloro hasta deshidratarme. Lloro con la
máscara puesta. Las viejitas se persignan cuando me ven en el
entierro. Llego al D.F. Seco como un desierto y el D.F. se me viene
encima como una tormenta en alta mar. Lucho todas las semanas. Gano
una pelea tras otra. Las mujeres me acarician la máscara, los niños
me temen. Antes de la máscara, yo era un luchador tipo rudo.
Estaba obligado a serlo porque
venía de afuera, porque así lo exigían los protocolos del
Pancracio. ¿Qué es ser rudo?
Fácil: lanzarse sobre el rival como una máquina aniquiladora. No
darle espacio ni oportunidad para el contrataque. No respetar ningún
tipo de reglamento. Castigar y castigar con la victoria como único
fin y ética más allá de toda etiqueta deportiva. Ser un monstruo
sin rostro. Ser una sombra devoradora de luz. Ser un agujero negro.
Y, fundamentalmente, no ser un técnico, que
es lo que yo quería ser y para lo que yo me había preparado: un
luchador caballeroso y elegante. Un ídolo adorado por las
multitudes. Un vencedor. El problema, claro, es que el cupo de
enmascarados está completo. Blue Demon y el Santo eran los dueños
absolutos del amor del pueblo y no estaban dispuestos a repartirlo y,
mucho menos, a ponerlo en riesgo. Blue Demon y el Santo están gordos
y confiados y casi nunca luchaban entre ellos, pero sí luchaban
contra todos con la seguridad de saberse vencedores. No creo que
fuera siempre su habilidad la que ponía tres veces de espaldas a sus
rivales sino el temor de éstos ante lo que podría llegar a
ocurrirles a ellos si cometieran la osadía de resultar victoriosos.
El público se subiría al cuadrilátero para hacerlos pedazos,
piensan. Y algo de razón tienen. Blue Demon y El Santo son una
especie de psicosis colectiva: en películas muy pero muy malas, en
programas de televisión muy pero muy malos, en cómics muy pero muy
malos. Blue Demon y El Santo siempre necesitados de máscaras frescas
para arrancar y humillar. Me juro que no va a ser mi caso, mi
máscara. Cuando me la puse, a partir de ese mismito momento, yo me
convertí en un técnico, en
un artista del Pancracio, un luchador fino y eficaz que peleaba
limpio y usaba a sus rivales para limpiar el ring. A Blue Demon y El
Santo no les causa ninguna gracia que mi popularidad vaya en aumento.
Me ofrecen películas, cómics, mujeres. Me dicen que los acompañe a
Casa Mascarada, un tugurio de mala fama al que van los luchadores
después de las peleas a pelearse por hembras venenosas. No, digo. No
doy razones para ello porque cómo explicarles que soy
existencialista. Así, sin proponérmelo, me convierto en una segunda
opción ética y estética en el mundo de los luchadores. Llego, hago
mi trabajo, gano mi pelea, desaparezco. Periodistas y vedettes me
siguen como sabuesos en celo. No les hago caso. Tampoco me presto a
payasadas como las que hacen, por ejemplo, los luchadores como Eau de
Toilette, que sube al ring envuelto en una vaporosa bata de seda y
echa perfume a los ojos de sus rivales. Elijo mis peleas y a mis
enemigos porque uno es tan peligroso y temibles como temidos y
peligrosos son los enemigos que escoge. Entro y salgo del D.F. Voy y
vuelvo de Rancheras Nostálgicas, donde me caso y tengo un hijo. Ni
ella ni él saben quién soy yo, qué hago en la gran ciudad. Piensan
que soy una especie de empleado administrativo de los ferrocarriles
que recorre todo el país. Una especie de viajante de comercio, un
supervisor, da lo mismo, no preguntan mucho. Pasan los años, las
noches, los combates. Cuando vuelvo a mi casa golpeado y un poco
rengo, les digo a mi mujer y a mi hijo que me asaltaron, por ejemplo,
mientras veía un poniente en Querétaro que parecía reflejar el
color de una rosa en Bengala o algo así. Una mañana, me distraigo y
mi hijo abre mi maleta y descubre la máscara y el traje. Sale dando
gritos a la calle, casi loco de felicidad, moviendo los brazos y
dando saltos y no llega a decir nada porque un camión de gaseosas
marca Chaparrita le pasa por encima y lo manda al cielo con una
sonrisa petrificada y santita que ni siquiera el dolor llegó a
borrar. Lo recojo de la calle. Lo llevo al fótgrafo de Rancheras
Nostálgicas para que le saque una foto de angelito muerto. De
regreso del cementerio, les pago a las lloronas y abrazo a mi mujer
que no deja de llorar gratis. Me voy a mi cuarto. Me pongo mi máscara
y mi traje. Me siento más existencialista que nunca. Alquilo un
cuarto en una pensión cerca del Zócalo. Ahí me alcanza una carta
de los abogados de El Francés. Me dicen que me dejó algún dinero.
Y una casa en Francia, en un pueblo llamado Chansons Tristes. Me
dicen que el dinero es para que filme mi propia película. “Una
película de luchadores enmascarados, pero del tipo existencialista
con estética nouvelle vague”,
especifica la última voluntad de El Francés y vaya a saber uno lo
que es eso. Voy a la cinemateca. Veo películas de Godard. No
entiendo mucho. Sigo luchando. Conozco a Boris Karloff. Boris Karloff
está filmando unas películas horribles en el D.F. Boris Karloff
tiene diarrea. La Venganza de Moctezuma, ya sabes. Me da consejos.
Vuelve al baño. Yo, mientras tanto, sigo luchando. Escribo una
primera versión del guión. El dinero no es suficiente y voy a ver a
Máximo Mantra, el Amo y Señor de MantraVisión, el Zar Cósmico de
la Televisión Mexicana. Me recibe con los pies sobre el escritorio
mientras vacía su revolver sobre una cabeza de toro embalsamado que
cuelga de la pared de enfrente. Me dice que me siente. Me felicita
por mi máscara. Me dice que nunca entendió por qué me he negado a
particiar en sus programas de televisión de la lucha libre. Estoy
por responderle que la televisión es el medio menos existencialista
que existe y que esos programas son un mamarracho, una desgracia para
el Pancracio, pero me lo pienso un poco, me lo pienso mejor. Me
obliga a beber media botella de tequila. Me explica que leyó el
guión y que no está mal, pero que la falta “un poquito de
carnalidad y sordidez para la familia mexicana que es nuestro público
y orgullo”. Me dice que va a presentarme a alguien que puede
ayudarme. Presiona un botón en el interfón y dice: “Dile al chavo
que pase”. Se abre una puerta y entonces entra un niño raro, con
una cabeza enorme que se mueve al caminar, como si apenas estuviera
pegada al cuerpo. Al acercarse me doy cuenta que no es exactamente su
cabeza sino un gigantesco casco con luces y lentes de filmadora con
luces parpadeantes lo que le hace parecer deforme y extraterrestre.
Hace mucho ruido. Adentro de todo eso sonríe su cabecita. El niño
me enfoca fijo y sonríe. “Siempre quise conocer a a alguien
enmascaradamente luchadoriforme”, me dice. Yo lo miro sin entender
de qué me habla. Max Mantra lo mira con una mezcla de terror y
respeto. “Te presento a Martín Mantra, mi nieto”, sonríe Max
Mantra. “Nadie mejor que él para ayudarte con tu película”,
agrega. Y le mete otra bala entre los ojos a la cabeza de toro en la
pared.
CUBO
(De
Cortázar)
Estados
alterados, María-Marie: en una de esas librerías monstruosas de
libros usados, a las espaldas de la catedral, encontré un libro de
Julio Cortázar que -sabiendo que ese escritor te gustaba mucho- te
compré y te envíe por correo. Me acuerdo que me dijiste que tú
-cuando volviste de París- vivías cerca del piso de Cortázar. Me
hiciste leer un cuento con aztecas que parecía uno de los mejores
episodios de The Twilight Zone jamás
escritos. Me contaste que a menudo, de camino a ver a los axolotl en
el Jardin des Plantes ( “... consulté un diccionario y
supe que los axolotl son formas larvales, provsitas de branquias, de
una especie de batracios del género amblistoma. Que eran mexicanos
lo sabía ya por ellos mismos, por sus pequeños rostros rosados
aztecas y el cartel en lo alto del acuario”, escribió Cortázar),
te cruzabas con ese escritor
gigante de ojos enormes y sin branquias; y que siempre pensabas en
saludarlo, en decirle algo, y que un día supiste que había muerto y
que fuiste a su tumba y te sentaste ahí a hablarle durante horas y
que empezó a nevar y que te sentiste tan estúpida -“tan dentro de
una mala película”- que volviste a tu casa y juraste nunca más
leer a Cortázar por temor a que su prosa estuviera ahora infectada
con tu “cobarde sentimentalismo”.
María-Marie,
en ocasiones eres la más hermosa de las mujeres horribles.
