martes, 8 de junio de 2010

Sobre La Prosa del Transiberiano


No soy un poeta. Soy un flojo. No tengo ningún método de trabajo. Tengo un sexo. Soy, por mucho, una persona sensible. No sé hablar objetivamente sobre mí. Cada ser humano es una fisiología. Y si escribo, es tal vez por necesidad, por higiene, así como uno come, como uno respira, como uno canta. Es tal vez por instinto; tal vez por espiritualidad. Pangue lingua. ¡Los animales tienen tantas manías! Puede ser también para ponerme en movimiento, para excitarme, excitado para vivir, mejor, tanto y más.


La literatura es parte de la vida. No es algo "aparte". No escribo por profesión. Vivir no es una profesión. No hay así artista alguno. Los cuerpos vivos no trabajan. No me gusta el sudor de mi frente a pesar de las opiniones sanas de un libro, aunque sea famoso. No hay especializaciones. No soy un hombre de letras. Denuncio a los aprovechados y a los arribistas. No hay escuelas. Yo escribiría de otro modo en Grecia o en la cárcel de Sing-Sing. He hecho mis más hermosos poemas en ciudades grandes, entre cinco millones de hombres, o a cinco mil leguas bajo mares en compañía de Julio Verne, por no olvidar los más hermosos juegos de mi niñez. Cualquier vida es un poema, un movimiento. Sólo soy una palabra, un verbo, una profundidad, en el sentido más salvaje, más místico, más vivo.


Por lo tanto, La Prosa del Transiberiano, es de verdad un poema, porque es la obra de un libertino. Puesto que esto es su amor, su pasión, su vicio, su grandeza, su vómito. Es una parte de él aún. Su Eva. La cita que él arrancó. Es una obra mortal, herida de amor, preñada...


Una risa que horroriza. De la vida, la vida. Algún rojo y azul, de sueño y de sangre, como en los cuentos. Me gustan las leyendas, los dialectos, la falta de lenguaje, las novelas policíacas, la carne de las niñas, el sol, la Torre Eiffel, los apaches, los negros y la astucia del europeo quien disfruta silencioso e irónico de la modernidad. ¿A dónde voy? No sé nada sobre ello. En cuanto a mis medios, son inagotables; nací pródigo.


El gato doméstico tiene su abrigo sedoso; su columna vertebral es flexible, eléctrica; se abandona así a sus buenos ejércitos: a sus garras fuertes; él brinca sobre la presa y obtiene lo que él desea. Pero el gato salvaje brinca mucho mejor: su golpe siempre es certero. Tengo altura de gato salvaje.


París, septiembre de 1913




(Texto extraído de la revista Deriva, No. 12, Ciudad de México, noviembre de 2002. 
Con traducción de Víctor Monjarás Ruíz)