V. [Miedo a los perros]
La luna tiembla
y los perros le ladran
a los fantasmas que alguna vez seremos.
Hoy decidí suspender aquella tarea
(la de escribir diez mil veces que la amo).
Nunca lo entendió.
Tampoco me preocupé demasiado por hacérselo ver.
Tal vez por eso se marchaba a cada rato.
Y tenía una interminable lista de miedos:
a su padre y su mirada lasciva,
a los chantajes de su madre,
a que la manosearan en el metro,
a que la asaltaran en el pesero,
a ponerse demasiado ebria,
a abordar un taxi sola,
a que la engañara,
a engordar,
a quedarse sin dinero,
al monstruo de debajo
de la cama (no, ese es mío),
a un ex novio que la acosaba,
y principalmente
a los perros.
Lo gracioso del asunto es que la mayoría de sus temores eran
justificados. Pero alguien la convenció
(y en verdad que no fui yo, salvo con ese del engaño)
de que sus angustias eran psicológicas.
Empezó a combatirlas con terapia (dos horas a la semana, a $250°° la hora) pero no fue suficiente. Así que entró a un grupo de autoayuda (cuatro horas a la semana, gratis) y no fue suficiente.
Se inscribió a docenas de retiros espirituales, a todo tipo de clubs de superación personal, optimismo, doble A, Yin y Yan, y en fin, hasta uno de recetas macrobióticas. No fue suficiente.
Quise ayudarla con algunos de sus miedos, así que empecé con el acosador. Lo encontramos un viernes por la noche en el Dos Naciones. Le estrellé una cerveza en el cráneo y no volvimos a saber de él.
Eso fue fácil.
Después seguí con los perros. Así que compré uno, un rodwailer, se llamaba Bruce Willis. Era perezoso y gordo; era como un hijo para nosotros. Eso le ayudó mucho.
Un día íbamos rumbo a casa, y antes de tomar la desviación habitual (pues en esa calle había un perro enorme y espantoso) me tomó de la mano y comenzó a caminar con decisión. -No puedo temerles toda la vida- dijo. Me pareció buena idea.
Cundo pasamos frente a ese maldito perro, el muy desgraciado se levantó. Nos miraba fijamente. Dimos un paso y se inclinó hacia enfrente. Dimos otro paso (más pequeño) y gruñó y nos enseñó los colmillos (eran enormes). Otro pasito y el infeliz ladró (¡era un león ese pinche perro!). Ella echó a correr. Mala idea.
Corrí también y el perro se abalanzó sobre nosotros. Corríamos y gritábamos y el perro ladraba y gruñía tras nosotros. Ella tropezó. La maldita bestia empezó a tironearle el pantalón. Ella gritaba. Encontré una piedra de buen tamaño y se la arrojé con todas mis fuerzas. Le di justo detrás de la oreja. La bestia cayó fulminada. Ya en el suelo comenzó a convulsionarse y a vomitar. Se arrancó la lengua.
Ella se levantó. Lloraba. –Vámonos- me dijo.
El perro dejó inservible su pantalón y la caída le destrozó la rodilla izquierda. Necesitó veintisiete puntadas y (obviamente) más terapia. Ahora tiene una horrible cicatriz y ambos tenemos miedo a los perros.
Tuvimos que deshacernos de Bruce Willis.