FOTOS
(Muertos-vivos)
Pregunta:
¿a qué categoría pertenece la foto de alguien vivo en la foto pero
que ya está muerto fuera de ella? Las fotos familiares de los
Mantra, por ejemplo. Las desentierro del archivo de un periódico
mexicano. Sociales. Allí están todos, repitiéndose en una serie de
espejos festivos. Cada vez más. Bautismos, primeras comuniones y
bodas y funerales: los cuatro inevitables stages de
su videogame familiar. No hay divorcios. Están prohibidos. A lo sumo
se enviuda o se organiza un trabajito que facilite y acelere la
condición de la viudez. En cualquier caso, no se habla de eso
mientras se pone esa sonrisa para la foto y se mantiene esa sonrisa
por el resto de la vida. Nunca dejar de sonreír. Todos sonríen. Los
hombres con aspecto de galanes de cine antiguo ofreciendo su mejor
perfil y con los ojos ya enturbiados por el alcohol, con la primera
copa de lo que sea. Las mujeres que parecen estar siempre
embarazadas, produciendo Mantras, y dueñas de esos rostros de
placidez casi bovina que adquieren las mujeres estúpidas al
embarazarse y que las hace lucir más estúpidas todavía. Las que no
están todavía embarazadas -casadas- parecen vibrar aún dentro de
la obligatoria quietud de la foto con esa histeria de quien siente
estar perdiendo una carrera: son rubias y de ojos azules y parecen
Barbies desalmadas y lo único que sienten, lo único que les
enseñaron a sentir, es envidia y codicia. Los niños cuya función
es aparecer sentados a los pies de los mayores tienen algo de muñecos
infernales vestidos como cadáveres de lujo del siglo XIX. En el
centro y en la parte más alta está Máximo Mantra, orquestador de
odios, que son una forma del amor, porque son odios que comparten el
mismo apellido, y cómo no amar a ese apellido. El verdadero enemigo
está fuera de la familia y ésta es una familia tan grande que para
cuando llegas a enemistarte con alguien que no es un Mantra, bueno,
ya va siendo hora de morirse. Que los italianos, los judíos, los
chinos, todas esas mafias, se maten entre familias. Nosotros nos
bastamos con nosotros, ni modo. Todos para uno y una familia para
todos. Veo las fotos. Te busco y te encuentro, María-Marie, en
alguna de ellas y me sorprende y me alegra el que parezcas no encajar
del todo. Ahí, parada, en un extremo, junto a tus primas pirañas,
tienes un aire de extranjera, casi de astronauta en órbita. Las
fotos están ordenadas cronológicamente -a partir de una de ellas
desapareces dejando un hueco que no demora en ser ocupado por otra
sonrisa, otro peinado pasado de moda- y son cada vez más grandes,
desplegables, como esos biombos de postales cinemascope, como una
foto larga y horizontal del Gran Cañón del Colorado o la Gran
Muralla China. La última foto es la de la víspera del estreno de
Mantra: uno de nosotros.
“GODZILLA
(Es
mexicano”)
Fragmento de una de
las transmisiones radiales de Martín Mantra (a.k.a.) el Capitán
Godzilla desde la clandestinidad, desde alguna parte de la selva
yucateca, en todas partes y en ninguna, gritando:
«Permítanme
que les lea algo: “Y se vino a aparecer una como grande
llama. Cuando anocheció llovía, era cual rocío la lluvia. En ese
tiempo se mostró aquel fuego. Se dejó ver, apareció cual si
viniera del cielo. Era como un remolino; se movía haciendo giros,
andaba haciendo espirales. Iba como echando chispas, cual si
restallaran brasas. Unas grandes, otras chicas, otras como leve
chispa. Como si un tubo de metal estuviera al fuego, muchos ruidos
hacía, retumbaba, chisporroteaba. Rodeó la muralla cercana al
agua... Desde allí fue luego a medio lago, allí fue a terminar.
Nadie hizo alarde de miedo, nadie chistó una palabra...”. Está
dicho, amigos míos, está clarísimo: ¡¡¡Godzilla es más
mexicano que el tequila!!!»
(Sonido
de disparos, gritos, se interrumpe la transmisión, a continuación,
música clásica triste, insomnie y solitaria de piano).
GUADALUPE
(Vírgenes
de)
Aquí
vienen, éstos son los Sagrados Varones. La muy macha hermandad de
los Vírgenes de Guadalupe. El ejército privado y santo de Narco
Polo.
Los
Vírgenes de Guadalupe caminan por los ángulos rectos del Zócalo o
por los planos inclinados de la catedral como si cabalgaran. Castos
para siempre, no conocieron ni conocen ni conocerán mujer,
entregados desde el vamos hasta el no va más a la Virgen de
Guadalupe.
Los
Vírgenes de Guadalupe caminan raro, caminan con las piernas bien
abiertas para acomodar así sus erecciones permanentes, tiesas y
aceradas como pararrayos; porque no vayan a pensar que son maricas
los Vírgenes de Guadalupe, aunque en ocasiones se entreguen a
olímpicas sesiones masturbatorias donde más de uno se quedó seco y
duro y en coma leve ante la emoción beatífica de un orgasmo de
trueno.
Los
Vírgenes de Guadalupe caminan raro y caminan despacio porque no es
fácil llevar todas esas armas y todas esas erecciones encima.
Los
Vírgenes de Guadalupe son los machos más machos pero no pueden
demostrárselo a ninguna mujer, lo que los tiene en un estado de
furia criminal perpetua.
Los
Vírgenes de Guadalupe tienen cara de música de Ennio Morricone y
vuelven histérico hasta al más controlado de los detectores de
metales y, después, enseguida, sacan un revólver y hacen callar
para siempre sus grititos delatores meintras cantan del derecho y del
revés “No vale nada la vida, la vida no vale nada”, su canción
favorita y cuando terminan la canción gritan: “We shotta
de espiders in México”.
Los
Vírgenes de Guadalupe son abonados perpetuos a las páginas de
ALARMA!.
“Los
Vírgenes de Guadalupe serían un buen tema para un artículo de
Snob”, me dijo
Jean-Baptiste.
Los
Vírgenes de Guadalupe han tenido papeles secundarios en películas
mexicanas de Luis Buñuel y, por supuesto, en casi todas las que Sam
Peckipah filmó por ahí.
Los
Vírgenes de Guadalupe vienen a ser algo así como los thugs
mexicanos y sobre todos y cada uno de sus pechos anchos y lampiños
como puertas nuevas está tatuada, inmensa, la Virgen de Guadalupe,
que los cuida y los guía y hace que las balas reboten o se queden
sin fuerza ni impulso antes de llegar a impactar en sus cuerpos.
Los
Vírgenes de Guadalupe vacían sus pistolas y ríen a carcajadas en
el aire siempre amarillo del D.F., en ese aire tan denso y compacto y
mexicano que podría sostener y soportar la proyección de una
película mexicana a todo color. Aquí vienen los títulos y los
Vírgenes de Guadalupe vuelven a darles de comer balas a sus pistolas
vacías y siempre hambrientas. Pistolas -al igual que lo que ocurre
con Anorexia y sus Flaquitas- con serios trastornos en su conducta
alimenticia: comen y vomitan y vuelven a comer.
Los
Vírgenes de Guadalupe matan primero y preguntan después y, al no
recibir respuesta, suponen que todo está en orden.
Los
Vírgenes de Guadalupe se inclinan sobre los muertos que acaban de
fabricar y les preguntan siempre: “¿Quiere usted la salvación de
México? ¿Quieren que Cristo sea Rey?”
El que
calla, otorga, dicen los Vírgenes de Guadalupe y después se van a
ver el último capítulo de la telenovela en turno mientras limpian
sus pistolas y les dan besitos frente a sus televisores en el barrio
asesino y asesinado de Tepito mientras esperan las “partes
requetebuenas” del capítulo de hoy.
LIBRIS
(De
Lowry)
“Hay
muchas cosas aquí que te resultarán interesantes o divertidas y
también te darán escalofríos; cosas maravillosas, cosas horribles,
cosas maravillosas-horribles... cosas que te producen la extraña
sensación de estar viviendo en un libro...”
Malcom
Lowry,
fragmento
de carta a Mrs. E. B. Woolfan
Cuernavaca
(México), noviembre de 1945
“El escenario es
México, lugar de encuentro, según muchos, de toda la humanidad,
pira de Bierce y trampolín de Hart Crane, la inmemorial arena racial
y política donde dirimir conflictos de toda naturaleza, y donde la
colorida población nativa tiene una religión a la que podemos
describir apresuradamente como un culto a la muerte; así que es un
buen lugar, al menos tan bueno como Lancashire o Yorkshire, para
ubicar nuestro drama de un hombre debatiéndose entre los poderes de
la luz y las tinieblas. Su lejanía geográfica para nosotros, así
como la cercanía de sus problemas con los nuestros, ayudarán al
mejor desenvolvimiento de la tragedia. Podemos verlo como si se
tratara de todo el mundo, o el Jardín del Edén, o ambas cosas al
mismo tiempo. O podemos considerarlo como una especie de símbolo
atemporal del mundo sobre el que erigir el Jardín del Edén, la
Torre de Babel o lo que se nos ocurra. Es paradisíaco: es
incuestionablemente infernal. Es, de hecho, México...”
Mi
historia favorita de Malcolm Lowry, María-Marie, no transcurre en
México, pero México no podría haber transcurrido en la historia de
Malcolm Lowry de no ser por esta historia que Lowry terminó
escribiendo al costado del manuscrito de un cuento inédito titulado
“Enter One In Sumptuous Armour”:
El
joven narrador suele acompañar de vez en cuando a su padre -en un
imponente automóvil Minerva con chofer- desde su hogar en Caldy,
Wirral, hasta Birkenhead, donde el padre toma el ferry que remonta el
río Mersey hasta sus oficinas en Liverpoool. Por el camino, siempre
se cruzan con un vecino, un abogado, que parece preferir caminar esos
doce kilómetros desde la villa al barco. Al verlos pasar en la
limousine, el abogado
siempre los saluda con una sonrisa triste y un movimiento casi
militar de su bastón. El padre nunca devuelve el saludo y cuando el
chico le pregunta quién es ese hombre y porqué lo ignora una y otra
vez, le responde: “Es alguien sin la menor disciplina”. Y cuando
el chico insiste, vuelve a preguntar, el padre da por terminada la
conversación con un: “Es un borracho”. El chico no sabe muy bien
lo que es un borracho pero sí sabe que ese hombre día tras día
elige recorrer esa larga distancia, lluvia o nieve o sol, y de pronto
le parece que ese desconocido es la persona más heroica y admirable
que jamás haya conocido y conocerá. El automóvil se aleja, el
chico se voltea para ver al hombre cada vez más pequeño y más
atrás en el camino, y a la hora de ponerlo por escrito tantos años
después recuerda: “Mi padre nunca lo supo, pero fue entonces
cuando decidí secretamente que cuando fuera grande yo iba a ser un
borracho”.
Me
acuerdo, María-Marie, de tu furia contra Malcolm Lowry y Bajo
el volcán:” “El chingado
libro de un chingado extranjero queriendo ser más mexicano que los
mexicanos. Comportamiento típico: llegan aquí y enseguida se
vuelven locos y empiezan a hacer locuras y todo es, claro, porque
México es tan especial... Los que no vienen de parte de Lowry vienen
de parte de Castaneda. Hablan de México como si se tratara de otro
planeta. Un planeta donde sienten que pueden hacer todo lo que nunca
se atrevieron a hacer en sus casas. México vale todo y todo vale”.
Yo
supe que en realidad estabas preocupada por mí -con absoluta razón,
como puede comprobarse- y no te hice caso y ahí mismo abrí por la
primera página mi ejemplar de Bajo el volcán,
que acababa de comprar en el FNAC de Les Halles, y leí en voz alta,
en un francés-español con ese acento mexicano y falso de las
películas que transcurren en México pero que están llenas de
extranjeros entrando en cantinas, apostando en las peleas de gallos,
arrojándoles billetes a mariachis de bigotes tristes, gritando
“Mezcal, dijo el Cónsul”
(Que Lowry escribe mescal) y,
por supuesto, sintiéndose más mexicanos que todos los mexicanos
juntos.
Cuando
era chico, Malcolm Lowry decidió que iba a ser un borracho.
Cuando
era chico, yo decidí que iba a ser un luchador enmascarado.
De
todos los muchos peligros de Méixo, pienso, uno de los más
peligrosos es que México suele hacer realidad tus deseos.
México
te escucha y te entiende. No importa el idioma.
MANDE
(Obedezca)
Mande es
la palabra que, con engañosa docilidad, te dicen los mexicanos para,
acto seguido, hacer lo que les da la gana, María-Marie. O no hacer
nada que no tengan ganas de hacer.
MANTRA
(Martín)
Había
una vez un:
a)
Hipotético niño genio nacido en un estudio de televisión (sin que
esto signifique emparentarlo con la triste y numerosa camada de niños
prodigio televisivos) en el D.F., en 1963.
b)
Hipotético hijo de la actriz de telenovelas Lupita Delmar y del
cantante melódico Carlos Carlos. Tal vez no, tal vez es el hijo del
magnate de lmundo del espectáculo y la televisión Máximo Mantra,
su abuelo.
c)
Hipotético director -a los ocho años- del film mexicano Los
sufrimientos infinitos de una madre mexicana por culpa de sus hijos y
su marido y responsable del
legendario y nunca visto “film total” Mundo Mantra
“protagonizado
involuntariamente por miembros selectos de la familia Mantra”.
Leyenda urbana: todo aquel que vio fragmentos de Mundo
Mantra murió o se volvió loco.
El mismo efecto tiene un hipotético episodio fantasma de la serie
The Twilight Zone hipotéticamente
escrito y dirigido por Martín Mantra y titulado “The Traveller”
o algo así.
d)
Hipotético joven galán irresistible. Sale poco. Se muestra menos.
Misterio: Jesús Nazareno y de todos los Santos Mártires en la
Tierra Fernández (a.k.a.) Black Hole (a.k.a.) Mano Muerta me dice y
enseguida se arrepiente de haberme dicho que “Ese guaperro y carita
que salía en las revistas del corazón, estoy seguritito que no era
el Martín Mantra que yo conocí... Ése no es ni El Mantra ni el
Capitán Godzilla ni nada de nada”.
e)
Hipotético freak de figura deformada por el terrible peso del
arnés/casco tecnológico de su invención, el MovieEye. Otras
variadas invenciones, se supone: máquinas de efectos especiales,
máquinas de causar terremotos, máquinas de generar hologramas como
el de la hipotética Virgen de Guadalupe ocn rostro de Speedy
González para vengarse de los amigos religiosos de su abuelo. No se
le ve casi nunca, vive en los altillos de El Cielito Lindo, las pocas
fotos que existen de él lo muestran como una sombra fuera de foco y
pariente lejana de las fotos y sombras de los siempre fuera de foco
Big Foot y Nessie.
f)
Hipotético muerto -junto a toda su familia- durante la reunión
anual de los Mantra coincidiendo con la fiesta del estreno de una
nueva telenovela en la mansión El Cielito Lindo a manos del
traficante de drogas y crackatoa Narco Polo y de sus sicarios Los
Vírgenes de Guadalupe.
g)
Hipotética enmienda: No, no, no, Martín Mantra -quien se había
fugado a Guanajuato para secuestrar una de las célebres momias del
lugar obsesionado por descubrir la forma de resucitar a los muertos y
así poder revivir a su hermanita Martina Mantra- no asiste a la
fiesta-masacre y regresa justo a tiempo para filmar, escondido entre
los arbustos que rodean a El Cielito Lindo, la última escena de
Mundo Mantra: la
carnicería y holocausto de su familia. Un acontecimiento digno de
múltiples ángulos y cinco cámaras, como el final de The
Wild Bunch; pero no se puede
todo y conformarse con lo que hay, manito.
h)
Martín Mantra es hipotéticamente rescatado por Jesús Nazareno y de
Todos los Santos Mártires en la Tierra Fernández (a.k.a.) Black
Hole (a.k.a.) Mano Muerta. Martín Mantra le pide a su salvador que
permita que las autoridades lo den por muerto, que “ha llegado el
momento de acometer el segundo acto de mi existencia desde un punto
de vista anónimamente invisibleforme”.
i)
Martín Mantra se convierte en la hipotética mascota adoptiva de un
grupo de luchadores enmascarados. Con el tiempo llega a pelear bajo
el nombre de El Mantra. Su máscara incorpora una aparatosa cámara
de filmación que apenas le permite mantenerse en pie y a la que
algunos atribuyen poderes hipnóticos. Pelea poco. Le gusta arrancar
las máscaras de sus rivales y eso no gusta demasiado. Su técnica es
considerada demasiado sangrienta. El Mantra desaparece luego de que
muere El Perfumado, hijo de Eau de Toilette. El Mantra le arranca los
ojos.
j)
Martín Mantra pasa a la clandestinidad y se convierte en líder
revolucionario -su ideología política es poco clara- porque, dicen
que dijo, “es el género mexicano que me falta por investigar”.
Martín Mantra se convierte en el Capitán Godzilla. María-Marie lo
reconoce una noche en París. En la televisión, por supuesto.
Pienso
ahora, frente a otro televisor, en que nada de esto tiene sentido o
lógica o razón de ser. Pienso que mi realidad ahora era irreal, que
toda mi vida -incluyendo mi muerte- se parecía demasiado a una
hipotética telenovela mexicana, que yo había sido abducido por una
telenovela mexicana y que éste fue el único modo en que conseguí
escapar.
sábado, 21 de septiembre de 2013
Gaspar de la noche
Una familia honrada donde nunca hubo
quiebra, donde nadie fué jamás
ahorcado.
(La parentela de Juan de Nivelle.)
El pulgar es ese grueso tabernero
flamenco, de humor burlón y chocarrero, que fuma en su puerta, bajo
la muestra de la cerveza fuerte de marzo.
El índice es su mujer, marimacho seca
como una merluza, que desde por la mañana abofetea a su criada, de
la que está celosa, y acaricia la botella, de la que está
enamorada.
El dedo del corazón es su hijo,
compañero desbastado con hacha, que sería soldado, si no fuera
cervecero, y que sería caballo, si no fuese hombre.
El dedo anular es su hija, gallarda y
seductora Zerbina, que vende encajes a las damas y no vende sus
sonrisas a los caballeros.
Y el dedo meñique es el Benjamín de
la familia, mamoncete llorón, que siempre va colgado de la cintura
de su madre, como un rapacillo pendiente del garfio de una ogresa.
Los cinco dedos de la mano son el más
sorprendente alhelí de cinco hojas que hayan bordado nunca los
parterres de la noble ciudad de Harlem.
EL ALQUIMISTA
Nuestro arte se aprende de dos maneras,
a
saber: por enseñanza de un maestro,
boca
a boca, y no de otro modo, o por
inspira-
ción y revelación divinas; también
puede
aprenderse por medio de libros, que son
muy obscuros y embrollados; y, para en-
contrar concordancia y verdad en éstos,
conviene mucho ser sutil, paciente,
estu-
dioso y vigilante.
(La llave de los secretos de filosofía
de
Pedro Vicot.)
¡Todavía nada! Y vanamente he
hojeado, durante tres días y tres noches, a los pálidos vislumbres
de la lámpara, los libros herméticos de Raimundo Lulio.
No; nada, como no sea, mezcladas al
silbido de la resplandeciente retorta, las risas burlonas de una
salamandra, que toma a juego el turbar de mis meditaciones.
Tan pronto sujeta un petardo a un pelo
de mi barba como me dispara con su ballesta una flecha de fuego
contra mi capa.
O bien bruñe su armadura, y entonces
sopla la ceniza del hornillo sobre las páginas de mi formulario y
sobre la tinta de mi escritorio.
Y la retorta, cada vez más
resplandeciente, silba al mismo son que el diablo, cuando San Eloy le
atenaza la nariz en su forja.
-¡Pero nada todavía! ¡Y, durante
otros tres días con otras tres noches, hojearé, a los pálidos
vislumbres de la lámpara, los libros herméticos de Raimundo Lulio!
PARTIDA PARA EL SÁBADO
Ella se levantó por la noche y,
encendiendo
lumbre, cogió una mixtura y se frotó;
luego,
pronunciadas ciertas palabras, fué
transporta-
da al sábado.
(Juan Dondín, -De la Demonomanía de
los
Brujos.)
Había allí doce que comían la sopa
con cerveza y cada uno de ellos tenía por cuchara el hueso del
antebrazo de un muerto.
La chimenea estaba roja de ascuas, las
candelas chisporroteaban entre el humo y los platos exhalaban entre
el humo y los platos exhalaban un olor de fosa en primavera.
Y, cuando Maribás reía o lloraba,
oíase como gimotear un arco sobre las tres cuerdas de un violín
desmandibulado.
Entretando el veterano puso
diabólicamente de manifiesto encima de la mesa, a la luz de una vela
de sebo, un grimorio, donde vino a agitarse una mosca abrasada.
Zumbaba todavía esta mosca, cuando,
desde su vientre enorme y velludo, una araña escaló los bordes del
volumen mágico.
Pero ya brujos y brujas habían salido
volando por la chimenea a horcajadas, quién osbra la escoba, quién
sobre las tenazas y Maribás sobre el rabó de la sartén.
EL LOCO
Un carolus o, mejor aún, si así te
place, un
cordero de oro.
La luna peinaba sus cabellos con un
escarpidor de ébano, que argentaba con una lluvia de luciérnagas
las colinas, los prados y los bosques.
Scarbó, gnomo cuyos tesoros son
abundantes, aventaba sobre mi techo, al chirrido de la veleta,
ducados y florines, que saltaban cadenciosos, llenando la calle de
monedas falsas.
¡Cómo río burlón el loco que vaga
todas las noches por la desierta ciudad, un ojo fijo en la luna y el
otro saltado!
-¡Qué asco de luna! -gruñó él-.
Recogiendo los dineros del diablo, compraré una picota para
calentarme al sol.
Sin embargo, era siempre la luna, la
luna que se ponía -y Scarbó acuñaba sordamente en mi bodega
ducados y florines a golpes de volante.
Mientras que, con los cuernos hacia
adelante, un caracol extraviado por la noche buscaba su camino sobre
mis luminosos cristales.
Fragmentos tomados de
GASPAR DE LA NOCHE
Caprichos a la manera de Rembrand y de Callot
ALOYSIUS BERTRAND
Ediciones Dintel, Argentina, 1958
lunes, 15 de julio de 2013
Un Resplandor en la Mejilla
Y Utopía fue el veterinario,
el hombre feroz, la vieja en silla de ruedas cercada por sueños,
y los personajes de los sueños incompatibles se fueron masacrando
uno tras otro, hasta dejar un stock de pesadillas vacía.
Y Utopía fue un reflejo opaco en el interior de un vegetal.
Vitrinas, maniquís desnudos, ebrios tirándoles besos a las nubes.
Un laberinto de escaleras eléctricas por donde vagaban
unos niños extraviados que tenían e corazón maravilloso
hasta la náusea.
¿De todo eso que vi realmente? ¿Con qué ojos tremendos
contemplé el olor puro de aquella muchacha sencillamente
parada en la entrada de un circo? Sólo recuerdo
haber estado demasiado tiempo en un cuarto blanco leyendo novelas
policiales; casi toda mi vida mientras tú me mirabas desde
una ventana redonda, como de baño público, y
los adolescentes se reían como si acabaran de salir del desierto
con los bolsillos llenos de dinero gratis.
Dinero gratis, dinero gratis, amor gratis, un resplandor
inconcebible en la mejilla. Soñadores transformándose a sí mismos
pero incapaces de convencer a una muchacha de que la aman.
Nubes gratis y vacías, restaurantes gratis y vacíos,
automóviles fríos rumbo a las playas doradas del Pacífico,
visiones de Michelangelo para todos, ojos que se cierran
con la velocidad de la luz, y su armonía, estrépito de cisnes,
estrépito de humedad.
Comida gratis, bebida gratis, lluvias divertidas
e interminables como las novelas de Victor Hugo.
Hospitales gratis, desiertos gratis, animales gratis, deseos
de caminar sobre las manos, de ponerse una corona de espinas
eléctrica y luminosa.
Blue-jeans rayoneados de ternura, escenas de teatro
en la orilla del mar prolongadas hasta el infinito, tres años
de asco y amor, tres años de enfermedades infantiles
enmierdadas con precisión, y los duros arbolitos, pero
los duros arbolitos, mientras los duros arbolitos
como lanzas florecían.
Y gemí, y dije ya no sé qué decir, la oficina está vacía,
los submarinos explotan como fetos en las fosas del Atlántico,
alguien me acaricia el pelo y dice que ya está igual de largo
que el suyo, y yo tuerzo el cuello como un solitario cigarrillo
aplastado en la noche enorme y la miro, esperando volver a sentir
en los párpados la tibia obsidiana de los sueños, cuando en
las mañanas nos abrazábamos sin querer despertar, perdidos
en las llanuras de escamas, mientras cae nieve y el frío sonríe
desde un cenicero absolutamente limpio, y no queremos despertar,
y no sabemos qué decir: los labios partidos,
la cara blanca del invierno manchada de lipstick.
La velocidad se detiene, mira hacia todas partes, enloquece
a las fechas. Un anarquistoide muerto bajo las ramas
plateadas de un sauce. Encima de él la primavera violeta. Fuera
de ese cuadro una muchacha sueña renacimientos atroces.
Y está bien, está bien, ya púdose prender la chimenea y cerrar
puertas y ventanas. Ningún brillo va reemplazar nada.
No habrán formas de arder que completen esta nube cargada de lluvia
No habrá viento contra este resplandor acuático. Ni callejones violetas
ni suaves caderas antiguas. Ese jaleo al subir las mil escaleras
del ojo abierto: automóviles llenos de Sol estacionados
en todas las esquinas de tus venas. Una sonrisa sin
contexto, una mano crispada fuera de la foto.
Roberto Bolaño
Y Utopía fue el veterinario,
el hombre feroz, la vieja en silla de ruedas cercada por sueños,
y los personajes de los sueños incompatibles se fueron masacrando
uno tras otro, hasta dejar un stock de pesadillas vacía.
Y Utopía fue un reflejo opaco en el interior de un vegetal.
Vitrinas, maniquís desnudos, ebrios tirándoles besos a las nubes.
Un laberinto de escaleras eléctricas por donde vagaban
unos niños extraviados que tenían e corazón maravilloso
hasta la náusea.
¿De todo eso que vi realmente? ¿Con qué ojos tremendos
contemplé el olor puro de aquella muchacha sencillamente
parada en la entrada de un circo? Sólo recuerdo
haber estado demasiado tiempo en un cuarto blanco leyendo novelas
policiales; casi toda mi vida mientras tú me mirabas desde
una ventana redonda, como de baño público, y
los adolescentes se reían como si acabaran de salir del desierto
con los bolsillos llenos de dinero gratis.
Dinero gratis, dinero gratis, amor gratis, un resplandor
inconcebible en la mejilla. Soñadores transformándose a sí mismos
pero incapaces de convencer a una muchacha de que la aman.
Nubes gratis y vacías, restaurantes gratis y vacíos,
automóviles fríos rumbo a las playas doradas del Pacífico,
visiones de Michelangelo para todos, ojos que se cierran
con la velocidad de la luz, y su armonía, estrépito de cisnes,
estrépito de humedad.
Comida gratis, bebida gratis, lluvias divertidas
e interminables como las novelas de Victor Hugo.
Hospitales gratis, desiertos gratis, animales gratis, deseos
de caminar sobre las manos, de ponerse una corona de espinas
eléctrica y luminosa.
Blue-jeans rayoneados de ternura, escenas de teatro
en la orilla del mar prolongadas hasta el infinito, tres años
de asco y amor, tres años de enfermedades infantiles
enmierdadas con precisión, y los duros arbolitos, pero
los duros arbolitos, mientras los duros arbolitos
como lanzas florecían.
Y gemí, y dije ya no sé qué decir, la oficina está vacía,
los submarinos explotan como fetos en las fosas del Atlántico,
alguien me acaricia el pelo y dice que ya está igual de largo
que el suyo, y yo tuerzo el cuello como un solitario cigarrillo
aplastado en la noche enorme y la miro, esperando volver a sentir
en los párpados la tibia obsidiana de los sueños, cuando en
las mañanas nos abrazábamos sin querer despertar, perdidos
en las llanuras de escamas, mientras cae nieve y el frío sonríe
desde un cenicero absolutamente limpio, y no queremos despertar,
y no sabemos qué decir: los labios partidos,
la cara blanca del invierno manchada de lipstick.
La velocidad se detiene, mira hacia todas partes, enloquece
a las fechas. Un anarquistoide muerto bajo las ramas
plateadas de un sauce. Encima de él la primavera violeta. Fuera
de ese cuadro una muchacha sueña renacimientos atroces.
Y está bien, está bien, ya púdose prender la chimenea y cerrar
puertas y ventanas. Ningún brillo va reemplazar nada.
No habrán formas de arder que completen esta nube cargada de lluvia
No habrá viento contra este resplandor acuático. Ni callejones violetas
ni suaves caderas antiguas. Ese jaleo al subir las mil escaleras
del ojo abierto: automóviles llenos de Sol estacionados
en todas las esquinas de tus venas. Una sonrisa sin
contexto, una mano crispada fuera de la foto.
viernes, 21 de junio de 2013
Carta del Suicida
Juro que esta mujer me ha partido los sesos.
Porque ella sale y entra como una bala loca,
y abre mis parietales, y nunca cicatriza,
así sople el verano o el invierno,
así viva feliz sentado sobre el triunfo
y el estómago lleno, como un cóndor saciado,
así padezca el látigo del hambre, así me acueste
o me levante, y me hunda de cabeza en el día
como una piedra bajo la corriente cambiante,
así toque mi cítara para engañarme, así
se abra una puerta y entren diez mujeres desnudas,
marcadas sus espaldas con mi letra, y se arrojen
unas sobre otras hasta consumirse,
juro que ella perdura, porque ella sale y entra
como una bala loca
me sigue adonde voy y me sirve de hada,
me besa con lujuria
tratando de escaparse de la muerte,
y cuando caigo al sueño, se hospeda en mi columna
vertebral, y me grita pidiéndome socorro,
me arrebata a los cielos, como un cóndor sin madre
empollado en la muerte.
Gonzalo Rojas
miércoles, 19 de junio de 2013
Elegía como grito para una tarde de Diciembre
A María Elena
Desbaratado el grito, el silencio que cruje en la escalera,
el sonido que llega de repente para decir no hay nadie,
nadie grita tu nombre, nadie te espera, nadie camina
por la calle recogiendo tu sombra partida en pedacitos,
tu esqueleto partido en pedacitos, nadie te extraña,
puedes echarte a caminar mascando tu tristeza,
puedes perderte para siempre en tu tristeza,
nadie grita tu nombre, nadie te espera,
sólo el silencio que baja y te destroza,
sólo el silencio que baja y te aniquila,
el sonido que llega de repente para decir no hay nadie,
nadie camina desde la oscura zona del derrumbe,
nadie te espera, di buenas noches, estoy triste, busco a Elena,
la he buscado en todas las grietas de la tarde, no la encuentro,
estoy palpándome ceniza y no la encuentro,
busco a Elena, no vendrá nunca, dile que venga, no vendrá nunca,
llámala hasta que el musgo te nazca en la garganta,
llámala hasta que tu garganta sea de musgo, no vendrá nunca,
di su nombre, repítelo hasta que la lengua se te caiga,
repítelo hasta que los dientes se te caigan, no vendrá nunca,
sólo el silencio que cruje en la escalera te acompaña,
el sonido que llega de repente para decir no hay nadie,
nadie te espera, di buenas noches, tengo miedo, busco a Elena,
puedes echarte a caminar buscando tu tristeza,
puedes perderte para siempre en tu tristeza, no vendrá Elena nunca,
di su nombre, graba en la noche su perfil de sombra,
su rostro de neblina, su cuerpo sepultado en caracoles,
di su nombre, repítelo hasta que los dientes se te crujan,
clávalo en tu memoria como una enredadera de moluscos,
di su nombre, guarda lo casi nada que te queda, el último sollozo,
el recuerdo como una abandonada calavera, el llanto en pedacitos,
pregunta por Elena, desbaratado el grito,
desbaratados tú y tu sombra que se hunden bajo el grito
/crujiendo en la escalera,
el sonido que llega de repente para decir no hay nadie,
sólo tu soledad que llega crujiendo en la escalera,
no está Elena, besa la oscura zona de sus labios,
no está Elena, muerde su sombra fría, no vendrá nunca Elena,
seguirás esperando, seguirás caminando su oquedad con los dedos,
seguirás consumiéndote en tu furia, no vendrá Elena nunca,
recoge su tristeza, envuélvela en su grito,
dile que busque a Elena por las calles,
dile que llame a Elena en las esquinas,
no vendrá nunca, seguirás esperando,
seguirás caminando los muros de la noche,
seguirás destrozando las paredes del sueño,
di su nombre, repítelo hasta que el miedo te derrumbe,
no hay remedio, bajarás con tu sombra al fondo de la tarde,
beberás en la tarde del grito que te ahoga, desbaratado el grito,
el sonido que llega de repente para decir no hay nadie,
no vendrá nunca Elena, desbaratado tú y tu cuerpo, no vendrá
/Elena nunca,
sal a la calle y grita, búscala en donde sea,
rompe las puertas, destroza las ventanas, derriba las paredes,
no ha venido, pregunta a los que pasan, no ha venido,
asómate al espejo, Elena, ven, gritando al borde del espejo,
no ha venido, seméjate a su sombra, parécete a su ausencia,
no vendrá nunca, todo duele, nada importa,
desbaratado el grito, el sonido que llega de repente para decir
/no hay nadie
nadie camina subiendo la escalera, no vendrá nadie,
sólo tu soledad que sube crujiendo a tu esqueleto,
sólo tu soledad crujiendo en tu esqueleto, desbaratado el grito,
desbaratados tú y tu cuerpo, y el grito con que gritan,
mira tu cuerpo que se hunde en el espejo,
mira tu cuerpo que se hunde tras tu grito en el espejo,
entrarás al espejo, seguirás a tu cuerpo que se hunde
/tras su grito en el espejo,
te hundirás tras tu cuerpo y tras tu grito en el cuerpo de Elena,
/oculto en el espejo,
volverás del espejo con el cuerpo de Elena metido entre tu cuerpo,
ámala y sálvate, ámala y quiebra tu alarido, no vendrá Elena nunca,
seguirás esperando, seguirás escarbando entre la noche
/en busca de su cuerpo,
no vendrá Elena nunca, quedarás para siempre roída la conciencia,
amargo el llanto, fúnebre el recuerdo, no vendrá Elena nunca,
sólo la sombra de su sombra habita en el espejo,
sólo la sombra de tu sombra baja crujiendo la escalera,
el sonido que llega de repente para decir no hay nadie,
no vendrá nadie nunca,
puedes echarte a caminar mascando tu tristeza,
puedes perderte para siempre en tu tristeza,
nadie jamás te llamará en la noche,
nadie jamás recogerá tu cuerpo partido en pedacitos,
tu esqueleto partido en pedacitos,
desbaratados tú y tu calavera abandonada,
un sonido de luna se derrumba, un sonido de espanto se desploma,
vete por el espejo, Elena, ven, gritando en el espejo,
ámala y sálvate, ámala y quiebra tu alarido, no vendrá nunca,
ámala y húndete en la furia, no vendrá nunca,
desbaratados para siempre tú y tu cuerpo,
desbaratado el grito, el silencio que cruje en la escalera,
el sonido que llega de repente para decir no hay nadie,
no vendrá nunca nadie,
y cerrar esta puerta.
Max Rojas
(Ciudad de México, 1940)
Milorad Pavic
"Los pensamientos humanos son como
cuartos. Entre ellos hay salas lujosas y cuartuchos saturados. Los
hay soleados y sombríos. Algunos dan al río y al cielo, otros al
traspatio o al sótano. Las palabras en ellos semejan cosas y pueden
ser cambiadas de un cuarto a otro. Los pensamientos dentro de
nosotros en realidad, esas habitaciones en nuestro interior,
agrupadas en palacios o cuarteles, pueden ser moradas de otros donde
uno resulta ser sólo un inquilino. A veces, sobre todo de noche,
encontramos que las salidas de esos aposentos están cerradas con
llave y no podemos abandonarlos. Estamos encerrados como en un
calabozo hasta que nuestros sueños nos liberan y nos dejan salir.
Pero los sueños son como los invitados de una boda, hay que
esperarlos. Mientras tanto, reina el insomnio. Dicen que existen dos
insomnios, como dos hermanas. El de antes de dormirse y el otro,
después de despertar en plena noche. El primero es madre de la
mentira, el otro es madre de la verdad."
Milorad Pavic
Siete Pecados Capitales
Traducción de Dubravka Sunzjevic
Editorial Sexto Piso, 2011,
México, DF
martes, 11 de junio de 2013
Una ocupación mortal
William
Arnold, el gran buscador de orquídeas de la época victoriana, murió
ahogado durante una expedición por el Orinoco. Schoeder,
contemporáneo de Arnold, halló la muerte al despeñarse durante una
expedició a Sierra Leona. Y Falkenberg también perdió la vida en
una expedición por Panamá. David Bowman murió de disentería en
Bogotá. Klabock fue asesinado en México. Brown, en Madagascar.
Endres murió de un disparo en Río Hacha. Gustave Wallis murió de
unas fiebres en Ecuador. A Digans le dispararon los indígenas
brasileños. Osmers desapareció sin dejar rastro en Asia. El
lingüista y coleccionista Augustus Margary sobrevivió a las
infecciones de muelas, al reumatismo, a la pleuresía y a la
disentería sufridos mientras navegaba por el Yang-tzê en solitario,
pero encontró la muerte cuando ya había completado su misión y
había pasado Bhamo (Birmania).
Coleccionar orquídeas es una
ocupación mortal, lo cual siempre ha formado parte de su atractivo.
Laroche amaba las orquídeas, pero llegué al convencimiento de que
amaba la dificultad de obtenerlas casi tanto como las propias flores.
Cuanto peor la pasaba en el pantano, más entusiasmado estaba con las
plantas que había logrado conseguir.
Ese
perverso placer por el sufrimiento que sentía Laroche es
característico de los buscadores de orquídeas. Un artículo
publicado en 1906 en una revista decía: “La mayor parte del
encanto relacionado con el culto a las orquídeas se halla en ir a
buscarlas al lugar en el que crecen, que bien puede tratarse de un
pantano en el que se contraen todo tipo de fiebres o bien puede
tratarse de un país lleno de indígenas hostiles dispuestos a matar
y, muy probablemente, a comerse al intrépido aventurero.” En 1901
ocho buscadores de orquídeas organizaron una expedicion a Filipinas.
En el espacio de un mes a uno de ellos se lo comió un tigre; otro,
empapado de aceite, se quemó vivo; cinco desaparecieron y sólo uno
logro sobrevivir y salió de la selva llevando consigo cuarenta y
siete mil ejemplares de Phalaenopsis.
Un
joven al que en 1889 el coleccionista inglés Sir Trevor Lawrence
encargó que buscara Cattleyas,
caminó
entre el fango de la selva durante catorce días y después no se
supo nada más de él. Docenas de exploradores fueron aniquilados por
la fiebre, los accidentes y la malaria o murieron asesinados. Otros
se convirtieron en trofeos de cazadores de cabezas o en presas de
horribles criaturas como las lagartijas amarillas voladoras, las
serpientes de cascabel, los jaguares, las garrapatas y la marabunta
de hormigas mordedoras. Algunos fueron asesinados por otros
buscadores. Todos ellos viajaban mentalizados de que tendrían que
hacer frente a la violencia. Albert Millican, que participó en una
expedición al norte de los Andes en 1891, escribió en su diario que
lo más importante que llevaba consigo eran los cuchillos, machetes,
revólveres, dagas, rifles, pistoles y el tabaco para un año. Ser
buscador de orquídeas siempre ha sido sinónimo de ir a lugares
horribles en busca de cosas hermosas. Cuando la búsqueda de
orquídeas estaba en su apogeo, entre mediados del siglo XIX y
principios del siglo XX, los lugares horribles eran realmente
horribles. Cualquier hombre que se presentase como buscador
había de ser duro y listo y tenía que estar dispuesto a morir lejos
de casa.
El
ladrón de orquídeas
Una
historia verdadera de belleza y obsesión
Susan
Orlean
Editorial
Anagrama, Barcelona
miércoles, 29 de mayo de 2013
Plástico Cruel
Que
la mujer que ames esté en su habitación con otro hombre. Que la
ames. Y que ella esté haciendo el amor con otro hombre mientras vos
estás en la habitación de al lado. Que llenes el espacio de música
para tapar voces y sonidos que luego no podrías nunca olvidar.
Que
alguien golpee a tu puerta. Que al abrir la veas a ella envuelta en
una toalla. Que te sonría. Que te diga si podés ir a comprar
cigarrillos, para ella y para su amante. Que la mujer que ames haya
ido hasta tu cuarto a pedirte que, ya que estás vestido, compres
cigarrillos para ellos.
Y
que vayas, que la quieras tanto.
Que
llueva. Que corras por la calle hasta el quiosco a comprarles
cigarrillos. Y que llueva mucho.
Que
regreses empapado con los cigarrillos. Que la llames. Que golpees a
la puerta de su habitación. Que tengas que repetir su nombre. Que
escuches los sonidos de algo imprevistamente recomenzado. Que
escuches jadeos de placer. Que vuelvas a tu cuarto. Que pasen los
minutos como siglos. Que ella, la mujer que ames envuelta en su
toalla, llame nuevamente a tu puerta. Que abras y te encuentres otra
vez con su sonrisa. Que tengas que sonreír. Que debas imponerle otra
sonrisa a tu confusión. Que le des los cigarrillos y que ella te
agradezca por haber ido con esa lluvia. Que te pregunte cómo estás.
Y que le respondas que estás bien. Y que no sea cierto.
Que
la ames tanto. Que te suceda algo así... para que me entiendas.
José Sbarra
Fragmento de la novela Plástico Cruel
viernes, 24 de mayo de 2013
Henry Miller y Anaïs Nin, correspondencia
[Louveciennes]
23 de mayo de 1933
Henry, cuando June dijo que eras
absolutamente egoísta no le creí. Hoy me produces una profunda
conmoción. Siempre supe que tú únicamente me amabas por lo que yo
podía darte, y estaba dispuesta a entenderlo y aceptarlo porque eres
un artista. Te di toda la razón. Nunca esperé de ti que fueras
humano toda la vida, ni siquiera siete días a la semana. No parecía
muy difícil que fuera un día a la semana, o un día de cada diez.
Desde que te fuiste aquel lunes que Hugh volvía, me di cuenta de que
no te importaba un comino lo que sucediera. Inmediatamente te
propusiste olvidarlo todo. Me escribiste: me siento tan
despreocupado. No me importó. Aceptaste mi deseo de dejarte libre,
libre para todo. Sabías a lo que me refería. Pero tan pronto como
te liberé de cualquier preocupación, tú regresaste a tu absorvente
vida. Y lo sabía. El viernes me dije a mí misma: no me permitiré
que Henry venga. Me ama interesadamente, sólo para las cosas buenas.
En realidad no se preocupa de mí. Y
hoy lo demostraste. Te sentías bien, saludable, despreocupado. Mi
vida no te importaba. No me veías desde hace diez días y estuviste
frío. Ni siquiera me acariciaste. No viniste a casa para ser amable
después de tu insensibilidad. La verdad es que eres completamente
feliz en Clichy, solo. Comprendo que quieras continuar teniendo
seguridad, independencia. Pero eso es todo, Henry. El resto está
muerto. Tú lo mataste.
Anaïs
Dices
que soy susceptible. Eso eres tú. Sólo que yo me paso la vida
velando por tu susceptibilidad. Quizás fuera una muestra de
susceptibilidad el querer hablarte como hoy lo hice -confío en ti- y
así obtuve la respuesta que obtuve. La única vez que te preosioné,
te necesitaba. ¡Te necesitaba, Henry!
***
[Clichy]
Miércoles,
24 de mayo de 1933
Escucha,
Anaís, es vergonzosa esta salubridad, esta despreocupación, esta
verdadera alegría,
pero ¿me vas a colgar por eso? Tu carta no me abrumó. No creo que
quisieras abrumarme. Me fui ayer más bien desconcertado, perplejo,
preguntándome qué era todo aquello. Pero no me sentía dolido, ni
insensible, ni iracundo, ni indiferente. Me sentía bien todo el
tiempo, tan bien que incluso viéndote llorar no podía callarme. Eso
no es ser egoísta, como tú pareces creer. ¡Demonios! ¿Soy tan
egoísta como pretendes de repente? ¿Realmente crees todas esas
tonterías que escribiste? “Siempre supe que tú únicamente me
amabas por lo que yo podía darte (...) me ama desinteresadamente,
sólo para las cosas buenas...” ¡Bah! Si creyera que tú piensas
de verdad eso de mí no volvería a verte nunca... nunca. Porque eso
es sólo una degradación de todo lo que existe entre nosotros.
Cuando hablas de esa manera siento verdadera compasión por ti. Sé
que debes estar padeciendo algún tipo de tortura, pero precisamente
lo que la ha causado está fuera de mi alcance. E incluso no tengo
excesiva curiosidad por ello. Soy reservado en cierto sentido humano
y decoroso, no inhumanamente. Te
dejé un lunes y al día siguiente tuviste una depresión nerviosa.
Pero yo todavía ignoro sus causas. Y no creo que me las hayas
explicado. Mientes un poquito. De acuerdo. ¿Por qué no ibas a
mentirme? Quisiste reservarte algo. ¿Debería yo descubrirlo y
crearte dificultades? Quizás actué un poco insensiblemente al
hablar de Joachim, pero fue únicamente porque no me gusta esa
devoción entre hermano y hermana, o no la entiendo. O la entiendo
demasiado bien y le temo. O... Bien, quizás sean simples celos...
En cuanto a tu padre, si crees que dije crueldades, es que por una
vez estás completamente ciega y torpe. Soy tan partidario de tu
padre que podría sacrificarme por él, aunque no lo conozca. Creo
que tu padre, con razón o sin ella, experimenta una cruel pérdida.
No veo nada malo en que te reclame tan ardientemente durante algún
tiempo. Ni en que tú le reclames a él. Os necesitáis mutuamente.
Nunca tuvisteis una verdadera relación. Y cuando dije que pronto se
desilusionaría, lo dije en serio. En el sentido de que un hombre de
su edad y su fina inteligencia llegaría a darse cuenta gradualmente
de que nunca podría recuperar a una hija a la que había abandonado.
Me había resignado a eso. Si en sueños puedo derrumbarme y sollozar
tan amargamente cuando veo a mi hija es únicamente porque sé,
aunque sea sólo en sueños, que realmente no puedo recuperarla.
Cuando uno permite que medien tantos años sólo se consiguen
fantasmas.
Ahí
está, Anaïs, lo de mi insensibilidad. No quiero encarnizarme con
la vida, ni con el amor y la amistad y todos los enredos emocionales
de los humanos. Ya tuve mi buena ración de decepciones, pérdidas,
desilusiones. Quiero amar a la gente y a la vida por encima de todo;;
quiero poder decir siempre: “si te sientes amargado, desilusionado,
algo te pasa a ti, no a la gente, ni a la vida”. No rechazaré el
amor ni la amistad. No viviré solo en la cumbre helada de una
montaña.
Pero
te digo, no obstante, que en una relación como la nuestra debe haber
algo más de lo que ´tu muestras en tu carta. No vas a decirme, ¿o
sí?, que porque yo te fallara ayer esto es el fin, que he matado
nuestra relación. Me imaginaba que aunque pudiera fallarte todavía
más lamentablemente, sin embargo eso no significaría el fin. El
martes puedo resultar un fracaso. Y el jueves o el viernes puedo
mostrarme magnífico. Las personas tienen calendarios también. O son
calendarios. Tomar
un momento de incomprensión y establecer sobre él una base de
desavenencia no es digno de ti o de mí. Te hablo como si estuviera
perdonándote algo. Eso debe herir tu amor propio. Pero atiende,
¿quién creo este robusto, saludable, despreocupado, interesado
individuo cuya insensibilidad te hirió tanto ayer? ¿Acaso no estás
siempre orgullosa y feliz de verme florecer? ¿Sabías que la semana
pasada, mientras tú pasabas esas angustias (¿neuróticas?),
tenía yo la sensasión de que mi salud había alcanzado su apogeo?
Rebosaba de alegría por encontrarme en tan excelente estado de
salud. Y ahora tú pretendes quitarme los beneficios. Quieres que sea
infeliz, que me retuerza otra vez, que me torture a mí mismo.
No,
Anaïs. No es una cosa ni otra. O bien quieres que sea lo que soy y
me gusta, o te estás engañando a ti misma con respecto a mí.
¡Salud! Te digo que no es indiferencia, ni insensibilidad. Es un
estado muy humano que te eleva, al menos provisionalmente, por encima
de tantos problemas inútiles y disgustos. No es posible que te haya
hecho desdichada, triste, desgraciada. Vives allí durante algún
tiempo, en la cúspide de la claridad, y ves cosas a simple vista y
todo te parece bien, está
bien. Es casi como convertirse a la religión, sólo que mucho mejor,
mucho más sensato.
Me
diste la bicicleta y la he estado disfrutando, sólo un poco. Créeme,
he tomado mucho menos baños de sol de lo que mis cartas parecen dar
a entender. Me mareo con sólo rozarme un rayo de sol. Con sólo un
ligero roce de felicidad olvido -demasiado rápidamente, dices tú-
mis miserias humanas. Fundamentalmente soy feliz, alegre, de
convivencia fácil. Puedo llevarme bien con cualquiera. Y en el
apogeo de este bienestar puedo llevarme bien incluso conmigo mismo, y
con la naturaleza. No diría yo que eso es inhumano, interesado. No
tan rápidamente. Tú eres la apresurada, ya lo sabes. Normalmente no
te habría dolido mi interesado disfrute de la vida. Te habría
encantado. Pero ayer, bueno, ayer era... algo se estaba enconando
dentro de ti...
Déjame
retroceder un poco. Aquel día que te llamé, recuerdo que te llamé
para decirte que no iría. Realmente tenía muchas ganas de trabajar.
Y entonces de pronto me informaste de que estbas enferma. Y supongo
que querías que saliera. Habría salido también, en seguida
-añadiste tú únicamente-, y yo creía que eras sincera, que
querías estar sola y descansar un rato. Pensé que te sentaría bien
hacer eso. En el fondo odio todos esos mimos a que nos entregamos en
cuanto nos enteramos de que el otro está enfermo. ¿Por qué no
tendría que disfrutar uno también de su enfermedad? A veces uno se
pone enfermo únicamente para estar solo durante algún tiempo. Es
una forma que tiene el cuerpo de vencer a la mente. Existen problemas
que la mente francamente no puede resolver. Y nos sentimos torturados
e impotentes y nos derrumbamos. Caemos enfermos, decimos. De acuerdo.
Nos acostamos y, allí tumbados, sin hacer nada, rendidos a los
problemas insolubles, poco a poco obtenemos una nueva visión de las
cosas. Sucumbimos a ciertas cosas inevitables que no tenemos el
coraje de arrostrar mientras permanecemos de pie y utilizamos ese
condenado instrumento, la mente. Respeto eso. Hay veces en que nadie
puede ayudarnos, ni siquiera la persona que amamos. Tenemos que estar
solos. Tenemos que estar enfermos y sumirnos en nuestra enfermedad.
Nuestras almas lo necesitan.
Así es
que despaché todo rápidamente y escribí esa “despreocupada”
carta a Emil. Si de verdad hubiera temido por ti, ¿crees que hubiera
despachado tu enfermedad tan despreocupadamente? ¿Soy un mounstruo?
Qué va. Distingo entre las enfermedades que provocamos, que
buscamos, y las enfermedades a las que sucumbimos. Deseaba que
tuvieras tu propia enfermedad buscada. Y hay más que todo eso.
Comprendí tácitamente que la enfermedad la había provocado algo
que nunca revelarías. Está en el diario, sin duda. Ay, conozco ese
diario tuyo, Anaïs, mucho mejor de lo que puedas imaginarte. Es por
eso por lo que verdaderamente no tengo ninguna curiosidad por verlo.
Puedes dejarme a solas con él y sentirte completamente segura. No lo
abriría. No lo haría porque sé que debe haber sombras alrededor de
todas esas luminosas imágenes que me leíste. Debe haber cosas
crueles en el diario, mucho más crueles de lo que yo mismo podría
resignarme a admitir.
Creo,
Anaïs, para simplificar, que cuando uno se sacrifica por otro, como
tú lo has hecho por mí, siempre habrá un margen de “ingratitud”,
de “insensibilidad”, de “incomprensión”, por el que
sufrirás. Nunca podré compensarte todo lo que has hecho. Nunca. Y
eso produce un ligero resentimiento secreto del que uno no es
responsable. Uno paga las consecuencias de los sacrificios que hace,
por irónico que eso pueda parecer. Mientras que con June llegué a
detestar eso, a sentirme amargado y torturado por eso, en tu caso no
lo hice. Creí que estaba por encima de eso. Porque reconozco también
mi responsabilidad, no debo estarte servilmente agradecido, no
debo humillarte, ni destruir la excelente condición que hay en ti y
que te impulsó a sacrificarte.
Creo,
como empezaba a decirte anteriormente, que la situación ha resultado
demasiado complicada para ti. Todo el follón parece de algún modo
gravitar alrededor mío. Estoy en el centro, soy la causa de él.
Realmente no, no del todo, pues tú también eres responsable en
parte. Los dos lo quisimos. Me gustaría decirte, Anaïs, sin la
menor amargura, sin el menor resentimiento, sin la más mínima
sensación de ofensa, que hagas por ti misma todo lo que desees
hacer. Si hay en tu interior una lucha, de la cual solamente me has
revelado algunos aspectos, decide qué es lo que quieres hacer y
hazlo. Porque mi verdadero deseo es únicamente ayudarte. Diría
exactamente lo contrario de lo que tú me escribiste. No sigas
preocupándote por mi seguridad, mi independencia. Eso no es
suficiente para mí, ni para ti. Olvídalo y ocúpate del resto. No
hagas que uno de nosotros dependa del otro, como tan cruelmente
pretendes, porque no soy partidario de eso. Te despreciaría si
creyera que realmente piensas todo lo que dices. Sé que no. Pero soy
una carga para ti. Estás intentando hacer por mí cosas imposibles.
Y no quieres admitir que no puedes enfrentarte a ellas. Te suplico
que olvides las responsabilidades que te has impuesto de ti misma.
Olvídate de mi situación físico-económica, permíteme que pueda
dejar de estar tan cómodamente protegido. En fin, trátame de otra
manera. Mira si te he fallado. Sólo dime sinceramente: “No puedo
hacer nada más por ti, Henry... ¡No puedo!”. Y mira lo que me
pasa.
Lamento
profundamente haberte fallado ayer. Te diré, sin embargo, que todo
me parece confuso y misterioso. Llegué muy animado, con la intención
de abrazarte inmediatamente y amarte hasta la muerte. Y entonces,
como siempre sucede -¡no es nada nuevo!-, entro en casa y me doy
cuenta de que soy un huésped, aunque muy privilegiado. Ésa no es mi
casa y tú no eres mi esposa. Tú permaneces de pie junto a la puerta
abierta y yo siempre veo a una princesa que, por algún secreto
capricho, ha condescendido a ofrecerme su amor. Me apetece ser un don
nadie. Creo que podría ser un perfecto desconocido. Todo es
gratuito. Y me invade una disparatada delicadeza, y permanezco allí
estrechándote la mano y hablando de cosas comunes, y me digo a mí
mismo que es tan maravilloso estar aquí y que nada de esto es real,
todo es un sueño. Lo digo porque, aunque sé que merezco un poco de
vido, no soy digno de todo lo que tú me das. E incluso cuando hablo
tanto sobre mí, lo cual debe aburrirte terriblemente, es
probablemente porque intento persuadirme a mí mismo de la realidad
de todo lo que tú me aportas cuando permaneces de pie junto a la
puerta abierta saludándome. No sabes lo importante que es para mí,
siempre. Después me vuelvo tan humano que llego a ser más delicado.
Y eso ocurrió ayer... Mi insensibilidad era delicadeza. Tenía
hambre de ti. Podía haberte quitado la ropa cuando me recordaste la
hamaca; podía haberte devorado. Pero me senté enfrente de ti y
hablé. Di un rodeo y me perdí, de manera que pude estar contigo
cinco minutos antes. Pero tú parecías ayer muy frágil; parecías
haber estado enferma. Y tuve la sensación de que mi hambre
devoradora en realidad podía parecer poco delicada. Quería que
tuvieses lo mejor de mí. Así que hablamos y lo que verdaderamente
te molestó fue que no te abrazara. Bueno, me lo impedió una
inesperada especie de insensibilidad. No la insensibilidad que tu
imaginas. Creí que mi “buena salud” disiparía todos los vapores
de la enfermedad. Creí -y supongo que eso es romanticismo- que
sencillamente podía sentarme y estar contigo y hacer que te
sintieras estupendamente. Todavía soy naïf y torpe. Lo
siento. No estaba de humor para remordimientos de conciencia, pero
desde luego no era indiferente ni insensible. No sé si llegarás a
captar la distinción.
De
cualquier modo, al diablo con todo esto. Te deé atolondradamente, en
parte contento de que me echaras de esa manera, pues me encanta que
te las des conmigo de gran dama española, y quise llamarte para
decirte que lo sentía, pero entonces no sabía lo que se suponía
que debía sentir y temía que te deolería más mi ignorancia o
insensibilidad o Dios sabe qué, que el hecho de que yo permaneciera
en silencio y “obedeciera órdenes”. Sabes muy bien que no
necesitaba obedecer órdenes. Podía haberme vuelto al llegar a la
puerta y decirte: “No, no me marcharé, voy a quedarme aquí y a
amarte y a hacer como tú”. Pero me pareció cruelmente romántico.
Querías tener el placer de ahuyentarme y yo te lo di. Eso es lo que
yo llamo delicadeza. Querías que me sintiera un poco humillado y por
tanto yo me fui, obedientemente, con el rabo entre las piernas.
Mientras bajaba la colina me sentía muy feliz, porque te imaginaba
subiendo las escaleras y escribiendo algunas páginas más de
“Alraune”. Y si el hecho de que yo me vaya de esa manera puede
ayudarte a escribir más “Alraune” entonces estoy siempre a tu
servicio. Siempre puedes hacer de mí un felpudo humano, en beneficio
de tu arte. ¡Eso debería gustarte un poco, Anaïs Nin!
(Porque creo que eres una gran artista).
Y en lo
referente a esa personalidad tuya. Sí, también tienes eso. Una gran
personalidad. Aunque no hubieras llevado un diario. No comprendo
demasiado lo que dijo Nestor, está un poco fuera de mi alcance.
Únicamente diría que hay días como ayer, en que no sabes lo que
eres -artista, ser humano, personalidad o autorretrato- y por
consiguiente haces desgraciados a otros. Pero no importa. Lo apruebo.
Deberías hacer desgraciados a otros de vez en cuando. Tienes
tus malos momentos, como todos nosotros. No eres perfecta. Quizá sea
eso lo que no me gusto del cumplido de Nestor. Eso, y el hecho de que
tú me lo digas sólo para irritarme, como hiciste con las cartas que
te escribe tu padre. ¿Supones que quiero rivalizar con esas cartas
que te escribe? ¿A quién iba a dirigirse entonces? ¿Es que no
tiene él también derecho a la gloria? ¿Acaso no debería escribir
todavía más ardientemente que yo? Le hiciste sufrir. ¿Quieres
también que yo sufra para que luego pueda escribirte esas
maravillosas cartas? ¿Quieres “cartas” o me quieres a mí en
carne y hueso, tangible, imperfecto y sustancial?
No
quieres un monstruo, lo sé. Pero haces muy mal, Anaïs, en arrojar
contra mí las palabras de June. No me lo merezco. Te perdono
inmediatamente. Porque fuiste débil al escribir eso. Te insultas a
ti misma cuando me escribes eso. No creo que te ofrezcas a mí hasta
la extenuación. No quiero nada de ti excepto a ti misma. Ponme a
prueba. No escribas: “el resto está muerto... tú lo mataste”.
Suena demasiado melodramático. No te va. (Me gusta, sin embargo. Me
divierte. Me río cuando recibo cartas así. Me río insensible,
delicadamente. Comprendo que las cosas se estropeen cuando nos
ponemos demasiado susceptibles.)
Anaïs,
la primavera ha llegado. He estado disfrutando de ella. Pero para
disfrutarla tendría que estar contigo. De lo contrario no habría ya
más primaveras para mí. He conocido otras primaveras, negras
primaveras. Y cuando escribí aquella exultante carta a Emil,
diciéndole que estaba poseído por el Espíritu Santo, etc.
-etcétera- pensé para mis adentros lo raro que era que quisiéramos
endosarle eso al Espírituo Santo. Tú eres el espíritu Santo que
hay en mi interior. Tú eres mi primavera. Tú eres la Gare St. Lazar
y mi amor por París. ¿No sabes de qué forma me echaste ayer? Un
poco como si fuera tu jardinero. Di otro rodeo después de dejar
atrás Bougival. Subía una enorme colina, Jonchère, creo que se
llamaba. Y arriba había una bonita posada, entre los árboles. Una
vista maravillosa. Completamente de otro mundo. Y pensé, olvidándome
por completo de mi “despido”, que me gustaría ir allí contigo
alguna tarde hacia el ocaso y cenar allí contigo. Pensé también en
la observación que me hiciste una vez acerca de que te enseñara las
calles: que nos acordaríamos de eso cuando fuera demasiado tarde.
Pensé en muchas csoas mientras subía la colina y luego contemplé
una sensacional vista. Vi todo el valle a mis pies y también
Louveciennes. Y te imaginé encerrada voluntariamente en aquella
tenebrosa casa, escribiendo tu diario. Y eso me dolió realmente.
Porque si hubieras podido estar conmigo en la colina todo habría
estado bien de nuevo. Era necesario únicamente una mejor
perspectiva, una ligera altitud. Perdona, no trato de imponerme sobre
ti. En realidad, constato sinceramente un hecho espiritual. Ayer no
podía estar abrumado. Tal vez hoy. Tal vez mañana. Puedes
abrumar a cualquier ser humano, si lo intentas lo suficiente.
Pero, ¿vale la pena?
En
cuanto a causarte dolor, no era ésa mi intención. Nunca lo será.
Jamás podré causarte deliberada, concientemente, el menor daño.
Puedes pisotearme si quieres, si eso te hace sentir mejor, más
fuerte. Pero yo no te pisotearé a ti. No gano nada con eso. Todas
las “cosas buenas” que obtuve de ti fueron intangibles. Las hay
más duraderas, imperecederas. Me sería absultamente imposible
rechazarlas o negarlas. No podemos deshacernos de los grandes
regalos... permanecen con nosotros.
Mientras
escribo lo anterior llega tu telegrama y tu giro postal. Voy a salir
a telefonearte, al diablo contigo, y luego te mando esta carta. Voy a
pedirte que vengas esta noche aquí, ya que dijiste que Hugo iba a
marcharse hoy. Pero cuando llegue a la cabina telefónica es posible
que me quede mudo, y por eso prefiero enviarte la carta. Pero por
favor, Anaïs, no insistas, “j'enverrai plus demain!”. Eso
duele. Eso me pone al par de Bachman y todos los demás. No lo
quiero. Ni lo tendré. Voy a salir ahora a telefonearte para intentar
hacerte comprender que eres tú, solamente tú, lo que yo quiero.
Pero ahora estás enfadada y es posible que no me des una
oportunidad. Y me es difícil hablarte si estás seria y silenciosa
conmigo. Es antinatural.
Quiero
que vengas a Clichy, si puedes. Te quiero. Puedes mantener el
misterio. Sólo que tráetelo contigo. Pero si me envías más
telegramas como éste voy a ponerte en la calle. Je t'envois tout
mon coeur et demain pas plus, rien que le coeur. Compris?
HVM
Anaïs Nin, Henry Miller
Colección Libros del Tiempo.
Editorial Siruela
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